Tierra Adentro

Ilustraciones: Susana del Rosario

 

¿Cómo se vivió la influencia del poeta francés en México? En esta crónica, narrada en una fantasmal y lúcida primera persona, suenan los ecos de José Juan Tablada, Amado Nervo, Julio Ruelas y Bernardo Couto, entre otros creadores tocados por el perfume de las flores del mal.

 

¿Te acuerdas de cuando éramos ingenuos? Íbamos con nuestra existencia debajo del brazo como si fuera un libro. Más exactamente, el libro de las Confesiones de Rousseau, con él nos defendíamos, pues nos aconsejaba dejar la existencia en nuestra obra. Si alguien quería conocernos, que fuera a través de nuestros poemas, si alguien quería tocar nuestra piel o sentir nuestra respiración, que fuera por nuestros versos. Al final nos marchitaríamos, pero quedaría nuestra obra, brillando, ante los ojos del mundo. Teníamos confianza en nuestra vida, vivir para crear, amar para extraer de esas bellas experiencias un soneto inolvidable. Pelear por la justicia, la fraternidad, y ser inmortalizados como en un cuadro para pasmo del futuro. Hasta que una carcajada cimbró todas esas alentadoras ilusiones de la vida. Un viento frío secó nuestras primaveras. No conocimos al maestro Altamirano, pero supimos que aconsejó dirigir nuestra mirada a Francia, y su alumno, Justo Sierra, nos sugirió leer a Victor Hugo, y nos dijo: «No hay nada de mérito después de él, no dejó descendencia entre los franceses». No se imaginaba entonces que vibraba una canción desconocida, una semilla distinta estaba por fecundar creaciones excéntricas. Nerval, el poeta, viajaba a Oriente, miraba el pasado abismal en sus novelas, y se imaginaba a sí mismo como un príncipe encerrado en una alta torre alejada del mundo. Gautier viajó a Egipto y presenció las viejas pirámides y el nuevo canal de Suez. Para ellos no fuimos lo suficientemente exóticos y nunca voltearon el rostro hacia nosotros. Más bien, nosotros saltábamos con la esperanza de alcanzar a ver algo de París, de su mundo, pero pocos pudieron ir antes de que Amado Nervo fuera en 1900. Inauguramos el siglo viajando a Francia, buscando embriagarnos aunque muriéramos por ello, como Julio Ruelas, a quien un mecenas, Jesús Luján, le pagó un viaje para conocer París. Allá murió, y allá quiso ser enterrado, pidió una tumba cercana a la calle, para poder escuchar por siempre los tacones de las mujeres. La patria de Charles Baudelaire. Conocerlo nos cambió, saber de su existencia dejó miles de poemas comenzados, pues supimos que no podríamos seguir por ese camino. Cuando sentimos su influjo, llevaba muchos años muerto. No importa, también en Francia pasó desapercibida su muerte. Su tumba quedó abandonada, y sólo su madre iba a visitarla cada año, hasta que se dio cuenta de que, año con año, aumentaban las flores sobre ella, y que había nuevos poetas que recitaban esos versos irritantes y enfermos. Ella fue la primera asombrada, ese hijo que no hacía más que pedirle dinero, que tenía una amante negra y que había decidido vivir en la pobreza, era el ídolo de los jóvenes, así que era mejor plegarse a ese culto y no rebelarse a los designios de la posteridad. Años antes, ¿hacia 1848?, Baudelaire había descubierto un libro con la obra de Edgar Allan Poe, la leyó con un entusiasmo extraño para su forma de ser, lóbrega y reticente, se encerró dos meses a traducir cada una de sus frases al francés, leyó sus poemas y sus cuentos convencido de que se trataba de su doble, aquel norteamericano creador de una belleza desconocida. Incluso aparecía una foto, y Baudelaire salió a un estudio fotográfico a retratarse de la manera más parecida a su nuevo ídolo. Poe era un caballero y quería ser un burgués, un editor, un empresario… Pero Baudelaire quiso ver en él una especie de rebelde ante la sociedad. Planeó entonces viajar a los Estados Unidos a intentar conocerlo, poder hablar con él pues se había convencido de que había encontrado a su doble, tal como en el cuento de «William Wilson». Pero entonces, fue que se enteró de que Poe había muerto en Baltimore, varios meses antes.

Quizá algunos hallaron en Baudelaire un doble, pero él había muerto también cuando eso ocurrió. Por lo menos en México fue conocido hasta los años ochenta del siglo XIX, quién sabe quién lo trajo hasta acá, quién fue el primero en leer Las flores del mal, pero curiosamente fue en Guadalajara en donde se leyó por primera vez, traducido por un dandy tapatío, Manuel Puga y Acal, que había ido en su juventud a estudiar a Francia e, incluso, presumía de haber conocido en París a Arthur Rimbaud. ¿Habrá sido el primero en conocer a Baudelaire? Quizá. Puga se hacía llamar «Brummel» —lo pronunciaba a la francesa, acentuando la «e»—, Brummel: el dandy inglés que inventó los pantalones (antes se vestía la gente con calzas hasta que llegó este aristócrata). Nuestro Brummel era el más enamorado de lo novedoso, el que traducía para nosotros a los alemanes, a los polacos, a los rusos, a los franceses… Leyó «La giganta», y la tradujo en 1888; quizá fue lo primero que se leyó de Baudelaire aquí:

En la era remota en que Natura,
joven aún, fecunda, prepotente,
vástagos de monstruosas dimensiones
creaba diariamente,
cerca de una giganta haber vivido
quisiera, como vive, descuidado,
un gato soñoliento y voluptuoso
a los pies de una reina recostado.

Quisiera de su cuerpo haber seguido
el desarrollo formidable y lento,
y de su enorme alma femenina
en el florecimiento,
haber mirado, al asomarse al fondo
de sus pupilas, las agitaciones
y las inesperadas inquietudes
del sordo despertar de sus pasiones.

Quisiera, de sus formas colosales,
haber montes y valles recorrido,
cual se recorren los de algún lejano
país desconocido,
y haber, cuando la hicieran los agostos
tenderse de los prados en la alfombra,
como una aldea al pie de una montaña,
dormido de sus pechos a la sombra.

(Luego Díaz Mirón haría su propia Giganta, pero una tropical con las «tetas vastas, como frutos del más pródigo papayo» y con barba con hoyuelo, «como un vientre con ombligo»). Cuando llegó el nombre de Baudelaire a nuestro país, lo hizo escondido entre una lista de «parnasianos», como llamaban a los practicantes de esa poesía exterior enamorada de los cisnes y los grandes momentos históricos. (A Poe lo conocimos mucho antes; el maestro Altamirano publicó una versión de «El cuervo» en las páginas de su revista El Renacimiento, realizada por Ignacio Mariscal, en 1869). Fue entonces que nos dimos cuenta de que todo estaba dicho, pero que no estaba dicho de todas las maneras posibles, y nos dimos a la tarea de encontrar formas nuevas, experimentar maneras nunca oídas en nuestro idioma. Eso nos susurraron al oído las voces muertas de Poe y de Baudelaire. Poe nos dijo que la literatura nace de la literatura y no del mundo real, así que teníamos que sumergirnos en las páginas de un libro para extraer belleza. Nos alejamos de la naturaleza a fuerza de leer a Poe. Pero cuando quisimos volver a ver el mundo, nos dimos cuenta de que eso tampoco era posible, pues Baudelaire vio que el mundo no es más que un depósito de analogías, y que ver el mundo es embriagarse y aterrarse de los mensajes que es capaz de emanar. Leíamos sus palabras con detenimiento: «Todo el universo visible no es más que un almacén de imágenes y de signos a los cuales la imaginación dará un lugar y un valor relativos; es una especie de pasto que la imaginación deberá digerir y transformar». Descifrar el mundo, atravesar el bosque de símbolos, digerir el mundo para poder llegar al mensaje primordial del universo, escuchar hablar a las cosas, ver el mundo como un reflejo e intentar dar con la imagen originaria, saber que lo tangible descansa sobre una base intangible. Por esa razón algunos bebimos las palabras de la teosofía, ese pensamiento que llegó de Oriente y que era como una ciencia de todas las religiones, hecha con el fin de reconstruir la revelación de Dios. Claro, para ver el mundo como Dios es necesario intentar acercarse a su pensamiento. Él no distingue el mundo de acuerdo a los sentidos, así que en su pensamiento todo se confunde. Baudelaire decía: «Le parfums, les couleurs et le sons se répondent» («Los perfumes, los colores y los sonidos se corresponden»).

Los que no queríamos tener contacto con el mundo y los que buscaban el apasionamiento de pronto nos sentimos hermanos porque tuvimos un lenguaje común: el símbolo era una manera profunda de ver el espíritu y nos ayudó a volver los ojos al mundo, aunque lo hiciéramos para descubrir el más allá. Quién sabe si en el fondo queríamos ver el mundo o evadirnos, nunca nos quedó claro. Tampoco supimos si debíamos sumergirnos en la maldad que emanaba de sus versos. Quién sabe si entre los poetas de aquí se llegó a mezclar el bien con el mal, o si sólo se produjo una generación desorientada, que buscaba la autodestrucción sin necesidad de prometerse al diablo. A las drogas y a los excesos, eso sí, pero no podría decir si hubo esa rebelión metafísica, si se le animó al diablo a que subiera al cielo y desde allá tirara a Dios. La poesía es una labor de juventud, digan lo que digan, o por lo menos: vivir la poesía. Encarnarla es un deber, pero se hace a cierta edad, ya que sólo hay una oportunidad. No es posible ser decadentista o víctima del destino toda la vida. Balbino Dávalos, que fue oscuro como todos nosotros, joven autodestructivo, se convirtió en el embajador Dávalos, el último en presentar sus credenciales al zar Nicolás II. Pero en secreto, guardaba su alma negra, las perversiones de los excesos, y traducía a Baudelaire y a Verlaine. Pero una vez que publicó sus versiones, dedicaba sus libros con gran elegancia y con las palabras de alguien que parecía no vivir ese mundo oscuro de las emociones. La lección de Baudelaire no iba destinada sólo a la literatura, sino a la vida. Era vivir lo que se pensaba, vivir el amor como una maldición y una tortura. Ahora que lo pienso, sólo Bernardo Couto del Castillo, que murió a los diecinueve años, renunció a todo y tuvo una amante, Amparo, con la que recorría la ciudad por las noches, en busca de bebida y de bailes. Casi inconsciente, Bernardo era llevado por Amparo hasta su cuarto en el Hotel del Moro, que era suyo. Bernardo —quienes lo conocieron lo cuentan— fue a la morgue con sus amigos, atraídos por la presencia de la muerte. Entonces, uno de sus amigos destapó el cuerpo de un soldado muerto. Y él lo miró con sus ojos «de charquito» —así le decían porque los tenía azules— como hipnotizado: «Me está mirando», repetía con absoluta fascinación. No conozco a nadie más que se abismara de ese modo ante ese abismo. Cuando murió Bernardo, Amado Nervo le escribió un poema que nunca olvidamos porque fue como el epitafio para nuestra generación, aunque no estábamos muertos, o quizá muertos en vida, suicidados metafísicos. Era un «Oremus», que decía: «Oremos por las nuevas generaciones / abrumadas de tedios y decepciones, / con ellas en la noche nos hundiremos». Ángel Zárraga, el pintor, iba a la morgue a pintar, pero iba acompañando a su padre, que era médico del hospital Juárez, y pudo ver disecciones de cadáveres. Pero a él lo emocionaba conocer la mecánica del cuerpo humano, y no esa profundidad moral de la putrefacción. Sí, decíamos algunos poemas en francés, pero nos emocionábamos de verter esas sílabas en el verso español, para terror de los académicos. Y escuchábamos a Tablada, quien nos leía sus traducciones de Baudelaire, y era un verso tan denso que nos embriagaba tanto como el amargo ajenjo, claramente se nos dibujaba esa belleza que hollaba los cadáveres, ese ideal de mujer que podía ser infernal. ¡No nos importaba si es que hacía menos horrible el mundo! Y oíamos a Tablada en la noche, leyendo a Baudelaire: «¿Surges de los abismos o del profundo cielo? / Oh Belleza, tu ojo infernal y divino / confusamente vierte el crimen y el consuelo / y tu virtud por eso es comparable al vino». Nada hay más baudeleriano entre esos poemas que aquel que dedicara a la Bella Otero, la bailarina por la que se mataron tantos, la que extraía almas y causaba demencia. Esa belleza que se toca con la muerte es la que exaltábamos en nuestras noches poéticas. Yo creo que Tablada nunca la vio, pero definió ese amor decadente, ese erotismo que absorbía las vidas de los hombres que la miraban. Leíamos la Revista Moderna de México en voz alta: «El fiero prócer que entró a tu alcoba, salió mendigo, / pero glorioso y ebrio del vino de tus histerias, / hoy rumia lirios… piensa en tu ombligo… / ¡Y un sol irradia sobre la noche de tus miserias!». ¿Verdad que es digno de Baudelaire? Él significaba para nosotros la antigüedad del mal, pero también la novedad de la ciudad. ¿Quién conoció París de nosotros? Nervo —allá conoció a Rubén Darío—, Francisco de Icaza, Dávalos… Pero aun los que no conocimos la Ciudad Luz la cantamos, e hicimos de la ciudad en general una obra de arte, deambulamos por ella y contemplamos los escaparates y las nuevas pastelerías (¡El Globo!) como si viéramos cuadros de Matisse y esculturas de Bernini. Todo eso lo hicimos para refugiarnos de la realidad, para no mirar lo que pasaba frente a nosotros, la miseria, la lejanía de París, un país que no comprendía el arte ni nuestro refinamiento. Desde hacía mucho que queríamos una revista libre, desde que la esposa de Porfirio Díaz se espantó con un poema de Tablada, «Misa negra», en que el acto carnal era comparado con una misa. La censura sobrevoló nuestras obras… Pasaron bastantes años, hasta que en 1898 un millonario norteño, Jesús Valenzuela, nos puso esa oficina llena de jarrones franceses, tapices, divanes, para finalmente hacer la Revista Moderna. Fuimos las almas que envenenó Baudelaire, nuestros poemas fueron flores del mal, dejamos de cultivar esas flores del bien que eran los poemas de Bécquer, y despertaban los olores de nuestras obras el terror de las jóvenes asustadizas. Gozábamos de leer a nuestras novias el poema «A una carroña» de Las flores del mal, en que aparece un cadáver en pleno camino, emanando olores inmundos, sobrevolado por negras moscas, para terminar diciéndoles: «Y seréis, sin embargo, semejante a ese lodo,/ a esta horripilante infección,/ ¡Oh estrella de mis ojos, oh sol de mi natura,/ vos, mi ángel y mi pasión!», para verlas desmayarse de terror entre nuestros brazos pervertidos. Amado Nervo las miraba con compasión y les decía: «No se espanten, son buenos muchachos». Pero no nos gustaba que se pusiera en duda nuestra leyenda negra para el futuro, aunque tuviera sus matices que nosotros alcanzábamos a comprender.

Los jóvenes poetas puros, si querían publicar tenían por ahí la Revista Azul de Manuel Caballero, que buscaba muchachos sanos. «El director del psiquiátrico de París descubrió que los alienados tienen los mismos síntomas que los decadentistas», escribía Caballero en las páginas de su revista. En realidad no nos importaba, nuestra aristocracia nos impedía contestarle. ¿Que adoramos a Manuel José Othón que era un poeta lleno de vida y de amor al paisaje? Sí, era imposible no admirarlo. Pero fíjate bien: al final de su vida engañó a su esposa y la culpa cayó como una guillotina sobre su espíritu. Escribió su poema «Idilio salvaje» contando esa pasión. Y su vida pura, de amor fiel, se llenó de culpa y de tormento, y algo como una carcajada baudeleriana se escuchó sobre sus últimos versos. Cuando cayó don Porfirio, nuestro mundo se esfumó, quisimos retenerlo, pero era imposible. Esa jaula dorada se cayó y se diluyó el fantasma del mal absoluto. Los infortunios —decía el poeta de Guanajuato, Rafael López— abrieron sus alas negras sobre nuestros jardines, la Duda mató a nuestros ídolos de ayer. El Mal tocó a nuestras puertas y nos alargó el hachís del torvo Baudelaire. Eso era cierto en 1899, pero no lo era en 1910. Los que llegaron después no lo entendieron. ¿López Velarde? Sí, tal vez… Pero no lo creo mucho. Es cierto que lo menciona, pero apenas es un viento helado que quiebra algunos pétalos, no un alma completa. Era nuestra elegancia, pero como nos lo dijo Nervo: este nuevo estremecimiento que trajo Baudelaire se hará viejo. Claro, la elegancia de ayer será la vulgaridad de mañana y nuestro refinamiento será después un misterio impenetrable.


Autores
es ensayista y editor. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores (2005-2006). Es autor de los libros XEW. 70 años en el aire (Clío, 2000). Escribió con Guadalupe Loaeza la biografía de Agustín Lara, Mi novia, la tristeza (Océano, 2008) y con Miguel Capistrán la antología de poemas sobre la Revolución Mexicana El edén subvertido (INBA-UANL-Jus, 2010). Asimismo, hizo la edición de las Canciones de Agustín Lara (Océano, 2008). Publicó la primera edición de los ensayos de la escritora Elfriede Jelinek, La palabra disfrazada de carne, en Ediciones Gato Negro, en donde es director editorial. Desde 2002 conduce en Radio Red el programa de investigación musical Amor perdido. El Fondo de Cultura Económica publicó su libro El ocaso del Porfiriato. Antología histórica de la poesía en México (1901-1910) (2011) y la UNAM sacó su Antología general de Rubén Bonifaz Nuño (2011), una compilación autorizada por el poeta veracruzano. Sus blogs son: "Cabeza de borrador" en la revista Gatopardo (2011) y "Quémese después de leer", en la revista Variopinto (2013). Recibió el Premio Pagés Llergo de Comunicación 2010. Es coordinador del Catálogo de Música Popular Mexicana de la Fonoteca Nacional desde 2011.