Tierra Adentro

Ilustraciones: Laura Ferro

 

A partir de una anécdota que nos ha llegado contada por el propio Baudelaire, María Emilia Chávez Lara imagina un día en la vida del futuro poeta que, de niño, tuvo un encuentro mágico que le ayudó a comprender la importancia del juego y los juguetes.

 

Si no es libre, la existencia se convierte en
vacía o neutra, y si es libre es un juego.
Georges Bataille

La vida tiene un único encanto verdadero;
el encanto del juego.
Charles Baudelaire

 

Charles despertó entre olores provenientes de la calle: orines y anís. Era una tibia mañana de mayo de 1827. Mariette se dispuso a acicalar al pequeño: limpiarle el rostro, peinarlo, ponerle el mejor traje, perfumarlo con lavanda. No quería que la señora Caroline la regañara, así que se apresuró a servir el desayuno.

Mariette no entendía muy bien por qué tenía que hacer una comida tan temprano. Ella estaba acostumbrada a comer sólo una vez al día, alrededor de la una de la tarde, pero en aquel hogar se había adoptado una costumbre de los obreros ingleses: romper el ayuno al despertar para tener energía durante la jornada laboral. La joven sirvienta no sospechaba que era partícipe de un cambio de costumbres alrededor del mundo, resultado de la Revolución Industrial. Tomó algunos huevos del gallinero y los pasó por agua, preparó café y dispuso en una bandeja los panecillos que, para su fortuna, el mismo panadero le había llevado más temprano.

Dos meses atrás Charles había quedado huérfano de padre. Él y Caroline, su madre, vestían riguroso luto.

Aquel día Caroline estrenó un vestido con un corte estilo trompeta, de encaje negro. Las joyas y el tocado que usaba eran del mismo color. Desde que murió su marido, solía visitar a la modista dos veces al mes. Las costureras a cargo tenían que darse prisa en confeccionar los ajuares oscuros para la mujer y su pequeño.

Durante cada visita, Caroline abría lentamente los cajones de telas negras: encajes producidos en Francia, sedas traídas de Oriente, mantas de algodón que eran mucho más baratas, pero ella podía darse algunos gustos y elegía algunas de las mejores fibras. Mientras tanto, Charles se escabullía al saloncito donde las costureras, afanosas, pasaban varias horas al día. El niño recogía sobrantes de tela, los metía en sus bolsillos. Al regresar a casa, él y Mariette jugaban con los retazos, formaban muñecos, se divertían. Pero ese día, en vez de ir con la modista, se dirigieron a la casa de una señora de apellido Panckoucke.

En el camino Caroline hizo una escala: no debía llegar con las manos vacías a casa de su amiga, así que detuvo su marcha para comprar un ramillete de flores. Mientras su madre elegía el regalo, Charles se quedó viendo a dos niños separados por la reja de una lujosa casona. Los muchachitos tendrían su misma edad, pero el niño rico —vestido de blanco, rodeado de juguetes— miraba con envidia el juguete del niño que estaba en la calle —vestido con jirones, sucio, malnutrido—. El chiquillo jugaba, risueño, con una rata viva.

Por fin llegaron, madre e hijo, a aquel palacete en la Rue des Poitevins. Charles contempló durante algunos segundos la hierba del patio. Él hubiera querido rodar en el pasto, ensuciarse, quitarse la ropa. Pero eso era imposible. Conocía bien las reglas: no ensuciarse, comportarse y seguir los modales que se le habían en señado. Las madres francesas rara vez llevaban a sus críos a visitas sociales. Esa vez era especial y Charles lo presentía.

Después de tomar el té, la señora Panckoucke, quien vestía terciopelo y pieles, se dirigió al niño: «He aquí un muchachito al que quiero darle algo, para que se acuerde de mí». Lo cogió de la mano y lo condujo hasta una habitación cerrada con llave. Abrió la puerta; a Charles le pareció estar dentro de un sueño. ¿Era aquella mujer una hada?

Lo que Charles vio al entrar en aquel saloncito fue apabullante: juguetes. Juguetes por todas partes. Apenas y se podía caminar. El techo no se distinguía porque de él colgaban móviles de caprichosas formas: dragones, gaviotas, peces… sí, peces flotando en el aire. Era el jardín del Edén para cualquier niño.

En los estantes que cuajaban las paredes, Charles recordaría, muchos años después, caballos de madera (tanto en miniatura como los que eran suficientemente grandes para montarlos), soldaditos de plomo, un tiovivo de hojalata, marionetas —muchas de ellas—, muñecos de tela y muñecas de porcelana, un carruaje a escala tirado por lo que parecían bueyes, la representación de una botica, con todo y boticario —aunque un tanto caricaturizado— y pequeños frasquitos que simulaban contener sustancias curativas; un elefante tallado en un trozo de madera y decorado cuidadosamente, con incrustaciones de piedras que parecían preciosas; una locomotora que, aunque no tenía tracción autónoma, era la delicia de cualquier niño o adulto.

Algo que llamó la atención de Charles fue un enorme baúl de caoba, tallado delicadamente con figuras de unicornios. Se aproximó para abrirlo, pero su madre lo reprendió.

Panckoucke animó al pequeño a escoger uno de aquellos juguetes.

—He aquí —dijo— el tesoro de los niños. Dispongo de un pequeño presupuesto dedicado a ellos, y cuando viene a verme un niñito amable, lo traigo aquí, para que se lleve un recuerdo mío. Elige.

Charles eligió algo inusual, un moderno juguete que, pese a lo simple de sus componentes, era de los más costosos y codiciados.

—Ésta de aquí —dijo Panckoucke mientras giraba entre sus manos un dibujo sostenido por cuerdas— es la «maravilla giratoria» o taumatropo.

Se trataba de un juguete inventado tres años antes por el médico inglés John Ayrton Paris. Consistía en un círculo de papel que por un lado tenía un pájaro dibujado y por el otro, una jaula;

en cada lado del disco había un trozo de cuerda. Al girar rápidamente el círculo, estirando la cuerda entre los dedos, se creaba la ilusión de que el pájaro estaba dentro de la jaula.

Años más tarde, en su adolescencia, Charles conocería el fenaquistiscopio, que quiere decir «espectador ilusorio». Esta máquina fue creada en 1829 por Joseph-Antoine Ferdinand Plateau. Se construía con varios dibujos de un mismo objeto en posiciones diferentes, alrededor de una placa circular. Cuando la placa se giraba frente a un espejo, se creaba la ilusión de una imagen en movimiento. Gracias a ese juguete, los primeros cineastas comprendieron —décadas después— que debían usar veinticuatro imágenes por segundo para que las tomas no se vieran cortadas.

Pero la señora Baudelaire replicó, no permitiría que su hijo tomara un juguete tan caro. Lo convenció de llevarse, en su lugar, un paquebote o barco cartero. Se trataba de una embarcación parecida a los bergantines, pero con una vela mucho más grande y redonda, como la de las fragatas. Los paquebotes se utilizaban para transportar correspondencia y aquel juguete fue una premonición: trece años después de la visita a la señora Panckoucke, Charles se inscribió en la Facultad de Derecho. En poco tiempo malgastó la herencia de su padre y, en lugar de ser un estudiante ejemplar como lo deseaba su padrastro, Jacques Aupick (un general comandante de la plaza fuerte de París) comenzó a frecuentar el barrio latino, a consumir drogas y a contratar prostitutas. Para alejarlo de todo aquello, el comandante Aupick lo obligó a embarcarse en un paquebote con destino a Balboa.
De regreso a casa, el pequeño Charles preguntó: «Madre, ¿qué había en el baúl de los unicornios?». «Aire», respondió tajante.

II

El recuerdo de Madame Panckoucke —o el «Hada de los juguetes», como la llamaría en su edad adulta— hizo que Charles Baudelaire se dedicara a estudiar y escribir sobre la importancia del juego y los juguetes. También los adultos, como los niños, exploran el mundo jugando. Y ese jugar nos convierte en gabinetes de curiosidades; hace que en cada uno residan todos los objetos raros y misteriosos que pueden encontrarse en el mundo.

Un día, a sus veintiún años, Baudelaire tuvo un encuentro con otra hada. Era color ópalo, aromática, tóxica y le ayudaba a escribir. Se trataba del Hada Verde del ajenjo. Solía reunirse con ella y con una prostituta de origen judío, Sarah, a la que nombraba «La Louchette» —la bizca. Sarah, además de torcer la mirada, era calva. Dejó de ver a Sarah gradualmente, pero jamás dejó de frecuentar a sus amigas hadas.

Cuando Charles cumplió treinta y tres recordó al Hada de los juguetes en un texto titulado «La moral del juguete», publicado el 17 de abril de 1953 en Le Monde Littéraire. En este ensayo, Baudelaire hace una taxonomía lúdica en la que propone la siguiente división: Juguetes bárbaros o primitivos —aquellos que son toscos porque el fabricante así los ha construido—; juguetes científicos —que desarrollan la mente de niños y adultos, pero que son de alto precio, como el fenaquistiscopio—; los juguetes de adoración —esos que sólo sirven de adorno, que ningún niño puede tocar—; finalmente, los «juguetes con alma», los que se juegan y juegan, que se llenan de mugre y arañazos, los que verdaderamente hacen felices a los niños y generan conexiones entrañables.

Pero el juguete no siempre es necesario. Lo que verdaderamente importa es el juego: «Todos los niños hablan a sus juguetes. Sus juguetes se convierten en actores en el gran drama de la vida, reducido por la cámara oscura de su pequeño cerebro. Los niños demuestran con sus juegos su gran capacidad de abstracción y su elevada potencia imaginativa. Juegan sin juguetes».

Cuando Baudelaire recuerda la habitación a la que lo llevó el Hada de los juguetes, afirma que en las jugueterías hay una reproducción de la vida, pero más hermosa:

 

¿No se encuentra allí toda la vida en miniatura y mucho más coloreada, limpia y reluciente que la vida real? Allí vemos jardines, teatros, hermosos vestidos, ojos puros como el diamante, mejillas encendidas por la pintura, encajes encantadores, coches, caballerizas, establos, borrachos, charlatanes, banqueros, comediantes, polichinelas que parecen fuegos artificiales, cocinas y ejércitos enteros, bien disciplinados, con caballería y artillería.

 

Todos los niños, ricos o pobres, necesitan un juguete «con alma», porque sólo a través de él se refleja el destino. El juguete está cargado de espiritualidad y creación: «Esta facilidad para contentar su imaginación testimonia la espiritualidad de la infancia en sus concepciones artísticas. El juguete es la primera iniciación del niño en el arte, o más bien su primera realización y, llegada la madurez, las realizaciones perfeccionadas no darán a su espíritu el mismo entusiasmo ni la misma creencia».

Con más juguetes el mundo podría volverse mejor. Quizá por eso Baudelaire nos invita en algunos de sus textos a llevar en los bolsillos pequeños juguetes —títeres miniatura, canicas, muñequitos— y regalárselos a los niños que encontremos en la calle. Probablemente al principio se rehusarán a aceptarlos, pero veremos sus ojos brillar y, después, tomar la sorpresa que les extendemos para huir con ella como gatos asustados.

Infancia es destino. Baudelaire jamás imaginó que ciento cincuenta años después de su muerte, en alguna calle de alguna ciudad de México, un niño que juega con una rata pudiera aprender a leer gracias a algún alma compasiva. El chiquillo lee el señalamiento que marca el nombre de la avenida, apenas puede pronunciarla. No sabe quién fue Baudelaire. Asegura que lo que dice el letrero es «baúl del aire», como aquel cofre vacío que en su infancia, el poeta maldito no pudo abrir.