Tierra Adentro

Larga es la noche

Fumo para despejar las dudas. Sostengo la invitación entre mis dedos. La esquela pertenece a madame Du Barry, la Gran Dama de la Ciudad de la Luz; rechazarla sería como entregar mi cuerpo a una manada de gatos salvajes y hambrientos, y aceptarla significaría tener que soportar una tertulia en compañía del afable Auguste, el humilde general y la preciosa lady Macramé. No tengo la fuerza suficiente para aguantar una velada más hablando de bagatelas. Estoy exhausto; he pasado noches enteras escribiendo y no necesito en estos momentos de los encantadores chismes de la alta sociedad. Tomo un poco más de tabaco y relleno la cazoleta de mi pipa. Espero unos minutos para darme valor.

“Suave es la noche”, dicen. Yo no estoy tan seguro. Camino obligado por las callejuelas del barrio hasta encontrar un cabriolé que me lleve con madame Du Barry. Trato de sacudirme la irritación mirando las constelaciones y recordando sus nombres: el Cochero, Cinta de Cabello, el Chelista, Serpiente de Noche, Nictóteles y el Húsar. ¿Quién las habrá llamado así? Al verlas imagino lo que se sentiría haber vivido en una época en la que no todo tenía nombre. Seguro no existían bailes aburridos y obligatorios ni mujeres nobles de humor cambiante ni generales pedantes que pretenden formar parte del
pueblo.
Ah, la gente, ésa sí que tienen cierta probidad; actúa de manera natural. A su lado quizá podría ser feliz, levantarme cada noche y revolotear entre las calles como un insecto caprichoso.
El cabriolé llega a la residencia de madame. Bajo con toda la dignidad que me es posible y, viendo a uno de los criados vistiendo levita, me detengo en medio del enorme jardín para rellenar de nuevo mi cazoleta, esta vez con tabaco turco. Es casi una ofensa contra madame Du Barry, tan adepta al nacionalismo, pero no me importa. Entro en el palacio de la Gran Señora, dejo mi abrigo sobre un sillón y aparezco en el salón sin anunciarme. Ya están presentes Auguste, el general, otros de los que apenas he oído hablar y la propia madame.

Saludo haciendo aspavientos como si fuera un pavorreal y no un simple escritor del régimen. Es cierto que alguna vez fui parte del ejército, que luché en algunas batallas importantes y que alcancé el grado de alférez cuando fui enviado a los mares, pero todo eso es opacado por la presencia megalómana del general.

La sociedad en pequeño, reunida en el exclusivo salón de madame Du Barry, me ve de reojo: no vaya a ser que me crea más de lo que soy. Sin embargo mi impostura provoca revuelo. Mi vestimenta es enteramente blanca, pasada de moda y antigua, antes la llamaban “a la oriental”, y la pipa resalta en mi atuendo como una contradicción clara. Soy tachado de extravagante. En teoría soy un escritor del régimen, por lo que se me permite cierta desfachatez, mas cuánto puede tardar esto.

Odio a madame Du Barry y a veces soy incapaz de controlarme. Odio tener que venir a su salón y presentarle mis respetos, aunque todo mundo sabe que es un requerimiento básico para seguir publicando. La Gran Señora está bien relacionada con el monarca, ¿cómo es-
capar de ella?

Me siento por completo desencajado. Mi posición es peligrosa; puedo desbarrancarme y aún necesito escribir: no he terminado mi nueva obra. Conozco su valor y sería inadmisible dejarla así, incompleta.
La anfitriona por fin me otorga uno de sus saludos. Me extiende su mano y la quita antes de que pueda ro-
zar su piel de cocodrilo con un beso. El general parece más alegre con mi presencia, lo mismo que Auguste, el Nobilísimo Desterrado. Me inquietan sus palabras, sus efusivos saludos; podría creerse que me estiman. Me siento en un taburete pequeño, un remanente de las modas orientales. Hablo con los congregados, después de que me los presenta el general; son exmilitares, partidarios del nacionalismo occidental, y también hay periodistas (insoportables con sus miradas de autosuficiencia y risas fáciles). Ellos escriben para hablar de todas las bondades del occidental, ya sea parte del pueblo o de la nobleza. Me turba su zalamería.
La colmena zumba; sus palabras son el murmullo de los demonios en la noche. Mi paladar traquetea, respondiendo al zumbido. El crujido de mi espalda es casi audible, lo siento en cada rígido movimiento que realizo. Llegan los criados y reparten viandas, champaña y coñac. El alcohol adormece mis sentidos por unos minutos. Pienso en un pretexto válido. Necesito irme de aquí, dejar de mirar la papada de madame, el rostro picado del general, los gestos ridículos de Auguste. Quiero que mis oídos se cierren; la piel me pica tanto que necesito gritar, correr, rascarme, untarme con el elíxir escarlata de mis enemigos. Tengo que resurgir de entre ellos, brotar.
Madame Du Barry me exige que baile con ella, y, cuando me muevo sujetándola de las manos y la cintura con la música de piano de fondo, aprovecha para susurrarme groserías al oído, para recordarme que a ella debo mis versos. Por eso la invitación, ¿no es cierto? Para eso he venido: para presentar mis respetos. Soy el único poeta occidental que aún no le ha dedicado una elegía y ya han empezado a correr rumores. Si no complazco a mi anfitriona esta noche, seré una mosca que ha sido atrapada entre los surcos del turrón.

Me aparto de ella, casi sin que pueda percibir mi huida. Me mira, entre divertida y temerosa. No sabe lo que haré a continuación. ¿Y yo lo sé? Camino por la sala; Auguste y el general me observan gozosos. Me detengo cerca de un balcón y lo abro. Los sirvientes también me ven, sin saber cómo actuar. Madame les indica con la cabeza que no se muevan; no es necesario. El aire frío llena mis pulmones y me hace sentir como un insecto que revolotea cerca de una tormenta. La colmena zumba y yo debo zumbar con ella.

Recito. Las palabras brotan de mi boca sin que pueda hacer nada para retenerlas. A mi pesar, es una elegía. Madame parece extasiada: nunca ha escuchado poesía semejante. Lo que declamo no lo he escrito en mis libretas ni lo he dado a mis editores. Es un poema nuevo, sincero. Canto y la noche me acompaña. Los insectos de afuera parecen querer entrar e indecisos se arremolinan en las ventanas. Me giro para mirar con sumo detenimiento las estrellas y escucho la voz entrecortada de lady Macramé. Pensé que no llegaría, que a ella no tendría que soportarla. Me vuelvo hacia mi breve auditorio, y ahí está, exhibiendo sus piernas sin pudor, apartando sus rodillas como una mujer vulgar. Su presencia funciona: mis versos derivan hacia ella, pasan de la sacralidad de madame Du Barry al fulgor grosero de lady Macramé.
Ella me envuelve con su delgado cuello, con sus gestos finos como las alas de una polilla, con su silueta digna de una prostituta joven. Trato de entenderla como una vestal; yo debo ser su adepto. Pretendo adorar sus gestos y su hipnótico cuerpo. De pronto mi elegía se convierte en otra cosa. Auguste y el general se ven tensos, sufren; de sus oídos brota sangre. Las mujeres vibran, parecen dos orugas que empezaran a reventar sus crisálidas. “¡Que broten!”, grito enloquecido. Una mariposa gorda y morada extiende sus alas cubiertas de diamantina; la otra, una avispa verde y sensual, zumba. Al mirarlas me descubro como su compañero, un abejorro grande y digno, un zángano elegante y vivaz. Los tres salimos por las ventanas, elevándonos hacia las estrellas, observando el recorrido de automóviles y personas que avanzan sobre la Colmena-Mundo. Ahora lo comprendo, ésta es mi obra: arrancar a las garrapatas de las alfombras raídas y convertirlas, con mi poesía, en insectos gráciles que puedan volar sin cansarse. Larga es la noche, y nosotros, ligeros.