La doble mirada o del sexo en el cine
Una de las cosas que más me incomoda de ir al cine son las escenas de sexo. Siento que los demás en la sala (sobre todo los desconocidos) me miran y me preguntan por esa escena, como si yo tuviera una respuesta que me negara a darles.
Cuando vi Crash (Cronenberg, 1996) me hundí en la butaca. Entre choques de autos como afrodisiaco y la búsqueda última de un placer que, al final del día, tiene que ver con fierros y motores, descubrí a uno de mis directores favoritos. Eso no quita que me incomoden sus películas, sobre todo si las veo acompañado.
En el estreno de Her (Jonze, 2014), Crash se me había olvidado, y creí que no habría escenas de sexo de las que me sintiera obligado a responder; la historia iba de un hombre que se enamoraba de sus sistema operativo; ¿qué podría, físicamente, pasar entre ellos? También se me olvidó que la voz del sistema operativo era Scarlett Johansson y que existe el sexo telefónico.
Pero la escena de sexo que más me ha incomodado fue el principio de Begotten (Merhige, 1990).
Begotten cuenta una versión muy libre de algún mito de la creación (entre griego, pagano y cristiano). La película está en un blanco y negro real: el director retocó cada fotograma para lograr un alto contraste sin grises. Muchas veces uno, más que seguir la poca trama, se queda mirando la escena y trata de descubrir qué está pasando. No hay diálogos y la música son sonidos incidentales de grillos y agua.
La escena inicial muestra a un «Dios que se suicida» (o eso es lo que dicen los créditos): una figura masculina, escondida tras una máscara, corta su abdomen lenta y tortuosamente a causa de un temblor en sus manos. Durante sus buenos siete minutos, esta figura se saca las vísceras con una navaja para afeitar hasta que, cuando ya está muerto, una figura femenina aparece, danzando en éxtasis, lo masturba y se fecunda con el semen el muerto. Después pasan muchas cosas que entiendo todavía menos.
Laura Mulvey en su ensayo Visual Pleasure and Narrative Cinema propone, desde el psicoanálsis, dos formas de la mirada del cine.
La primera es una escopofilia de la intimidad, que consiste ver a otro convertido en un mero objeto, sin la profundidad o el revés de la mirada del sujeto. El placer está en usarlo y convertirlo en un cuerpo que no sea otra cosa que el deseo exteriorizado. Mulvey encuentra que la mujer es, en el cine y en el mundo occidental en general, el target escopofílico por excelencia: su deber ser corporal —a través de los comerciales, de la publicidad, de la moda y de la forma del cine— es el deseo del hombre; la mujer se convierte en un objeto, controlado por el hombre porque se ve como él quiere que se vea.
La segunda es un narcicismo. En la fase del espejo, dice Mulvey, el niño logra saber que el que se refleja es él y que, por tanto, existe un adentro y un afuera, un yo y un otros, pero, al mismo tiempo, que esas dos partes se comunican. El placer narcisista es poder reconocerse en el espejo y decir “ese otro también soy yo”. Esta identificación narcisista, en el cine, tiene que ver con el protagonista masculino: el espectador se asimila al personaje y vive lo que él vive; olvida, por unos momentos, que está en una sala de proyecciones o frente a una televisión, y cree (quiere creer) que es el héroe que salva el día o el mártir que lo soporta.
El espectáculo no puede ir separado de la narrativa. Hay fragmentos de las historias que están ahí para “mostrar” más que para contar. Casi por antonomasia, este espectáculo es el cuerpo femenino que se pone al servicio de la mirada masculina, tanto del protagonista como del espectador. Sucede, entonces, que la narrativa debe solucionar esta continuidad entre miradas; surge el concepto de «desnudo justificado»: el que sucede porque la trama lo necesita. Así, si la historia habla de un hombre que se enamora de una bailarina desnudista, entonces, la escopofilia del protagonista dentro de la trama se fusiona con la escopofilia del espectador. Nadie reclamaría, en esa historia de amor entre un burócrata y una desnudista, que los desnudos sean impertinentes; es más, son casi necesarios a la trama.
Parece, entonces, que hay un control sobre la otredad que representa la mujer: por medio de convertirla en un objeto, se doma y se le integra la trama, tanto de la película como de las categorías del espectador.
Mulvey señala que el problema no acaba ahí: ese cuerpo —incluso cuando está atravesado de tal forma por la mirada masculina que se convierte en un objeto hecho a la medida del deseo— causa angustia porque carece de falo; ese otro no tiene lo que “define” a lo masculino y, por lo tanto, le presenta la posibilidad de que lo castren, es decir, el cuerpo de la mujer presenta la posibilidad de que yo deje de ser yo.
Así, el objeto se rebela y evita su asimilación a la historia. Por más que un desnudo pueda estar justificado, siempre resalta como espectáculo, como una decisión que huele a sobrante. No hace avanzar la trama y, de alguna manera, la suspende un momento mientras sucede el espectáculo.
Begotten no propone la fusión de miradas masculinas: no hay un protagonista con el cual uno se pueda identificar y, desde ahí, mirar el cuerpo de otros como objeto. Parece que, por su falta de trama, Begotten es puro espectáculo, pura decisión sobrante. Los cuerpos que aparecen en pantalla son puro objeto, pero al no tener un “compañero” que redoble la mirada escopofílica dentro de la ficción (el protagonista masculino que sirva de espejo narcicista), esos objetos se rebelan como el cuerpo de la mujer: muestran la angustia de la castración, que, al final día, existe la posibilidad de que yo no sea yo y, como decía Heidegger, que mi muerte es la única posibilidad segura que tengo.
El uso del alto contraste y la dificultad de distinguir de manera plena lo que sucede en pantalla redobla la ausencia del espejo narcisista que permita descansar (porque el protagonista tiene dos funciones: primero, ser el reflejo ideal de mi yo, es decir, el macho alfa que todas las puede, en el nivel que sea; y segundo, es el descanso porque, mientras dura la película, guía la mirada del espectador con la suya y le quita de sus hombros la responsabilidad de decidir). Al preguntarme a cada rato qué estoy viendo, al mismo tiempo y con la misma insistencia me pregunto por qué estoy viendo eso. Begotten no busca que el espectador se asimile con la trama y la “viva” junto con sus personajes, sino que una y otra vez lo expulsa y le recuerda que está viendo una película.
Tal vez por eso los siete minutos de la escena de sexo más rara que he visto en mi vida me son tan incómodos: son eternos, pues en vez de ser minutos vividos son minutos pensados, como si uno viera el segundo del reloj avanzar; llega un punto en que la repetición congela el tiempo, porque el tiempo está pasando sólo y no está pasando para algo. No es un tiempo de espera para algo, sino la espera sin más.