Tierra Adentro

Ilustraciones: Mariana Gómez (MARS)

 

Para entender plenamente el legado del poeta francés más leído en el mundo es preciso disipar los clichés que lo reducen: el del creador maldito e intoxicado y el del bohemio en pleno romance con la modernidad.

 

I

 

A Charles Baudelaire se le ha descrito en una época de acero, de vapor y de fuerzas mecánicas, como a un hombre pálido, vestido siempre de negro y de ojos febriles. Otros añaden a su figura de semblante melancólico el halo negro de la sífilis y el espectro enervante del hada verde. Cuando menos, así lo revela la imagen legendaria de un poeta decadente, en los daguerrotipos de Nadar que lo retratan. El cauce significativo de su vida revela la vocación de una alegoría marcada por la fatalidad. Desde su nacimiento, el 9 de abril de 1821, hasta cumplir apenas los cuarenta y dos años se le ve endeudado, sifilítico y hemipléjico. Al cumplir los cuarenta y seis, en su semblante plomizo se advierte una vejez prematura: intoxicado por el alcohol, enquistado por la sífilis, paralizado por la hemiplejia y enmudecido por la afasia, todo su léxico se limita a una sola blasfemia exasperada: «¡Maldita sea!». Su siglo no sólo lo considera dipsómano, sino también aficionado al opio. En 1857 Prosper Mérimée refiere que el joven Charles sufre «fuertes episodios de melancolía» y suele replegarse «en un destino eternamente solitario, un pobre muchacho que no sabe nada de la vida. Un pobre diablo». El 6 de octubre de 1859, Victor Hugo destina una misiva a Baudelaire, en la cual manifiesta la «disidencia» que los opone: «Jamás he dicho: el arte por el arte; siempre he preferido el arte en nombre del progreso. En el fondo no son la misma cosa, y vuestro espíritu es demasiado penetrante para sentirlo». El hecho es que el «príncipe» muere en brazos de su madre enervado por el alcohol y el opio. Si a esto último se suman su inteligencia cáustica y blasfema, la desafortunada relación con Jeanne Duval, la creación de una poética inédita, la participación activa en la Comuna de París y el vínculo ambivalente con la modernidad, no sorprende el hecho de que, todavía a inicios del siglo XX, a Baudelaire se le haya incomprendido en su propio país.

No obstante, nada se ha dicho de un joven Baudelaire blanco, inmaculado y radiante como un dios solar presidiendo en «el altar piramidal del sol». El 4 de julio de 1848 el cronista Gustave Le Vavasseur anota en su diario que encuentra a Baudelaire: «Nervioso, excitado, febril, agitado. Nunca lo había visto en semejante estado. Peroraba, declamaba, se jactaba: “Acaban de detener a De Flotte”, decía, ¿Será porque sus manos olían a pólvora? “¡Huelan las mías!”. Pensaran lo que pensaran del arrojo de Baudelaire, aquel día era valiente y se habría hecho matar». Durante la Comuna de París se lo refiere explícitamente exaltado, deambulando con las manos ennegrecidas por la pólvora, con un pañuelo rojo atado al cuello y portando una camisa azul, símbolo de su republicanismo.

Para revelar plenamente la actualidad del legado y el alcance de la figura de Baudelaire, es preciso disipar dos clichés que reducen el impacto del poeta en lengua francesa más leído del mundo.

La primera estampa, divulgada por una tradición de la crítica decimonónica, reproduce la imagen sombría de un poeta maldito, dedicado a esculpir versos impresentables reproducidos en una sola obra monumental de poesía moderna, Les lesbiennes o Les Fleurs du Mal, en la que, según el juicio de André Lagarde y Laurent Michard, Baudelaire «busca curar su alma del desasosiego y para ello se dirige a la poesía y al amor, ambos remedios le son ineficaces para disipar definitivamente su melancolía». Después de todo, aquello que confiere un sesgo actual e imprescindible a su poemario que, en la explicación del propio Baudelaire, se propone extraer «la belleza del mal», a través del contraste de dos aspiraciones opuestas: «el horror y el éxtasis de la vida». El arte del oxímoron en la poética de Baudelaire se presenta así como una regla de pensamiento, una forma de dialéctica primordial en la estética moderna también empleada por Flaubert —reconocible en otros autores anteriores como Théophile de Viau—, que fija el programa de todo un siglo de arte moderno: «esta manera moderna de adorar y de mezclar lo santo a lo profano».

El segundo retrato, basado en semblanzas que no son de primera mano y en confidencias de sus contemporáneos, lo caracteriza como un bohemio que se halla tras la experiencia inédita del choque de la modernidad y el espectro de la fugacidad, cuya réplica es lo infinito. Pese a esto, las obras completas de Baudelaire trazan una teoría crítica de la modernidad, es decir, un sistema de reflexión que, por un lado funda una estética en torno a la pérdida de la experiencia del presente y que, por otro lado, cuestiona el progreso técnico como una vía para acceder a la perfectibilidad de la humanidad. Baudelaire es un intelectual reactivo. En tanto que el pensamiento moderno prevé la realización del individuo a través de la técnica y la Historia, la resistencia intelectual encabezada por Baudelaire denuncia la extinción del sujeto a la luz del faro pérfido del progreso.

El estupor producido por los estragos de las revoluciones industriales se desenvuelve en las consideraciones de Baudelaire como una energía crítica cifrada en una estética subversiva que cuestiona profundamente la ideología moderna, es decir, la certeza de la realización del hombre a través de la idea de progreso. La tesis esencial de esta crítica es el modo en que la modernidad disimula las condiciones que determinan la explotación y la miseria humanas, al conseguir enervar las mentes a través del consuelo material del progreso: «al refinar a la humanidad proporcionalmente y continuamente mediante los nuevos placeres que ofrece, el progreso indefinido sería su tortura más ingeniosa y cruel». La imposición de este imperativo técnico como modelo de civilización demarcó el surgimiento de movimientos intelectuales radicales en contra de esta forma de utilitarismo que suprime toda posibilidad de perfectibilidad: «El progreso habrá atrofiado en nosotros toda la parte espiritual, la mecánica nos habrá americanizado a tal grado, que absolutamente nada entre las ensoñaciones sanguinarias, sacrílegas, o antinaturales de los utopistas podrá ser comparado a sus resultados positivos».

Por todo ello, la aureola de poeta maldito define escasamente el legado de una trayectoria crítica que fecunda la experiencia del fin de la modernidad. Charles Baudelaire no es ni el autor asceta de un solo libro escandaloso, ni una mente enervada por las experiencias de la metrópoli. Faro oscuro o centella fugaz, mitificación moderna o sombrío fetiche: Baudelaire no es ni lo uno ni lo otro. En él coexisten el libre pensador, el filósofo, el dibujante, el dramaturgo, el poeta, el crítico, el periodista, el moderno, el antimoderno, el conservador, el revolucionario, el romántico y el simbolista. De suerte que lo más sustantivo de sus consideraciones debe rastrearse en las reflexiones críticas y en las aspiraciones estéticas de una obra que ha rebasado el alma indolente y oscura de su siglo.

 

II

 

El privilegiado y detenido acercamiento que el vate de la modernidad sostuvo a lo largo de dieciocho años aproximadamente —entre 1847 y 1865— a la hora de traducir y prologar la obra de Edgar Allan Poe ejerció una influencia notable sobre el último Baudelaire, el más profundo cabe señalar, el de los Petits poèmes en Prose y la crítica de arte en cuanto a la creación de una experiencia sin precedentes en la poesía. En este sentido, Giorgio Agamben afirma en Enfance et histoire que «la crisis de la experiencia es el marco general en el cual la poesía moderna se sitúa. La poesía moderna después de Baudelaire no se funda en una nueva experiencia, sino en la ausencia total de experiencia sin precedentes». De modo que el lugar de la experiencia literaria moderna, en donde los hombres están articulados de corazón, alma y espíritu por la palabra, las costumbres, la cultura religiosa y la memoria, es precisamente lo que está amenazado por una transformación inconcebible.

Las traducciones de la obra de Poe, por encargo del periódico Le Pays, resultaron un éxito. Animado por ello, el periódico alineado con el Segundo Imperio, decidió hacer a Baudelaire un encargo crucial, la reseña de la Segunda Exposición Universal de 1855. Baudelaire no habría de dejar pasar la oportunidad para imponerse como un maestro de la crítica de arte con los Salons (1845) y la Exposition Universelle de 1855, ensayos audaces en los que articuló el eje central de la estética modernista: conferir profundidad simbólica a la vida en la metrópoli, mediante la valoración estética del presente a la luz de lo fugaz, lo extraño y lo grotesco.

De su fecunda amistad con Delacroix, Baudelaire atesoró un ojo educado en la composición del instante, en el rastreo de una revelación inminente. De hecho, Delacroix es la piedra de toque de buena parte de la concepción del arte moderno en la obra ensayística del vate; su definición se finca en la figura de Delacroix. La expresión sensible de un ideal abstracto así como la figura del artista moderno son representaciones formuladas en tres textos cruciales de la modernidad estética, dedicados al pintor francés: Eugène Delacroix, L’artiste moderne y De l’héroïsme de la vie moderne. La visión del artista como oráculo y el arte como sacerdocio son igualmente concepciones sujetas a la fructífera relación entre Baudelaire y Delacroix.

Todavía más significativo resulta el hecho de que Edgar Allan Poe (1809-1849), Baudelaire (1821-1867) y Nietzsche (1844-1900) compartan un rasgo distintivo: son críticos incansables de los estragos causados por las revoluciones industriales. Poe sorprende en algunos de sus textos de corte narrativo al propalar algunas imprecaciones dispersas como la dirigida a «los utilitarios, esos toscos pedantes que se confieren a sí mismos el título que sólo podía aplicárseles con propiedad para ser escarnecidos». El progreso resulta a juicio de Poe un «éxtasis para papanatas», quien advierte en los perfeccionamientos del hombre: «cicatrices y abominaciones rectangulares».

Nietzsche afirma haber leído los escritos de Baudelaire en dos momentos diferentes de su vida. Declara haber leído Les Fleurs du Mal, que habría intuitivamente percibido como una obra wagneriana, intuición que se confirmaría, afirma el propio Nietzsche, por la lectura en 1887 de las Œuvres posthumes, publicadas por Eugène Crépet. Los escritos de Nietzsche destacan por lo prolijo, por la aguda crítica a cierta idea monumental de la Historia. Nietzsche alude a una enfermedad histórica del presente que se expresa en la idea de progreso a modo de una sacralización de la técnica, una fe depositada en un decurso inminente, irreversible y ascendente. Nihilismo o pesimismo histórico, desasosiego o spleen, Baudelaire caracteriza el mal de su siglo como la «modernolatría», aquella «gran herejía de la decrepitud». Sin ánimo de suprimir las diferencias, el razonamiento de los tres autores es consecuente —Baudelaire, Poe y Nietzsche—, en la medida en que se articula en torno a una forma de pesimismo histórico.

¿Qué puede aportar una relectura de su obra a la luz del siglo XXI? Lo que Baudelaire describe es una auténtica destrucción —aunque inacabada— de su entorno, su estilo de vida y su forma de concebir el Segundo Imperio. Si el valor de la experiencia del tiempo y del espacio se ha derrumbado, el poeta responde con una resistencia del pensamiento, con imágenes poéticas que parten de la creación de una experiencia sin precedentes, precisamente allí donde la distinción entre mundo y representación se disuelve. En su obra, la inquietud de configurar el mundo a través del fenómeno verbal, ejercicio de síntesis primordial entre el poeta, su lengua y el contexto moderno, es una réplica a la tragedia moderna, cuyo héroe es el artista de lo intrascendente. Baudelaire estructura un vínculo estrecho entre el hombre y su circunstancia con el mundo mediante lo simbólico, a través de la realización concreta de una representación abstracta. Se debe atribuir entonces a Baudelaire el que las estrategias modernistas sean metáforas absolutas que consolidan una forma de resistencia cifrada en la estética. La cualidad irónica del arte de Baudelaire consiste en simular una y otra vez los estragos de la era moderna en una parodia del aniquilamiento paulatino y definitivo de la sociedad. Es preciso que la simulación poética, la herrumbre de la maquinaria moderna, sustraiga algo a la banalidad y al cinismo, es preciso que en cada frase algo desaparezca, es preciso que la desaparición continúe viva en una paradoja siempre viva: ésta es la fórmula de Baudelaire.

 

* N. del E.: Todas las citas de Baudelaire siguen la edición de Claude Pichois, Œuvres complètes. Vols. I, II. Paris: Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1976. Las traducciones son del autor de este texto.