Mi primer ejecutado, la guerra de Nellie Campobello y la mía
“Una ventana de dos metros de altura en una esquina. Dos niñas viendo abajo un grupo de diez hombres con las armas preparadas apuntando a un joven sin rasurar y mugroso, que arrodillado suplicaba desesperado, terriblemente enfermo se retorcía de terror, alargaba las manos hacia los soldados, se moría de miedo.1”
Mi hermano y yo vemos televisión cuando nos aturde un estruendo de rocas cayendo de las nubes, unos segundos de no entender qué sucede y luego hacer lo que vemos en películas: pecho al suelo. A poca distancia de casa, en un terreno baldío, frente a un OXXO y el Periférico de la Juventud, en Chihuahua capital, ejecutaron a un hombre de camiseta roja, jeans y gorra. Desde la ventana, tras el susto, nos aseguramos de que ya se había terminado el encontronazo para ir a ver la escena entre otros vecinos curiosos. Todavía recuerdo la extrañeza de verlo inerte, como si fuera un actor en una obra de teatro y en cualquier momento se fuera a alzar, breve espacio para los aplausos, reverencia ante el público, más aplausos.
Durante la llamada “guerra contra el narco” del entonces presidente Felipe Calderón, Chihuahua se llenó de violencia. No se sentía como una guerra de “buenos” contra “malos”, como lo habían pintado tras ese inolvidable desfile militar del mandatario; la violencia en Chihuahua era una guerra contra los chihuahuenses, contra la normalidad, contra nuestras vidas. Con esos convoyes militares llegó el terror de salir de noche, de ir a bares o antros y quizá coincidir con una ejecución o masacre. Con ellos llegaron los mensajitos de celular donde se “malinformaba” sobre un supuesto toque de queda de los narcos; así mismo los encobijados: carros y trocas con cuerpos envueltos en cobijas. Además del miedo social: no te juntes con ése porque es narco; mijo, no vayas a ese fraccionamiento, nada más ve las mansiones de ahí; vato, yo que tú me hago sordo con esa morrita, ¿sabes a quién le gusta?
Y a este miedo por con quién te juntas se sumó un miedo más palpable, el de encontrarse en el centro de una balacera. Podía suceder en cualquier lugar, a cualquier hora. Como el granizo que escuchó mi madre mientras hacía el súper a mediodía. En el parlante avisaron que no podían salir, que conservaran la calma. En el estacionamiento se estaban balaceando. Mi madre quedó atónita al ver que la gente seguía comprando.
Pero, sin duda, lo peor fue cuando empezó el tener conocidos asesinados en la guerra. Las cifras de los periódicos se pasaron a hechos que atestiguamos, y de ahí a esa llamada horrenda del que te informa lo que sucedió con tal persona. No conozco a nadie de Chihuahua que no haya perdido a algún familiar, amigo, colega o conocido.
“Nací en Durango, pero crecí en Chihuahua”, esta es mi carta de presentación para todo aquel que pregunta por mi origen. Reconozco que solía agregarle “igual que Pancho Villa”, pero tras un poco de clases de historia caí en la cuenta de que no es un personaje con el que me quiero comparar. Por fortuna, la literatura me dio otro personaje, una escritora que también comparte ese origen y que, igual que Doroteo y su servilleta, porta un nombre distinto al legal: Nellie Campobello. Pero eso no es lo único donde encuentro reflejos entre ella y mi persona.
En su obra más reconocida, Cartucho, Campobello narra estampas de la violencia que vivió inmersa en la guerra de la Revolución. La cita al inicio es de una de estas estampas, lleva por nombre “Desde una ventana”, continúa así:
“El oficial, junto a ellos, va dando las señales con la espada; cuando la elevó como para picar el cielo, salieron de los treintas diez fogonazos que se incrustaron en su cuerpo hincado de alcohol y cobardía. Un salto terrible al recibir los balazos luego cayó manándole sangre por muchos agujeros. Sus manos se le quedaron pegadas en la boca. Allí estuvo tirado tres días; se lo llevaron una tarde, quién sabe quién.
Como estuvo tres noches tirado, ya me había acostumbrado a ver el garabato de su cuerpo, caído hacia su izquierda con las manos en la cara, durmiendo allí, junto a mí. Me parecía mío aquel muerto. Había momentos que, temerosa de que se lo hubieran llevado, me levantaba corriendo y me trepaba en la ventana; era mi obsesión en las noches, me gustaba verlo porque me parecía que tenía mucho miedo.”
Nellie Campobello atestiguó el conflicto armado en Parral, Chihuahua, siendo una niña. Muchas de las estampas de Cartucho son narradas con esta perspectiva infantil, desde una inocencia ultrajada por las balas y la muerte. Por mucho, mi estampa favorita es la que voy citando, me veo en ella, entiendo esa realidad trastocada que resulta de un cadáver inerte tras la violencia asesina.
Yo no era un niño cuando inició el conflicto armado en Chihuahua, pero seguía con algo de inocencia, de ingenuidad. En ese ejecutado descubrí el sinsentido que arranca vidas, el silencio y la inmovilidad absoluta que llegan tras el estallar de la pólvora y el caer de un cuerpo sobre la tierra.
La niña de Cartucho no sólo ve trastocada su realidad, sino que abraza esa nueva manera de comprender al mundo. Nos puede parecer absurdo que ver al ejecutado le da cierta paz, que teme que se lo lleven. En la ausencia del cuerpo no sabe qué encontrará, que otra realidad tendrá que aceptar. Por lo menos sabe que así, ante esa muerte violenta, se enfrenta al miedo que puede aplacar dando su compañía desde la ventana, estando con él, con el muerto.
Se acostumbra al horror, a la escena fija de la ejecución. Del mismo modo, la gente siguió comprando en el supermercado mientras el sonido de las balas retumbaba desde el estacionamiento. En un conflicto armado, el humano busca adaptarse, asirse de algo que brinde el mínimo de sentido, aunque este último sea el del miedo.
Escribo estos párrafos una semana después de la noticia del asesinato de Javier Campo Morales y Joaquín César Mora Salazar, sacerdotes jesuitas, en la comunidad de Cerocahui, municipio de Urique, sierra de Chihuahua. Hace unos días, en una reunión entre amigos que mantienen lazos cercanos con jesuitas, se coló un momento de dolor y hartazgo: cervezas en alto, se brindó por estar y por los que se fueron. “Vivimos en un puto cementerio”, dijo uno. “Esta vez nos pegó en el hombro, muy cerca del corazón”, dijo otra. Yo recordé aquel primer encuentro que tuve con ejecutados.
“Un día, después de comer, me fui corriendo para contemplarlo desde la ventana; ya no estaba. El muerto tímido había sido robado por alguien, la tierra se quedó dibujada y sola. Me dormí aquel día soñando en que fusilarían otro y deseando que fuera junto a mi casa.”
Así termina la estampa de Nellie Campobello, con el deseo infantil, la añoranza de que se repita ese asidero de violencia que significa la nueva realidad de México. Nos puede parecer chocante, más de uno dirá que son cosas de niños, pero yo lo dudo. Temo que soy… somos esa niña. En los periódicos leemos los encabezados, desde nuestra ventana, cada mañana sigue ahí el muerto, con diferente cifra, en distinta locación, pero es el mismo, tímido, aquel que primero nos tocó, que desde entonces no ha dejado de ser ejecutado junto a nuestra casa, un puto cementerio, pegándonos en el hombro o, incluso, si no tenemos suerte, en el corazón.
Vuelvo a Cartucho y escribo no para justificar el que normalicemos el horror que nos tocó vivir, más bien para que hagamos las preguntas correctas: ¿de qué nos asimos sino es el sinsentido de cifras en periódicos, de balaceras recurrentes, videos que transmiten el miedo cotidiano? Quizá la respuesta está en ese alzar de cervezas entre amigos, en reconstruir el país sobre el amor y la ternura de los que estamos y recordamos a los que fueron arrancados de manera violenta.
Lo que distingue a la obra de Nellie Campobello del resto de la literatura sobre la Revolución es precisamente la ternura que logra colar entre las ejecuciones y balaceras. Ella encontró algo que se mantuvo resguardado a pesar del charco de sangre que la rodeaba, el proteger al que tiene mucho miedo, aunque sea un cadáver, el buscar la empatía incluso en la muerte vista desde una ventana. Quizá ante cada encabezado del horror, debemos responder con una reafirmación de vida, de ternura y compañía. No estamos solos en este valle de lágrimas.
En un país que desde la Revolución continúa con sus ritos de muertos y desaparecidos, la misma Campobello sufrió en sus últimos años un rapto: “…fue secuestrada por Claudio Niño Cienfuentes y su esposa, una exalumna de Campobello, María Cristina Belmont. Fue privada de libertad y, valiéndose de su vejez, enfermedad, soledad y ausencia de herederos directos, fue obligada a firmar un testamento para que ellos cobraran su pensión.2” La niña que extrañó al ejecutado, que se dolió por su ausencia dibujada en la tierra, desapareció en vida, hasta su muerte el 9 de julio de 1986. Ella forma parte de ese horror que se reproduce de manera nauseabunda, toca brindar por nosotros que la rememoramos y por ella, por lo que nos legó: la mirada de una niña desde su ventana.