Percy Bysshe Shelley: entre la tempestad y la romanza
Apenas pasan de las dos de la tarde del lunes 8 de julio de 1822. Dos viajeros, unidos por la fortuna en La Toscana, izan las velas para zarpar hacia Lerici. Ambos intercambian miradas cómplices ante la proximidad del viaje y gestos que denotan que entre los dos existía algo más que una amistad, un círculo íntimo compartido o un techo en común: un febril ímpetu por una misma piel. En uno, ésta es ya promesa realizada; para el otro, apenas un atisbo de la tibieza.
Algunas semanas antes, este último viajero —que no es otro sino el poeta Percy Bysshe Shelley— le escribiría a su amigo Edward John Trelawny para solicitarle un poco de ácido prúsico —cianuro de hidrógeno—: “I have no intention of suicide at present, — but I confess it would be a comfort to me to hold in my possession that golden key to the chamber of perpetual rest”.1
La idea del suicidio como la cura a un mal de amores ha atravesado a la literatura, y al arte en general, desde sus inicios; baste mencionar, para no recurrir a los amantes de Verona o al joven Werther a Tokubei, mercader de Osaka, y a Ohatsu, cortesana del burdel Tenmaya, personajes de Los amantes suicidas de Sonezaki, escrita en 1703, por Chikamatsu Monzaemon —en la inabarcable Ciudad de México, en la crujía número 18 de la otrora Escuela de Medicina, en la Plaza de Santo Domingo, tenemos a nuestro propio fantasma romántico, que se volvió verso nocturno el 10 de diciembre de 1873—. Sin embargo, la idea de un atormentado Shelley por la pasión que siente por Jane Williams, compañera de Edward Williams, quien es el viajero quien lo acompaña a bordo del navío “Don Juan” en esta tarde de julio, en Livorno, sea consecuencia del relato del mismo Trelawny, quien se dispone a zarpar junto a ellos en el “Bolívar”, embarcación propiedad de Lord Byron. Trelawny publicó su Memorias de los últimos días de Byron y Shelley en 1858, mismas que amplió veinte años después, y en donde ahonda en una anécdota que la misma Jane le contara a William Michael Rosetti, quien escribiera Memoria de Shelley, de donde se desprende:
Shelley’s going out in a boat with her and the children, and suddenly asking her whether she and Shelley should forthwith ‘try the great Unknown’. She replied (as she tells me …) ‘Hadn’t we better land the children first?’ – which was conceded. After this, she did not again venture out on the water with Shelley.[1] 2
Shelley es, además de un poeta y un gentilhombre, un personaje romántico que encarna el arquetipo del siglo diecinueve europeo junto a Byron, Coleridge o Keats. Si bien fue un hombre de ideas liberales esculpidas por, entre otros, el escritor William Godwin, no podía escapar al Sturm und Drang. La relación con Jane Williams es, por decir lo menos, compleja, como lo atestiguan estos versos:
IV
Sweet lips, could my heart have hidden
That its life was crushed by you,
Ye would not have then forbidden
The death which a heart so true
William Michael Rossetti —quien fuera sobrino de Polidori y editor del diario del autor de “El vampiro”, así como de la primera edición inglesa de Walt Whitman— y Edward Trelawny son las fuentes principales de donde abreva el primer retrato que la figura de Shelley provocara. Rosetti relata que escribió el primer esbozo de la vida de Percy Bysshe en 1869, cuando los materiales acerca de la vida y obra del poeta eran todavía “escasos, breves y confusos”,4 si bien, esto no fue un impedimento para que se publicaran al año siguiente. Su relación con Trelawny comienza alrededor de 1842, cuando lo ve por vez primera, pero no sería sino hasta 1869 cuando comenzaran una serie de encuentros que acabarían en 1881, año de la muerte del amigo de Shelley. No obstante, la relación entre ambos bien puede dar cuenta no sólo de la vida del poeta, sino del imaginario decimonónico que lo cubría. Cuenta Rossetti:
Casi tan pronto como lo encontré, Trelawny puso a mi disposición, para mi edición de Shelley, los manuscritos de los poemas dedicados a la señorita Williams y su esposo, junto con los mensajes en prosa (entonces desconocidos) que los acompañaba […] Me prestó una copia de una edición muy rara del Oedipus Tyrannus, de Shelley, y su propia edición de Quenn Mab. También me dio una extraña y valiosa reliquia: el fragmento carbonizado del cráneo de Shelley, que había recogido de la pira funeraria. 5
El singular obsequio es un reflejo de la figura no sólo del poeta, sino de un siglo. Antes de que la fotografía fuera el testigo de la existencia humana, las reliquias de los cuerpos eran tomados como talismanes, como en el caso del cráneo de Shelley. La violencia de la naturaleza converge con el ánimo del poeta y éste sucumbe a bordo del Don Juan, en esa tarde del verano de 1822, junto a Edward Williams y al capitán del barco. Trelawny no sufre la misma suerte puesto que su navío, el “Bolívar”, está en cuarentenas, por no haber obtenido el permiso para zarpar, por lo que se queda varado y, así, salva la vida. El héroe romántico protagonista del cuadro de Caspar David Friedrich comienza a erigirse mientras el Don Juan se va en picada. El cuerpo de Percy Bysshe Shelley se rinde ante el “majestuoso tumbo de las olas” que en esta ocasión es estruendo. La fiereza del mar labra el rostro del poeta para quede enquistado entre las páginas de la Historia; junto al cincel del mar Mediterráneo, el de los contemporáneos y admiradores de Shelley contribuirán a que el retrato no pierda fuerza. Trelawny relata a propósito de ese día:
Mire esas manchas negras y esos harapos sucios que cuelgan del cielo; son una advertencia. Mire el humo en el agua; el diablo está tramando alguna travesura. Había bruma, y el barco de Shelley no tardó en quedar envuelto en ella; no volvimos a verlo. El sol estaba oscurecido por la niebla, y el bochorno resultaba opresivo. No soplaba una gota de brisa en el puerto. La pesadez del ambiente y su insólita quietud me embotaban los sentidos. […] El mar estaba del color del plomo, igual de liso y sólido, y cubierto por una grasienta capa de suciedad. El viento soplaba racheado sin rizar la superficie del agua, sobre la que caían grandes gotas de lluvia, rebotando como si no lograran penetrarla. Reinaba una extraña conmoción en el ambiente, cargado de amenazantes ruidos que llegaban desde el mar. Pesqueros y buques de cabotaje con fletes de tránsito pasaban velozmente a nuestro lado en gran número. El alboroto y el bullicio producido por los hombres, sus voces estridentes, quedaron súbitamente silenciados por el estruendo de un trueno que estalló sobre nuestras cabezas. Por espacio de un rato no se oyó más que el sonido del trueno, el viento y la lluvia. 6
La idea del suicidio por el amor no correspondido y su pasión proscrita por Jane Williams, el fragmento del cráneo de Shelley y la advocación del romanticismo decimonónico en la tormenta que le quitara la vida serían suficientes para que el camino del héroe quedara completo y encontrara su responso en el cuadro de Louis Édouard Fournier, en el que el mencionado Trelawny, junto a los poetas Leigh Hunt y Lord Byron, observa la pira funeraria de Shelley. No obstante, no es así. El mito forjado por la aviesa memoria se trastoca con los años y quizás se desdibuje en nuestro inconsciente literario. Puede recordarse, por ejemplo, el verano de 1816, en Villa Diodati; un tiempo “húmedo y poco agradable”,7 según palabras de Mary Shelley, en su introducción Frankestein o el moderno Prometeo.
Ese “año sin verano”, consecuencia de la erupción del Monte Tambora, obscureció —sin metáfora— Europa, y fue espectador de la reunión en una villa suiza, cerca de Ginebra, de Lord Byron, Percy Bysshe Shelley, Mary Wollstonecraft Godwin, Claire Clairmont y John William Polidori. De acuerdo con la historia, fue el 16 de junio cuando Lord Byron propuso “escribir cada uno una historia de fantasmas”, después de la lectura de la Historia del amante inconsciente. Byron comenzó un cuento; Percy Bysshe Shelley pergeñó una historia basada en su infancia y “al pobre Polidori se le ocurrió una idea terrible […] El ilustre poeta, molesto por lo aburrido de la prosa, desistió rápidamente de una tarea tan antipática”.8 Por su parte, Mary pensó en “una historia que hablara de los misteriosos miedos del ser humano y despertara la excitación del miedo, una historia que hiciera que el lector tuviera miedo de mirar a sus espaldas, que le helara la sangre y le acelerara el pulso”.9 Esta introducción, escrita en 1831, en la cual no se menciona fecha de la tertulia, también alude a que la historia habla de “caminatas, de muchas excursiones y de muchas conversaciones en un tiempo en el que no estaba sola. Ya no volveré a ver más a mi compañero en este mundo”,10 refiriéndose a Percy Bysshe Shelley.
La lectura que habían hecho se consigna usualmente como Fantasmagoriana, ou Recueil d’Histoires d’Apparitions, de Spectres, Revenans, una edición alemana traducida al francés que estimuló la imaginación de los presentes. No cabe duda de que este día 16 de junio ha suscitado diversas conmemoraciones, por haber sido el origen de dos de las historias más conocidas de terror: los ya mencionados El vampiro, de Polidori, y el Frankstein, de Mary Shelley, como la que la Dirección de Literatura de la UNAM organizó en el bicentenario de esta noche, en donde Rosa Beltrán encarnó a Mary Shelley, Hernán Lara Zavala a Percy B. Shelley, Bernardo Ruiz a John W. Polidori y Vicente Quirarte a Lord Byron. Los cuatro escritores asumieron su personaje y entregaron cuatro monólogos que querían ser la voz de aquella tarde. El nacimiento del monstruo es la edición que reúne los cuatro textos y recuerdan ese día, pero un par de detalles se asoman que trastocan la historia. Polidori, en su diario, no consigna la fecha en que Byron propuso la escritura de una historia de terror, en cambio cuenta que el 15 de junio sostuvo una conversación con Percy Bysshe a propósito de si el hombre era tan sólo un instrumento.
En la Introducción, Mary afirma que las conversaciones que la inspiraron a escribir su historia fueron entre Byron y Percy, además de que relata que “el pobre Polidori” no puedo llevar a buen puerto la empresa. Más aún, “El Vampiro”, publicado por vez primera en The New Monthly Magazine, en 1819, fue, en primera instancia, atribuido a Lord Byron; le costaría a Polidori algunas cartas recibir tanto el reconocimiento como el sueldo por la historia. Si bien es cierto que el cuento que comenzó Byron alguna de esas noches en Villa Deodati versaba sobre un “vampiro”, también lo es que el que comenzó Polidori en Suiza fue Ernestus Berchtold o el moderno Edipo, como lo declara el mismo autor en la introducción: “La historia que aquí ofrezco al público es la que comencé en Cologny, cuando Frankestein fue urdida”.11 Lo que sí se consigna en el Diario es el momento en que sucede la provocación byroniana:
18 de junio. Mi pierna está mucho peor. Shelley y fiesta aquí. La Señora S[helley] me llamó su hermano (menor). Después del té comencé mi historia de fantasmas. A las doce en punto, empecé realmente a hablar fantasmagóricamente. L[ord] B[yron] repitió algunos versos de Christabel, de Coleridge, sobre el pecho de la bruja. Cuando se produjo el silencio, Shelley, repentinamente, bramó, se llevó las manos a la cabeza y salió corriendo de la habitación con una vela. […] Estaba mirando a la señora S[helley], cuando de pronto recordó a una mujer de la que había oído hablar, con ojos en lugar de pezones, lo cual, apoderándose de su mente, lo horrorizó.
Para Edward Dowden, uno de los primeros estudios de Percy Bysshe, después de este incidente, es que Lord Byron propone la escritura de una historia de fantasmas. Es justo decir que, amén de la fecha, que, por lo escrito por sus protagonistas, no es exactamente el 16 de junio, sólo originó un texto, memorable y enigmáticamente vigente, como lo es el Frankestein, no obstante, es una muestra que la memoria literaria se nutre, como la vida misma, de reconstrucciones que en no pocas ocasiones distan de ser fieles al suceso al que se refiere, pero que lo conforma en la univocidad que, artificiosamente, construye.
Si en uno de los hechos concernientes a Percy Bysshe Shelley, como lo es la reunión en Villa Diodati, encontramos tempranamente la creación de una fábula en torno a su figura, el final de su vida no podía ser distinto. Si Edward Williams y Shelley estaban juntos era porque junto a Lord Byron y Leigh Hunt planeaban editar una revista, y habían establecido su residencia en Italia. Ese 8 de julio el Don Juan zarpó y se hundió, y con él se llevó los cuerpos de ambos amigos. Diez días de búsqueda les tomó encontrar los cuerpos, que fueron enterrados en la costa, bajo una capa de cal para evitar infecciones. Sería hasta el 14 de agosto que Trelawny, Byron, Hunt y un puñado de soldados y mirones atestiguan las llamas que consumirían el cuerpo de Percy Bysshe Shelley. De esta pira es de donde sale el fragmento carbonizado de su cráneo, pero también acontecería algo que quedaría grabado, como el 16 de junio, entre la historia literaria:
Las únicas partes que habían sido consumidas por el fuego eran algunos fragmentos de huesos, la quijada y el cráneo, pero lo que nos sorprendió a todos fue que el corazón se mantuvo íntegro. Al alcanzar esta reliquia de la ardiente hoguera mi mano resultó severamente quemada, y si alguien me hubiera visto haciendo esto tendría que haberme puesto en cuarentena.12
Esta versión, escrita treinta y ocho años después, fue modificada, numerosas veces, en vida de Trewlany, con cada vez mayor insistencia en la figura romántica de Shelley. Hermione Lee, en su revelador ensayo “Shelley’s Heart and Pepys’s Lobsters”, menciona que Richard Holmes, uno de los biógrafos más recientes de Shelley, tenía que lidiar con tres elementos en la vida de Shelley: la personalidad angélica, que implicaba que el poeta era insustancial, ineficaz y físicamente incompetente; sus ideas políticas radicales (hay que acudir a sus ensayos en favor del ateísmo) y el constante maquillaje a propósito de su vida sexo afectiva. En este ensayo, que pertenece al espléndido volumen Virginia Woolf’s Nose, Lee da muestras de cómo la figura de alguien puede ser trastocada de acuerdo con intereses que van desde una familia pudibunda hasta las ansias de mantener la idealización de un monolito:
Todos han atribuido la romantización de Shelley a la apesadumbrada y arrepentida idealización de Mary Shelley de su marido, así como a los testimonios de los amigos de Shelley: el ególatra Thomas Jefferson Hogg, el auto proclamado aventurero Edward Trelawny, quien vivió años de sus historias con Shelley y Byron, y el poco confiable Leigh Hunt. Todos ellos tienen sus propias versiones sobre la vida de Shelley.13
Corresponde a esta romantización la idea de que el cuerpo de Shelley fue reconocido a partir de que llevaba consigo un ejemplar de Esquilo y un libro de poemas de Keats. Miranda Seymour, biógrafa de Mary Shelley, apunta que el órgano que se recuperó de la hoguera en realidad era el hígado. En la deificación de una fecha, de un personaje o de un texto puede desviarse la mirada y perderse la perspectiva; también, quizás, puede olvidarse que la tempestad del lunes 8 de julio de 1822, apenas pasando las dos de la tarde, no es la misma que la romanza de su muerte. La primera acabó con Percy Bysshe Shelley, y la segunda comenzó a reescribir su vida.
- John Worthen, The Life of Percy Bysshe Shelley: A Critical Biography, Hoboken, NJ : Wiley-Blackwell, 2019, p. 355
- ] Íd.
- Percy Bysshe Shelley, “We meet not as we parted”, en The Complete Poetical Works of Percy Bysshe Shelley. [Edición digital].
- William Michael Rossetti “New Preface”, en Memoir of Percy Bysshe Shelley, Londres: John Stark, 1886, p. i.
- William Michael Rossetti, “Editing Shelley, etc.; Trelawny”, Some Reminiscences of William Michael Rossetti, vol. II, Nueva York: Charles Scribner’s sons, 1906, pp. 374 y 375
- Edward John Trelawny, Memorias de los últimos días de Byron y Shelley, capítulo XI. [Edición digital].
- Mary W. Shelley, “Introducción”, en Frankestein o el moderno Prometeto, México: Sexto Piso, 2013, p. 11.
- Íd.
- Íd.
- Íd.
- John William Polidori, “Introduction”, en Ernestus Berchtold o el moderno Edipo, Londres: Longman, Hurst, Rees, Orme, And Brown, Faternostek-Row, 1819, p. v.
- Hermione Lee, Virginia Woolf’s Nose. Essays on Biography, New Jersey: Princeton University, 2005, p. 18
- Ib., p. 11