Nueva lección de cocina para Rosario Castellanos
Rosario:
Esta vez la cocina no resplandece de blancura, hiede a grasa y cagada de bebé al igual que la cocina de Plath. Las paredes están manchadas por moho y rastros de aceite. Desde el principio de los tiempos he estado aquí, pero ya no puedo seguir, Rosario; me rehúso a limpiar el recinto donde se cocina mi maternidad. He sacado del refri un pedazo de cebolla para añadirle sazón a la comida. Con el cuchillo más afilado voy rebanando en julianas esta mitad de cabeza que me desata el llanto. Se parece a la mitad de cabeza que tengo para criar y ordenar mi vida. La parto como si partiera mi cabeza para olvidarme de mis responsabilidades. Voy cortando la cebolla y me arden los ojos, me arde la piel, me arde ver a mi hijo sufrir también por la madrecebolla, bulbo tóxico que apesta el hogar. Remuevo bien el caldo, después de dejar caer uno a uno todos los ingredientes: las verduras primero; los alimentos más duros: papa y zanahoria. Después recuerdo que me falta darle un toque de sabor y recurro a la pimienta, pero el frasco está vacío. Le pido prestada a la vecina un poco de pimienta con limón, me entrega el polvo y acudo a la olla para agregarle solo una pizca. Mi hijastro acaba de hacer su aparición y dice que el aroma de la comida le parece repugnante y que es mejor la comida de su mamá. Pruebo el caldo, descubro la pimienta negra, me desagrada el sabor. No se me da acomodar condimentos ajenos en mi cocina. No se me da usarlos en la comida del día, pero me aguanto y asimilo el sabor en mis papilas gustativas. Reviso el recetario heredado por mi madre y descubro que el ingrediente final es la proteína: las bolitas de carne molida. Descongelo la carne, descongelo la herencia de mi madre, de mi abuela y toda mi familia: las protuberancias que son como albóndigas formadas por la mano que tiene la sazón ancestral de crear bolas y coágulos en el vientre. Amaso la carne y amaso también en mi útero cinco quistes; los aprenso para evitar que revienten en el agua hirviendo. A mí no se me deshacen tan fácil las bolas de carne. Por último, agrego un diente de ajo para que despida su aroma y sus propiedades como toque final. Recuerdo que es necesaria su extracción porque es desagradable degustarlo, pero se pierde, se confunde con los pedazos de papa. Y pienso en mis hijos y en los hijos de otras madres, y en lo vulnerables que son, en que pueden desaparecer, perderse entre el caldo de desapariciones que hay en México. Y pienso en aquellas madres que toman una pala como si tomaran un tenedor para escarbar la tierra, así como yo escarbo adentro de la olla en búsqueda del pedacito de ajo y me desespero por no saber si ya se deshizo. Rosario, desde el principio de los tiempos he estado aquí. Desde el principio de los tiempos, pero es suficiente por ahora, la cocina hiede a grasa, al igual que la cocina de Plath. Rosario, ¿apagamos la estufa?