Los cuadernos. Un género literario
Escribo esto en mi cuaderno.
Me apoyo en la pequeña mesa de madera plegable, mi espalda inclinada hacia el frente, cuello doblado para fijar la vista sobre la página ya no en blanco, que se va entintando con letras, tinta que brilla por unos segundos antes de fijarse, más permanentemente.
La mano izquierda sostiene el borde de la página, evitando que el cuaderno regrese a su cómoda clausura y la mano derecha garabatea y gira, bailando en círculos. Sostengo la pluma en el dedo equivocado, el anular.
Desde que puedo tomar un lápiz y hacía planas, el trabajo de la escritura ha labrado mi callo permanente: la marca del peso de sostener la pluma, siempre en el dedo equivocado.
El movimiento de la pluma es un péndulo inconstante que no tiene un ritmo consolidado. La señal que manda el cerebro al sistema nervioso y a los músculos de la mano no es constante. Duda. Se interrumpe. Se distrae. Se detiene. Hasta que todo fluye y el movimiento se vuelve tinta sobre el papel, escritura después, mundo apalabrado.
Si el lenguaje es la realidad inmediata del pensar, como decían Marx y Engels, entonces la escritura es la realidad material del lenguaje (y la forma en que se consigna el pensar). No hay ideas que no estén ya acuñadas en palabras, todas son ya palabras, palabras que se desvanecerían si mi pluma no las cristalizara, en este cuaderno.
Lo que leerás, en un futuro, indefinido, no es lo que hay aquí, en el acto de la escritura material. Leerás, en otro espacio y contexto, la huella del trabajo de mi mano, de la improvisación, del dibujo que formé letra por letra, con tinta azul alemana, sobre mi libreta japonesa con mi pluma fuente de Taiwán, en un sofá en la costa de California.
Pero esto jamás lo hubieras sabido si no revelara a mi instrumento de trabajo también como a un objeto. La escritura siempre se lee fuera de su tiempo de creación y pierde sus circunstancias, su cuerpo. Se desincorpora.
Recupera su sentido y cuerpo cada vez que tú decides pasar tus ojos sobre las manchas en la página e intentas recomponer, con pedazos de tu propio imaginario, lo que los garabatos significan. Queda la pura evidencia de que hubo un cuerpo que algo trazó.
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Hipótesis: el cuaderno es un género literario.
Comencé a escribir en este tipo de cuadernos el día de la muerte de Piglia, un 6 de enero de 2017. Leía entonces el primer volumen de los Diarios de Emilio Renzi, parte de lo que el autor recogió de sus 327 cuadernos. Piglia llena sus cuadernos con fragmentos de vida, listas, lecturas, ideas. Es el laboratorio de la escritura, en donde se permite experimentar y también comenzar a ficcionarse como escritor, como Emilio Renzi.
Dice de sus cuadernos: “Sus páginas eran una superficie liviana que me ha llevado durante años a escribir en ellas, atraído por su blancura sólo alterada por la elegante serie de líneas azules que convocaban a la prosa y al fraseo, como si fuera un pentagrama musical o la pizarra maravillosa de la que hablaba Sigmund Freud”.
Pero fue Eduardo Lalo, durante el viaje a Curaçao, quien me dijo: “el cuaderno es mi género literario”. “El cuaderno es mi medio”. “El cuaderno es omnívoro”. “El cuaderno es la mesa de trabajo”. “Es un instrumento, como un instrumento musical”.
Dice Eduardo Lalo en Intemperie: “tener la compañía de una libreta. Oler sus páginas, sentir la superficie del papel, hacer trazos negros en ella en los extremos de las noches. Casi no tener verbos para esta forma de la estética y la presencia. Aquí, en una casa de San Juan, sentir los siglos y poseer una libreta. Un cuerpo y una libreta”.
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Hipótesis: no se escribe el mismo tipo de texto en una libreta pequeña que en un cuaderno grande.
Un cuaderno cuadriculado produce cierto tipo de ritmo con límites bien marcados, uno rayado una cierta estructura y una página en blanco permite otro tipo de gestos, de contenedor para las frases.
La materialidad de la escritura es, sí, primero, un instrumento, la pluma y el cuaderno. Pero es también un medio (nada inocente) que sobredetermina lo escrito. Es uno de los múltiples factores que contribuye a la forma específica que resulta.
El cuaderno es, en ciertos casos, el género de formas literarias que son formas de pensamiento y, a veces, reflexionan sobre su creación, su génesis material que será inmaterial. Importan poco, desde luego, las causas, importan las consecuencias, lo escrito.
Hay casualidades, pero para explicar lo escrito, para hilarlo, hace falta inventar en retrospectiva una historia en donde lo que se escribe es el protagonista todopoderoso que en algún momento decidió comenzar. Le inventamos una necesidad a la contingencia.
En los cuadernos también quedan las marcas, tachaduras, dibujos, esbozos, flechas, recordatorios, citas, números de teléfono, las dudas, marcas e imperfecciones. Siempre queda consignado el primer impulso que después corregirá ya no el fluir de conciencia sino un yo más crítico, una visión que edita con miras a lo público.
No se publica ese primer golpe de energía, la equivocación, el equívoco, la falta. Pero siempre queda el resto en el cuaderno, aunque esté detrás de las rejas de una tachadura, atrapando a la palabra para que no vaya a salirse de su celda, de su confinamiento solitario compaginado.
Hay cuadernos con lomos cosidos, con varias secciones, que se abren más naturalmente que los cuadernos engrapados con pequeños metales que sostienen su corazón. Siento un placer especial cuando llego finalmente al centro y puedo dejar de sostener las hojas, que se obstinan en mantener su cuerpo cerrado.
Hay cuadernos cuyo núcleo es una espiral de metal o de plástico que se coloca de forma vertical u horizontal, en la parte lateral o superior de las páginas. Su sentido de unidad parecería ser otro, uno menos definitivo y la mano siempre se topa con el gusano que carcome las páginas, poco a poco. ¿O quizás las páginas, agujereadas, le provocan una escoliosis a la columna vertebral del gusano?
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Hipótesis: un formato implica una forma.
La unidad mínima del discurso literario en su sentido material concreto visible es la letra. Todo lenguaje está basado, oralmente, en fonemas y, de forma escrita, en letras que (re)presentan esos fonemas.
Lo que leerás está escrito en caracteres o “fuentes” estandarizadas ya no en una imprenta, sino en códigos computarizados que buscan imitar la imagen de la letra manuscrita. La reproducción mecánica y las tecnologías de la escritura borran la singularidad de la letra manuscrita y todo resto de individualidad consignado en la caligrafía se pierde al uniformarse en letras que sólo funcionan como copias del significado pero no de la forma de la escritura. En lo que estás leyendo, ya no hay autografía, nada único.
Mi subjetividad, inscrita físicamente en el movimiento y la presión de la abertura de la punta de la pluma fuente, ya no deja ningún rastro personal aquí, en el mundo digital. Es apenas un algoritmo en una interfaz estandarizada (tristemente democrática) que queda enterrado en el universo de los datos. Nada de mi cuerpo, nada de mi cuaderno ni de la tinta. Queda mi nombre en alguna parte del texto, para atribuirle esta combinación específica de palabras a un cuerpo que se identifica con un cierto nombre, gracias a la costumbre.
Los contadores inventaron la escritura. Los primeros registros de lo que conocemos como letras, como escritura, se desarrollaron por la necesidad de consignar la propiedad privada y la deuda. Se creó en el momento en que los signos ya no tenían una correspondencia uno-a-uno con los objetos que representaban (un dibujo de maíz ya no era equivalente a un maíz), sino que empezaron a usar signos abstractos, números, para contabilizar los bienes. Fue un asunto de economía de los signos.
Eventualmente, junto con los números y las mercancías, se volvió necesario consignar el nombre de los propietarios, los compradores y los deudores y se desarrollaron los fonogramas. Todo era contabilidad hasta que la escritura se comenzó a usar con fines rituales y, entonces sí, comenzó a imitar la estructura del habla. Hoy hay evidencia de esa escritura fonética en instrumentos funerarios de lujo de los sumerios.
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Cuando escribo en este cuaderno, ¿sigo intentando copiar los trazos que aprendí en los libros de caligrafía? ¿O mi letra manuscrita es la copia de la letra impresa? Este texto se deriva de un manuscrito “original”, autógrafo, con la instancia de la letra, pero la repetición de caracteres está ya en la escritura misma, sea manuscrita o impresa.
Toda letra imita de antemano un caracter legible por medio de las convenciones. En este sentido, la letra manuscrita articula una forma literaria que nos regresa a la práctica performática elemental de la escritura que, al reproducirse, recuerda que la invención de la copia fue también el momento del nacimiento del supuesto “original”.
El instrumento de escritura más antiguo es quizás el estilete o el estilo. Primero trazos en la arena, en arcilla o en cera. Después en estelas, en piedra, en metales. Más adelante en pieles, papiros, y hoy en papel o en pantallas. Con el tiempo, el instrumento se diversificó y transformó: en un pincel, que después se volvió una pluma, un lápiz, un bolígrafo.
La mano guía el movimiento del estilete y produce líneas, trazos, caracteres. De ahí que hablemos del “estilo” de un autor y de que sea posible reconocer, por la forma en que combina las palabras, sus trazos, sus características personales, su carácter, sus caracteres, su estilo literario.
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Dice también Eduardo Lalo hacia el final de Intemperie: “Disolver el cuerpo hasta convertirlo en tinta… La escritura es un yacimiento arqueológico del cuerpo que la produjo. Algo asincrónico, que descubre tarde un extraño. El cuerpo que escribió altera la historia que lo produjo. Lo autobiográfico queda lejos de ese cuerpo de letras. Su existencia, sus días, su materia fueron también como el papel, un soporte para la tinta”.
Esa es la escritura de alguien que compromete su cuerpo y sus días con la escritura. Alguien para quien la escritura no es ni un divertimento, ni una pretensión, sino que es la única manera de soportar la existencia y de atravesar lo incomprensible. Es una forma de pensamiento. Y viene de un cuerpo, un caminar, músculos de la mano y el brazo, una libreta llena de tinta. Es escribir a medida que se habita el entorno y se desencubre. A medida que se envejece. A medida que se disuelve el cuerpo, hasta convertirlo en tinta. Un yacimiento de tinta.
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Hipótesis: los cuadernos son el andamiaje de las formas literarias.
En los cuadernos queda el proyecto, la articulación, la lógica y el lugar de experimentación, son donde sucede el proceso y el acto de la escritura. Pero no son un contenedor vacío que lo permite todo. Tienen una forma y ciertos límites. Cierto número de páginas, cierta portabilidad y cierto tamaño. Sus límites físicos, sin embargo, no son límites para el contenido. Pero sí marcan la pauta de lo que es posible materializar en ellos.
Las estelas mayas, los códices en tinta negra y roja de los nahuas, los cuadernos de Leonardo Da Vinci con los dibujos de sus invenciones, los cuadernos de viaje de Herman Melville, los cuadernos con páginas blancas, extremadamente ordenados, de Albert Einstein, los dibujos y esquemas de los diarios de Paul Valéry, las libretas de reportero de Jack Kerouac, los cuadernos no quemados de Kafka, los microgramas escritos a lápiz de Robert Walser, el cuaderno ideal de Brenda Lozano, los 327 cuadernos de Ricardo Piglia, los “cuadernos de todo y nada” de Macedonio Fernández, los delirantes diarios de Salvador Elizondo, el cuaderno rojo de tapas blandas, el Silvine de David Miklos, la gran obra de arte literaria y plástica que son los cuadernos de Eduardo Lalo.
En todos estos cuadernos está el andamiaje de textos e ideas que cambiaron, al menos, mi forma de habitar el mundo. Y me comprometen a seguir entintando mis cuadernos.
Escribí esto, en mi cuaderno.