Páramo
Hace más de tres décadas, apenas fallecido Efraín Huerta, Octavio Paz lo recordó en una breve nota que luego recogió en Sombras de obras. En ella, Paz observaba que la condición de poeta urbano hacía de Huerta un autor “plenamente moderno”. Luego afirmaba: “La modernidad comienza, en la literatura, con la poesía de la ciudad”, y añadía que con la generación de Huerta, que también fue la suya, comenzaba en México “la poesía de la ciudad moderna”.
¿Qué convierte a un poeta en poeta urbano, y por qué los poetas urbanos le parecen a Paz inobjetablemente modernos? Como es obvio, no basta con referirse a la ciudad (volviéndola tema central o pasajero de un poema) para ser urbano, mucho menos para ser moderno. En todo caso, es urbano el poeta que hace de la ciudad —sin mencionarla, si no juzga conveniente hacerlo— el espacio donde cobran sentido las figuras y los procedimientos que forman el poema y hacen posible su entendimiento.
Una cosa es verdad: los poetas hablan de la ciudad moderna y desde la ciudad moderna repitiendo y recreando tópicos de las literaturas antiguas. Lo hizo Eliot al trasladar la mitología del Grial y el desolado relato de Proserpina y Ceres al universo fragmentario y caótico de una Europa destruida por la guerra, en La tierra baldía. Todo buen lector de lengua española celebra que a Enrique Munguía, primer traductor de T. S. Eliot en México, le haya dado por leer wasteland (como una sola palabra) en vez de waste land (adjetivo y sustantivo) y acabara titulando “El páramo” su versión del poema.
En un páramo, efectivamente, se transforma Comala cuando, casi al final de la novela de Juan Rulfo, Pedro Páramo se cruza de brazos para que su pueblo se muera de hambre. Si ello es una obviedad, no lo es tanto advertir que, lastimado por el infortunio amoroso, Pedro Páramo reduce un lugar habitado a simple tierra yerma. Cuando el amor se vuelve desamor, la ciudad se vuelve desierto, llano, lote baldío: Pedro Páramo es Deméter, Susana San Juan es Perséfone y
Comala es un pueblo antes próspero, ahora devastado por el rencor.
Ese páramo y esa tierra baldía se llaman locus eremus, o sea yermo en latín, porque tal es el nombre del tópico literario del espacio desolado. En el quinto libro de las Metamorfosis, al contar el rapto de Proserpina: entre los versos 474 y 487, Ovidio lo dice inmejorablemente: calores excesivos y excesivas lluvias destruyen los cultivos, la cizaña vence al trigo y la fertilidad es, en suma, derrotada. Otro locus eremus es, por lo tanto, el que se describe, tras la escena del diluvio, en el Génesis, capítulo 7, versículos 21-23: “Y perecieron todos los seres vivientes…”
El diluvio y la consiguiente devastación de la ciudad, asociados al infortunio amoroso, aparecen con plenitud en “Forty days and forty nights”, canción de Muddy Waters. El enamorado cuenta los días y las noches, exactamente cuarenta, desde que su amada se fue de la ciudad. Ecos del salmo 137 se perciben cuando, a la orilla de un río, resuelve sentarse a llorar: “Forty days and forty nights / Since my baby left this town / […] Forty days and forty nights / Since I set right down and cried / Keep rainin’ all the time / But the river is runnin’ dry”.
Quien haya leído a Eduardo Lizalde recordará, en El tigre en la casa, una sección titulada “La ciudad ha perdido su Beatriz”. Esa ciudad (città dolente) y esa Beatriz proceden, desde luego, de la Vida nueva de Dante. Sin duda es ahí, en la Vita nova, donde nace la ciudad poética moderna, convertida en locus eremus a consecuencia del sufrimiento amoroso.
El poeta Héctor Viveros ha publicado casi en samizdat su propio recorrido por la yerma, estéril, desesperante ciudad sin Beatriz. El poemario, definido en uno de los textos como un “diario con días de más y páginas perdidas”, se titula El supuesto orden de los días. La bella dama sin piedad que aflige al poeta con su desdén lo priva incluso del consuelo del silencio: “Hasta la muerte y la nada / se han cargado de signos ruidosos”