Formar el libro
En términos económicos, se sabe que publicar libros de literatura —sobre todo de manera independiente— resulta un negocio escasamente redituable aunque pueda acarrear satisfacciones de otra índole. En la industria editorial se invierte mucho y se gana poco, y eso poco sirve para invertirlo de nuevo y ganar otro poco que, a su vez, será también invertido. Más que de ganancias, muchas editoriales independientes viven de ilusiones, de eventuales apoyos públicos o privados y de estrategias como la coedición que, en ocasiones, les obliga a estampar su sello en materiales que probablemente no publicarían si las circunstancias fueran distintas. Aun vendiendo con regularidad, los editores independientes asumen que más allá de las finanzas, publicar tiene que ver —aunque suene redundante— con la aparición misma del libro, con su milagrosa presentación en sociedad en tanto contenedor de una obra digna de interés y en tanto objeto de buena calidad, bello, atractivo y eficiente. Su labor, pues, es parecida al de las parturientas que arrojan al mundo seres nuevos que podrán llamar la atención de muchos o de pocos, pero que indefectiblemente estarán ahí, a la vista de todos formando parte del entorno.
Aunque muchos editores independientes se lamenten por las ventas raquíticas, el escaso interés del público o el desleal acaparamiento de los grandes consorcios transnacionales, su profesión, ingrata sólo en apariencia, será siempre encomiable para aquellos lectores que busquen algo fuera de lo común, intempestivo, alejado de la moda o de las tendencias del momento, y que, a su vez, sean lo suficientemente sensibles como para apreciar la buena hechura de los libros. A diferencia de los simples engrapadores de legajos que se limitan a difundir obras propias o ajenas no siempre dignas de consideración, las verdaderas editoriales independientes apuestan por una forma que les asegure un lugar, siquiera modesto, en el amplio pero cada vez más vapuleado mercado editorial. En ese sentido, estas ediciones conservan lo mejor de ambos mundos: por una parte, es menos reacia a las etiquetas y está abierta a todo tipo de escritores y, por otra, mantiene criterios de selección y filtros de calidad que hacen menos probable la aparición de obras de incipiente manufactura. En la forma confluyen la apertura de un espacio disponible casi para cualquiera y la preocupación por las características de una serie de libros que la reforzarán y la volverán operable.
Actual presidente y director literario de Adelphi Edizioni —empresa fundada por Roberto Bazlen en 1962—, Roberto Calasso nos explica en La marca del editor lo que significa cultivar la forma en el proceso editorial. Narrando los inicios de la extraordinaria Biblioteca Adelphi, enumera las dos intenciones primordiales que le dieron luz y sentido al proyecto: «hacer bien lo que antes se había hecho menos bien, y hacer por primera vez lo que antes había sido ignorado». Estos dos objetivos, que pueden parecer obvios pero que no lo resultan tanto si tomamos en cuenta que se han visto reflejados en cada uno de los más de 600 volúmenes que conforman la colección, hacen que el proceso mismo de producir libros mantenga vigente no sólo un determinado proceder editorial sino toda una concepción de la literatura. En principio, nos dice Calasso, la intención de Bazlen era publicar libros únicos, es decir, libros que, más allá del contexto histórico en el que surgieron, lograron que a su autor le pasara algo, que tras escribirlos se transformara o dejara de ser él mismo. Para Bazlen «era necesario que quien escribiera hubiera sido atravesado por esa otra cosa, que hubiera vivido dentro de ella, que la hubiera absorbido en su fisiología y eventualmente (aunque no era obligatorio) la hubiera transformado en estilo». Aplicando estos principios a la constitución de un posible catálogo editorial, es fácil deducir que, de entrada, los criterios elegidos para publicar un libro en la Biblioteca Adelphi no tenían que ver ni con el idioma o la nacionalidad del escritor, ni con su edad, ni con la época o las circunstancias en las que escribió, ni con los géneros literarios o el formato elegido, ni con el contenido mismo de la obra, sino con una especie de «sonido justo» detectado por el editor e íntimamente ligado a su propio conocimiento de la literatura. Bazlen fue, ante todo, un lector omnívoro que introdujo en Italia la obra de grandes autores como Robert Musil, Sigmund Freud, Franz Kafka, Witold Gombrowicz y Raymond Roussel, entre otros. Ahora se entiende no sólo por qué los tres primeros volúmenes de la colección fueran La otra parte de Alfred Kubin —publicada en español por la editorial Siruela en su estupenda colección El ojo sin párpado—, Padre e hijo de Edmund Gosse —«un informe minucioso, ajustado y lacerante de una relación padre-hijo en la era victoriana»— y el Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki —obra excéntrica ahí donde las haya—, sino por qué con el paso de los años se agregaron libros como el Tao te ching, las novelas «no Maigret» de Georges Simenon o la obra casi completa de Joseph Roth.
Aunque la forma adoptada por la Biblioteca Adelphi comprende también lo material —«enseguida nos pusimos de acuerdo acerca de lo que queríamos evitar: el blanco y los logotipos. El blanco porque era el rasgo principal de Einaudi, la mejor colección que existía por entonces, y no sólo en Italia. Por eso había que tratar de diferenciarse al máximo. Por eso nos decantamos por el color y por el papel opaco (nuestro imitlin, que nos acompaña hasta ahora)»—, se trata, en esencia, de una forma etérea, dinámica y enclavada en una vasta sensibilidad literaria que le exige al propio editor dejar de lado la aquiescencia que le obliga a descartar obras apelando a criterios tan obtusos como la venta exitosa o el oportunismo. El propio Calasso define esta aquiescencia o autocensura del editor como un elemento nocivo al interior de una labor que debería buscar precisamente «hacer cosas que en principio pueden parecer no factibles».
En términos materiales, la forma busca deslindar un proyecto editorial del resto mediante un aspecto llamativo, provocador o sugerente. Como bien lo señala Calasso, la portada es una señal de resistencia frente a los procesos de digitalización que convierten a todos los libros en uno solo. Sus reflexiones sobre la écfrasis al revés —es decir, sobre el procedimiento que convierte las palabras en una imagen artística— resultan absolutamente imprescindibles, no sólo para comprender la importancia del diseño externo de los libros sino para analizar de manera lúcida qué clase de ideales unidimensionales y peligrosos enaltecen apologistas de la lectura electrónica como Kevin Kelly.
En términos intelectuales, la forma busca, más que las semejanzas, las afinidades entre los libros y, más que su unificación, su hermandad. Encontrando los hilos invisibles que pueden construir una cadena de obras en donde cada eslabón colabora con los anteriores sin perder sus rasgos particulares, la forma nos ofrece no sólo un concepto de colección mucho más amplio y complejo sino un auténtico trabajo artístico sobre el libro, siempre visible e identificable. Más que un requisito profesional, la búsqueda, diseño y realización de la forma es esencial para cualquier proyecto editorial, mucho más para los independientes que tienen que subsistir con recursos limitados. Sin ella no hay la menor oportunidad de construirse una identidad y, por ende, de distinguirse del resto de las editoriales que mes con mes abastecen los escaparates de las librerías. Cuando una editorial independiente y seria quiebra, una forma se apaga, lo cual quiere decir que los rastros de su ímpetu artístico se conservarán únicamente en manos de los lectores que hayan adquirido sus libros. Aquí es donde, propiamente hablando, termina el elogio de la edición y comienza el de la bibliomanía.