Tierra Adentro
Portada de "Un puñado de flechas", María Gainza. Editorial Anagrama, 2024.
Portada de “Un puñado de flechas”, María Gainza. Editorial Anagrama, 2024.

Podría decirse que alguna vez fui una coleccionista de subrayados.

Muchos de ellos han terminado en este texto. 

María Gainza

Un televisor de cincuenta pulgadas pegado a la pared y, alrededor, ocho cuadros al óleo custodian y confunden el lienzo de plasma enmarcado por la autoría de LG. Ordenado cuadrangularmente con los otros lienzos inmóviles se asemeja a un mosaico o una cara del cubo de Rubik. Antes, en esa pared solo había una tele donde cada domingo, desde las doce del día hasta las diez de la noche, se reproducían incesantemente partidos de la NFL. He cronometrado unas seis horas de juego y casi cuatro de monótonos comerciales, en su mayoría promocionales de casinos en línea. Estamos en Villa Coapa, al sur de la Ciudad de México, la casa es una residencia suburbial de dos pisos con un pequeño pero espléndido jardín, hay un naranjo, una higuera y el cadáver albino de un durazno torcido; hay también una cochera limitada por una reja color azul langosta con adornos de caballitos de mar y caracoles marinos. 

Desde que mi madre se jubiló y pudo liberar su oculta vocación de pintora, la pared a la que se dirigen todos los sillones ha sido tapizada por nuevos lienzos hechos en casa. A veces me distraigo viendo un partido de los Vikingos de Minnesota y mis ojos saltan de la televisión al rectángulo colindante en el que mi madre replicó un estanque desolado de Monet. Me pierdo entonces en un juego, en apariencia inocuo, sin arbitro ni contrincante, donde mis ojos persiguen un balón invisible que salta entre melancólicos nenúfares buscando una meta inmediata que escapa a la profundidad del verdor nostálgico. 

La voz del comentarista de ESPN agudiza el tono hasta convertirse en una voz quebradiza con acento porteño, una modesta crítica de arte argentina que un día tuvo la idea de dejar despintadas las paredes del cuarto de su hija e invertir el dinero de la pintura en la autoedición de su primer libro, El nervio óptico (2014). “Pronto descubriría que, para una personalidad que históricamente se bloquea ante la presión, convertir la escritura en trabajo era mala idea”. El libro de inmediato llamó la atención de la agente María Lynch, fue reeditado por Anagrama y se convirtió en un fenómeno literario, ha sido traducido a más de veinte lenguas y alteró bellamente las reglas del juego en la narrativa hispanoamericana que iba encaminada, en la segunda década del siglo XXI, a un trasnochado sentimentalismo de soporíferos narradores innecesariamente violentos.  

María Gainza reformuló la narrativa hispanoamericana con un libro inclasificable. El nervio óptico propuso “ese tipo de prosa compacta”, que anhelaba Vila-Matas en su discurso sobre el futuro de la literatura, “en donde los textos consistieran en fragmentos unidos por una estructura de unidad perfecta; una prosa a cuerpo descubierto, la prosa del nuevo siglo […]. Una novela en la que sin problemas se mezclarían lo autobiográfico con el ensayo, con el libro de viajes, con el diario, con la ficción pura […] una literatura mixta, donde los límites se confundirían y la realidad podría bailar en la frontera con la ficción, y el ritmo borraría esa frontera”. 

“El error es el estilo, lo demás es cita”, robo esa frase de Alberto Goldstein mientras contempló mi pared de bellos cuadros replicados por el pincel de mi madre en el que se esconde un ruidoso televisor. Un televisor donde también se confunde, pienso intentando salvar mi propia mediocridad dominguera, la frontera entre este deporte ligeramente estúpido que es el futbol americano con las violentas pinceladas que replicó mi madre en otro cuadro que está encima, donde aparece una mujer de muslos mórbidos imaginada por Jenny Saville. 

Pasar de la NFL a María Gainza puede parecer un cambio de tema absurdo, pero yo encuentro un flujo natural en este hilo de pensamiento que va de la abstracción visual a la atención lúdica en una imagen donde distingo grafías en los nombres de dos equipos y sus jugadores, los números del marcador que me tienen pendiendo de un hilo, figuritas de veintidós hombres con armadura que entrechocan sus cuerpos en busca de un ovoide, un cuerpo elíptico llamado balón, el cual debe trasladarse cien yardas en espiral sin tocar el césped. 

En medio de esta pugna preexiste un tabique de reglas más grueso que la constitución de un país, el cual estipula una gramática sobre el correcto orden y desplazamiento de estas figuras encasquetadas que se pulverizan en polos opuestos, pero siguen al pie de la letra un manual de estilo. Para hacer valer las leyes, dos hombrecitos vestidos de cebra anuncian castigos y gratificaciones con un pañuelo amarillo que vuela por los aires cada vez que una figura invade el terreno invisible del contrincante. Es un espectáculo de colores que se metamorfosea en un delirio de luces, las cuales se interrumpen con otro comercial de “Apuéstale papá”, en voz de Palazuelos. Es el momento en el que yo bajo la vista a ese otro rectángulo lleno de simbolitos que tengo entre mis manos, el nuevo libro de María Gainza, Un puñado de flechas (2024), y me paseo, nuevamente, por un sinfín de cuadros petrificados, donde la escritora me descubre un incesante ir y venir de pinceladas, posibles reglas, ilusiones rotas, necias ambiciones y parábolas que entreteje con las peripecias sedentarias de su vida en esa ciudad, que parece tan chiquita dentro del libro, donde ella vive y es feliz e infeliz, sin ningún plan de fuga. 

De Gainza admiro su poderosa erudición, que se revela siempre con el infantilismo de los grandes sabios, y su sentido del humor sutil, que rehúye a la cursilería ramplona y a la autocompasión en busca de redefinir nuevos horizontes. “Sé de memoria que convertir lo fugaz en eterno es la historia del espíritu humano a través de las formas”, apunta Gainza, “pero para ser sincera no tengo la más remota idea de cómo se logra”. Su simpática modestia siempre deja al lector con una sonrisa torcida antes de terminar un párrafo, porque mientras te demuestra cierta imposibilidad de alcance te transmite, sin que te des cuenta, la endemoniada complejidad que encubre la aparente sencillez: “Virginia Woolf comparaba este momento con el nadar de un pato que se desliza serenamente sobre la superficie mientras por debajo está pataleando como un condenado”. La misma analogía que Gainza toma prestada de Woolf para comprender la maestría de Cézanne, ella la emplea al narrar magistralmente un instante que súbitamente se eterniza.  

El universo de Gainza está poblado de encrucijadas miniatura, dilemas bonsái que en su microscópico núcleo encubren, paradójicamente, una apuesta a vida o muerte. El puñado de flechas, teoría que le explica el director Francis Ford Coppola sobre el genio como un recurso no renovable, el cual se puede agotar en una obra o se puede dosificar a lo largo de una vida, estructura las iluminaciones de este libro, que si bien no tiene la cohesión de El nervio óptico, sí lo supera en ciertos pasajes, donde Gainza parece descubrir constantemente que, pese haber dedicado su vida entera a las artes visuales, su existencia está condenada a la escritura, y no precisamente por su carácter visual, aunque ella se resista a aceptarlo. Al seguir las indicaciones de su excéntrica maestra de acuarela, que le sugiere observar todos los días durante un mes un mismo cuadro de Cézanne, confiesa que después de tanto tiempo de estudiarlo no ha conseguido pintar “ni siquiera una coma”; mientras que en su caligrafía reconoce “en esas curvitas rápidas, breves y sesgadas sobre el papel un claro efecto de las pinceladas de Cézanne”. 

“Si la novela es una forma de arte imaginativo” indica Willa Cather en El arte de la ficción, “no puede ser al mismo tiempo una forma espléndida y vigorosa de periodismo. Por el contrario, la novela debe ser capaz de seleccionar del vasto y abundante flujo del presente el material eterno del arte”. Así colecciona Gainza preciosos instantes de su biografía inventada que entrelaza por medio de brillantes reflexiones estéticas con algunos lienzos que yo, aunque los conociera, nunca los había entendido de esa forma. Lo mejor es que Gainza no alude a obras perdidas o secuestradas en la caja fuerte de un millonario, la mayoría de los cuadros que reinventa los puede admirar cualquier bonaerense en el maravilloso Museo Nacional de Bellas Artes. 

Por culpa de Gainza y su capacidad de distorsionar en capas el significado oculto de un lienzo, pasé tres de los diez días que estuve en Buenos Aires encerrado en ese bellísimo museo en el que, a diferencia de tantos que conozco, toda obra produce un delicado escalofrío. Así como por culpa de Gainza ahora veo mi deporte favorito como un hipnótico juego de formas que evocan una narrativa muy diferente a la del marcador. Es curioso, pese a haber dedicado tantos años al estudio de obras pictóricas, ella confiesa que por muchos años nunca tuvo ningún cuadro colgado en su casa. Es por eso que le llaman tanto la atención los coleccionistas: “Hubbard decía que la obsesión del coleccionista era un sucedáneo de alguna otra más soterrada: el instinto de cazar, tal vez, o de hacer acopio para el invierno, una pulsión que se remonta al Mesolítico”. El coleccionista enhebra teorías rebuscadas para justificar su fetichismo y Gainza, siempre con una tierna ironía, le replica una cita lapidaria: “De mí perdurará aquello que no pude poseer”. 

En el, ¿capítulo?, ¿cuento?, ¿pasaje?, titulado “El desconcierto”, a la manera del mejor Truman Capote en “Ataúdes tallados a mano”, Gainza describe una curiosa complicidad entre un detective privado que investiga el robo de trece obras de arte (un Vermeer, dos Rembrandts y un Degas, entre otras) en el museo Isabella Stewart Gardner y una lectora de Thoreau obsesionada con Walden, el terreno donde el asceta estadounidense se fue a vivir en completa soledad por dos años para apartarse del mundo. Si bien, la pluma perspicaz de Gainza nos revela: “Thoreau me había transmitido su aventura como la vida de un ermitaño. Pero la realidad es que, incluso en el siglo XIX, en media hora de caminata, una podía llegar de Walden a Concord. No se había ido a donde el diablo perdió el poncho, como yo siempre había creído. Esa fue mi primera decepción”. El desenlace del caso, la identidad de los ladrones de cuadros, es lo menos importante de la narración, lo llamativo es la relación que establecen la protagonista y el viejo detective, el Señor Harold, quien recuerda de repente al detective de la Biblioteca Pública de Nueva York en Seinfield que investiga el robo de libros como si fueran homicidios. El alter ego de Gainza en este relato no deja claro si le interesa resolver el enigma de los cuadros desaparecidos, o si quiere seguir jugando a la investigadora para elaborar metáforas sobre el significado de estos cuadros relacionando a los ladrones con Henry David Thoureau. 

El problema es que a Gainza yo le creo todo lo que escribe: que conoció a Coppola, que ama los caballos, que tiene una hija con el cuarto despintado, que fue detective, que su esposo padeció una terrible enfermedad, que tiene fobia a los aviones, pero que viajó a Tzintzuntzan, Michoacán, para averiguar el paradero de un cuadro perdido de Tiziano. “El pasado”, indica Gainza sin aliviar mis sospechas, “es nuestro peluche, y cuando más lejano está, más perversamente tentador es jugar con él”. Pero, a veces, si su libro está lo suficientemente lejos como para magnetizarme, de repente desconfío y me pregunto si, quizá no todo, pero ¿alguna de estas hermosas anécdotas que viven en mi cabeza sin pagar renta tendrá una pizca de verdad? A quién le importa. La misma Gainza me contestaría: “¿No es el fin común de toda biografía, hacer que los hechos que en nuestra vida parecen moverse sin coherencia hacia adelante adopten un movimiento circular?”. 

La de Gainza es una prosa pincelada en frases breves de claroscuros. Cuanto más lóbrego se torna un tema, más cerca estamos de que saboteé la escena con un chispazo cómico. Como cuando entra a la sombría casa del detective Harold: 

Subí a mi ritmo por unos peldaños de madera, escoltada por unas paredes leprosas. Llegué a la puerta que había quedado abierta. Me asomé. Una escritora de mayor talla, una Edith Wharton, podría describir el ambiente y dar el nombre de cada mueble, pero eso es algo que a mí no me sale bien. 

Sus obsesiones recurrentes siempre la desenmascaran peculiarmente honesta e inventiva; la vida de los pintores más trastornados se nutre en una atmósfera épica que Gainza sabe detallar elípticamente en tres o cuatro frases. Es una escritora madura que conserva la gracia de la juventud, aunque también se nota que desde niña ha hablado el idioma de las tiendas de antigüedades, pero siempre conserva el entusiasmo del que no puede contenerse por compartir una historia que nunca más habrá de repetirse. Si la escritura es una máquina del tiempo, la prosa de Gainza viaja por todas las edades guiada por una paleta de colores nostálgicos, pero el tono trágico contrasta con la ironía sutil que borra la frontera entre la realidad y la ficción; la ligereza o grosor de sus pinceladas nos invitan a habitar cada página como si fuera un lienzo hipnótico. 

Los delicados pasos de María Gainza por el Museo de Bellas Artes seducen al lector, que a su vez se pasea cautivo por su museo de letras —y este cautivador efecto tiene secuelas a la larga, no por nada, después de leer a Gainza, enciendo mi televisión como otro cuadro, y cada cuadro lo veo por horas como un interesantísimo televisor—; hay ciertas palabras en sus textos que parece que nunca antes estuvieron juntas, como si la autora hubiera inventado un nuevo idioma para acoplarlas. Solo una frase mala le he encontrado en sus cuatro libros publicados hasta la fecha (página 124 de la vigésima edición de El nervio óptico: “Cada vez que me acuerdo se me pone la piel de gallina”, puaj), el resto es pura genialidad, “siempre se llega tarde a la niñez”, “¿es lícito traducir a palabras una obra que nació muda?”, “sin algo de vulgaridad el ser humano no está completo”, una chica le provoca “infinitos sobornos de ternura”, “el llanto, que, como el agua que se junta en la rejilla del patio, arrastra consigo hojas viejas, cosas olvidadas”; cada coma en su escritura es, como la pincelada rota de Cézanne, una minúscula guadaña que rasga la atmósfera de nuestro dulce deambular por el museo de Gainza, cada punto pesa como un pesado disco que uno quisiera llevarse al hombro, como esos atletas gigantes de las Olimpiadas, y lanzarlo lo más lejos posible para que la frase no termine nunca. 

Creo que en la actualidad solo Benjamín Labatut (que ya no escribe o quizá nunca escribió en español) y Valeria Luiselli (que también relegó la lengua de Cervantes) están creando libros-artefactos, híbridos y lúdicos, tan poderosos como los de María Gainza; espero y casi rezo por que no abandone ella también nuestra lengua destartalada en busca de nuevas famas e ilustres prestigios que, sin duda, se merece.

Bibliografía 

Cather, Willa, El arte de la ficción, Buenos Aires, Monte Hermoso Ediciones, 2018. 

________, El nervio óptico, Barcelona, Anagrama, 2023. 

________, Un puñado de flechas, Barcelona, Anagrama, 2024. 

________, La luz negra. Barcelona, Anagrama, 2018. 

________, Una vida crítica, Madrid, Clave intelectual, 2020. 


Autores
(Ciudad de México, 1991) Narrador, poeta, editor, traductor y ensayista. Estudió la carrera de Letras Hispánicas en la UNAM, la maestría en la Universidad Complutense de Madrid y el doctorado en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha publicado los libros Los designios del imaginero (2012) y Agenbite of inwit (2018). Ganador del Premio Nacional de Novela “José Revueltas” por Nuestro mismo idioma (FETA, 2015) y el Premio Nacional de Cuento “Julio Torri” 2019 por Sonámbulos. En 2023 publicó su tercera novela Mundo anclado (NitroPress, prólogo de Enrique Vila-Matas). Ha colaborado en diversas antologías como Covid: Narrativa mexicana joven, desde y contra la pandemia (FCE, 2021) y La lectura al centro: 55 autobiografías lectoras (UNAM, 2022), así como en la revista Quimera, Barcarola, El Universal, Excélsior,Tierra Adentro y Luvina. Como editor ha elaborado las antologías narrativas Lo fantástico no existe (Ediciones Periféricas, 2020), De narcos a luchadores (Contrabando, 2019) y El misterio de los seres espaciales (Deliria, 2023). Es profesor de literatura en la UNAM y en Literaria: Centro Mexicano de escritores.