Noticias falsas
Papá tocó dos veces a la puerta del 203, escalonando sus nudillos en la madera de un modo suave y estratégico. Llevaba puesta su vieja y deslavada camiseta de la Selección. Le apretaba un poco del cuello, pero él no dejaba de sonreír. Al ver que la puerta seguía cerrada, cambió la sonrisa por un chasquido y tocó otra vez, ahora más lento, repasando alguna posible omisión en su llamado. Decepcionado, volteó a ver a mamá como si necesitara su autorización para continuar. Ella se cruzó de brazos y le señaló el timbre con la vista, pero papá no se animó a apretarlo. Entonces mamá resopló con hartazgo y justo cuando papá se disponía a tocar de nueva cuenta, le dio un empujón y tomó su lugar frente al departamento de los Servín. En ese momento sonó mi celular. Era un mensaje de Daniel (dos emojis de corazón al lado de la palabra Holi). Abrí su chat, lo dejé en visto y metí el celular de vuelta en el bolsillo de mis bermudas. En su lugar saqué mi libretita de notas, sin quitarles la vista a mis padres.
—A lo mejor no están, Vero. Mejor vámonos, ya va a empezar el partido.
—Cómo nos vamos a ir, Arturo, si quedamos con doña Clara en que fuera hoy. Mientras más rápido se larguen esos…esas personas, mejor para todos.
—Pues sí pero no están, y ya van a dar las diez —papá metió las manos en su pantalón e hizo un puchero.
—Pis sí piri ni istín –lo imitó mamá con voz chillona.
Ignorando el absurdo patrón rítmico de mi padre, mamá aplastó el botón del timbre varias veces sin temor a despertar a todo el condominio. La respuesta fue la misma: nada. Festejé que nadie nos abriera y cerré la libreta con fingida resignación, como si fuera hora de irse. La había llevado para registrar la minuta de la reunión. Fue idea de mis padres y su necesidad de sentirse parte de algo, aunque ese algo fuera correr a unos vecinos.
—Ya déjale, Vero. Volvemos más tarde –insistió papá, desesperado.
—¡Que no! Esa mujer y su hijo se van hoy, aunque tenga que estar aquí todo el día.
Mamá ya se había despegado del timbre y ahora se asomaba a la ventana, apoyándose en el barandal como si quisiera escalarlo para continuar golpeando el vidrio. Adentro, las cortinas estaban corridas y las luces apagadas. Papá vio su reloj con una mueca de fastidio. Al cabo de un rato escuchamos que alguien al otro lado de la puerta hablaba entre susurros. Sin preguntar quién era, una llave giró dentro de la chapa y la puerta se abrió con sigilo. El olor a orines de gato nos dio la bienvenida.
—Perdón, Verito, se nos pegaron las sábanas. Ay, dios santo, disculpen el desorden. Ahorita escombra Memo. Apúrale, gordo, que ya llegaron los Muñoz —gritó doña Clara a la sombra que pasó detrás de ella.
Primero entró mamá, que fue a sentarse a la mesa del brazo guango de doña Clara. Llevaba el cabello amarrado en un chongo seboso. Papá y yo las seguimos. Don Memo nos saludó desde la cocina mientras se lavaba la cara en el fregadero, encima de varios platos sucios. Llevaba una camiseta idéntica a la de mi padre: vieja, pirata y desteñida. Aún no se había cambiado el pantalón de la pijama. Cuando acabó se acercó a nosotros con un six de cervezas en una mano y una bolsa de chicharrones en la otra. Espantó a dos gatos que se habían encaramado en el sillón, buscó el control de la tele e invitó a papá a sentarse junto a él. La pantalla se llenó del verde de la cancha y dos hombres con audífonos hablaban a la cámara.
—Llegaron a tiempo, compadre. Apenas están dando las alineaciones –dijo mientras abría una cerveza.
Esa mañana jugaba México, y papá y don Memo aprovecharon la junta de vecinos para ver el partido juntos. Yo me quedé parado a un lado de la tele, revisando mi celular mientras esperaba a que Liz despertara y saliera de su cuarto. Daniel me había vuelto a escribir, pero ignoré su notificación y abrí el chat de Kendry. Quería avisarle de lo que iba a ocurrir en esa junta, pero mis mensajes no le llegaban desde la noche anterior. Tuve ganas de ir a verlo a su casa, pero mamá me había prohibido hablar con él. La última palomita de su chat seguía gris, como si tuviera apagado el celular… o ya me hubiera bloqueado. ¿Y si alguien le había contado a su mamá y ella le ordenó que me bloqueara? No era posible, mamá y doña Clara se habían cuidado de elegir a los vecinos que también odiaban a “los venecos”, como los llamaban las dos.
Tenían un chat exclusivo para hablar mal de Kendry y su madre, al que alguna vez entré cuando mamá me pidió que le ayudara con su contraseña de Facebook. El grupo se llamaba “Fuera los Venecos, No al Comunismo”; al lado del título había algunas banderas de Centroamérica y otras del sur del continente. El propósito del chat era compartir mensajes de odio contra ellos —todos de doña Clara—, además de noticias falsas —compartidas por mamá— sobre las supuestas consecuencias de que el país no cerrara sus fronteras y permitiera dejar entrar a más inmigrantes hacia Estados Unidos. Los demás vecinos se limitaban a reaccionar con pulgares o emojis de enojo.
Según mamá, todos estaban dispuestos a respaldar a doña Clara. Según doña Clara, todos iban a venir a la junta porque estaban hartos de la señora Belkis, de Kendry y de su perrita Flora, una pitbull de ocho meses que supuestamente había mordido a Lalo, el hermanito de Liz, en el parque del fraccionamiento. Yo sabía que a Lalo no le había pasado nada grave, pero doña Clara juraba que su hijo necesitó que le cosieran el brazo y se lo enyesaran porque la mordida había llegado hasta el hueso, rompiendo nervios y tendones y obligando al niño a faltar a la escuela el mes entero. Todo eso lo escribió en un largo mensaje con faltas de ortografía en aquel chat de vecinos.
Pero yo sé que no fue así porque ese día estábamos Liz, Kendry y yo en el parque del fraccionamiento. Lalo no dejaba de torear a la pobre perra, persiguiéndola y pateándola a pesar de que Liz le había dicho que no lo hiciera. La señora Belkis la dejaba andar sin correa porque Flora no era agresiva y Kendry la vigilaba todo el tiempo. Hasta que supongo que Flora se hartó y le ladró al mocoso; solo le ladró para defenderse. Lalo comenzó a llorar, berreando con un rencor que no era suyo. ¿Por qué, entonces, no me contestaba Kendry? Quise llamarle, pero tal vez seguía dormido. Un gato me miraba desde el asiento libre de la sala.
Fui a sentarme a la mesa del comedor y saqué mi libreta de notas que él me había regalado en nuestro primer mes de novios. “Jevito mío, tan guapo, ¡feliz mesesario juntos! Kendry Rondón. 12.03.2022”. Él mismo había encerrado el mensaje en un corazón, debajo de la fecha en que nos conocimos. Sentí que alguien me veía. Pensé que era el gato del sillón, pero no, era Doña Clara, que me aseguró que pronto saldría su hija, sin despegar la vista de mi libreta. Estaba con mamá en la cocina, hablando de cualquier cosa mientras ella lavaba los trastes. Recordé a su esposo enjuagándose la cara en los mismos platos que ahora ella refregaba sin muchas ganas, y se me revolvió el estómago. Le respondí con una sonrisa hipócrita y aguanté la respiración. El olor era insoportable. Otro de los gatos se subió a la mesa y yo aproveché el movimiento para guardar la libreta.
Liz salió de su cuarto en ese momento, arreglándose el pelo en una coleta mal hecha. Traía la misma blusa que un día antes y el pantalón de la pijama, como su padre. La saludé y me acerqué a ella. Me miró con la mirada de los desmañanados. Detrás venía Lalo, sosteniendo un iPad con una mano, la que no estaba enyesada. El niño se sentó en la sala entre su papá y el mío, y siguió jugando con el aparato.
—¿A poco todo esto es para correr a tu suegra? —me preguntó Liz a manera de saludo.
—Ay, sí, qué horror. Mis papás se despertaron desde temprano. Anoche escuché que no querían perderse la cara de la señora Belkis cuando viera a la policía.
—¿Neta?, qué pedo. Pero ¿ya le avisaste a Ken, verdad? ¿Heriberto? ¿No le has dicho?
—¿Qué le voy a decir, Liz? ¿Que mis papás y los tuyos quieren correrlos porque son venezolanos? Si le digo, me corta.
—Y si no, también. No mames, escríbele de una, para que al menos se prepare y no los agarren desprevenidos.
—Otra vez me está escribiendo Daniel.
—¡Asco! Ghostéalo y ya. ¿Para qué le diste tu número?
—Yo no se lo di, él lo consiguió quién sabe de dónde.
—Ay, pues equis. Bloquéalo y listo.
Abrí el chat de Daniel y estaba a punto de bloquearlo cuando alguien tocó a la puerta. Lalo se levantó a abrir, por órdenes de doña Clara. Era don Paco, el del 106. Venía acompañado de doña Miriam, su mujer. Detrás de ellos venía la chica del 109 con su novio, y otras tres vecinas de distintos edificios. Don Paco, vestido también de verde, dio los buenos días en general y fue a sentarse al lado de papá, que le dio una cerveza sin despegar los ojos de la tele. Liz y yo nos acomodamos en unas sillas, al lado de la caja de arena de los gatos. Las demás mujeres tomaron asiento alrededor de la mesa. En ese momento Doña Clara y mamá salieron de la cocina, sonrientes.
—Buenos días, vecinos. Sean bienvenidos a esta breve reunión —comenzó doña Clara—. Memo… ¡Memo!
—Eu.
—Bájenle tantito, ya vamos a empezar.
El papá de Liz tomó el control y bajó dos rayas al volumen. Aproveché la interrupción para sacar mi libreta y comenzar a tomar nota.
—Bueno, como les decía, esta reunión, que será breve porque todos tenemos cosas que hacer, fue organizada por Vero y por una servidora porque, al igual que ustedes, estamos hartos de los miserables venec…
—Los Rondón, manita, los Rondón —terció mamá.
—Bueno, los Rondón. Estamos hartos de ellos, y si les permitimos que sigan haciendo lo que quieren en nuestro país, vamos a seguir en las mismas. El gobierno no hace nada para correrlos.
—Así es, vecinos –continuó mamá—. Yo apenas leí en el Face que el gobierno de allá nos está mandando espías a México para hacernos comunistas. Otra nota decía que los que logran entrar se amigan con el narco, y quién sabe cuántas cosas no hagan más. ¡Imagínense! Se las compartí en el grupo, vecinos. Tú las leíste, ¿verdad, Miri?
Doña Miriam asintió mientras buscaba su celular para confirmar su lealtad. La chica del 109 permanecía callada. Se llevaba con la señora Belkis. Todas las mañanas le daba raid a la universidad y a veces ella pasaba por Kendry a la secundaria. ¿Por qué habría venido? Su novio seguía discretamente el partido, sin prestar mucha atención a lo que se discutía en la mesa.
—Está eso, vecinos, que es muy peligroso si lo permitimos. Pero también, como ustedes saben, está lo de la perra de los Roldán…
—Los Rondón, manita, los Rondón.
—Da lo mismo, Vero. Cuando una está enojada se nubla. Para variar, su cochina perra mordió a mi niño y ahora mírenlo, tiene todo el bracito enyesado —los vecinos siguieron la uña sucia de doña Clara, en dirección a Lalo, que seguía embobado con la tableta.
Liz se burló de mí porque anoté la acción a detalle. “No tienes que poner eso, Beto, no seas menso”, me dijo. En la sala reclamaban algo del partido y don Memo se levantó para subir de nuevo el volumen de la televisión. La chica del 109 volteó a ver a doña Clara.
—Oiga, pero la perrita de la señora Belkis es una cachorra, ¿cómo le pudo lastimar el brazo a su hijo? Yo la he sacado a pasear y créame que no mordería así a alguien, a menos que la molesten.
—Pues será tu opinión, hija, pero la perra es muy brava y Lalito muy tranquilo. ¿A poco no has oído los ladridos que pega cuando la dejan sola? Si tú vives al lado, ¿de veras no la escuchas?
Doña Clara retó a la chica, pero ella no dijo nada.
—Sí, mija, pobre perra, de seguro hasta le pegan —intervino mamá—. Yo vi en el Face un video de unos escuincles que mataron a un perro de la calle a cinturonazos. Quién sabe de dónde eran, pero hablaban igualito que los Rondón.
—Muy cierto, Vero. Y de seguro sí eran de allá, ya ves lo raros que son, con eso de que todo es de todos en esos países. Por eso Cuba está como está. Imagínense, vecinos, uno tratando de hacerse de sus cosas y que vengan otros a querer robárnoslas.
—Sí, manita. ¿O tú qué piensas, Miri? ¿Te gustaría que le robaran la moto a tu marido? Allá son muy dados a andar en moto, y roban así, a punta de pistola y en pleno día. Eso yo he visto en el Face.
Doña Miriam asentía a cada comentario de mamá y de doña Clara, al igual que las otras vecinas.
—Y luego el niño ese —dijo doña Clara—. Kenedy, o como se llame. Se nota que es… ¿Cómo se dice, Vero?
—¿Sonso?
—No, no. Con todo respeto, pero se nota que es…de manita caída. Amanerado, pues. Imagínate, Vero, que tu Beto te salga así.
—¡Ni lo mande Dios, manita! ¿Verdad que no, Beto? ¿Verdad que tú no eres así?
Todas las mujeres me voltearon a ver y yo sentí el miedo como un gato trepándome por la garganta. Liz me apretó la mano para calmarme. Por suerte, la chica del 109 se dio cuenta de mi malestar y encaró a doña Clara.
—Saben qué, no sé ni qué hago aquí. Ya nos vamos. Huele horrible y tenemos cosas que hacer, no como ustedes, que se nota que solo están pendientes de lo que los demás hagan o dejen de hacer.
La chica se levantó y buscó la mano de su novio, que había dado la espalda de lleno a la reunión y reclamaba, junto a los demás, una jugada en el área grande. Ambos salieron dando un portazo que hizo que se cayera una palma en forma de cruz colgada detrás de la puerta. La mesa del comedor se quedó en silencio, acentuado por el clamor que se vivía en la sala.
—Esa niña está mal —alzó la voz mamá, después de un rato—. De seguro ya la embarazó el vago de su novio. Nomás vienen de sus pueblos a hacer desfiguros a la ciudad. ¡Imagínate qué va a ser del niño! Yo vi en el Face que unos mocosos, como de la edad de mi Beto, abandonaron a un bebecito en la basura, que porque no tenían cómo mantenerlo. Háganme ustedes el favor. De veras que este país se está yendo al traste y el gobierno no hace nada. ¿Verdad, manita?
Doña Clara seguía en silencio, con los puños apretados mirando a la puerta fijamente. Su chongo temblaba del coraje. Mamá le dio un codazo para que reaccionara.
—Sí, Vero, tienes razón, tienes razón. Con permiso, vecinos, ahorita regreso. Lalo, ven acá. Hazme un favor.
El hermano de Liz resopló molesto y aventó el iPad al mueble donde estaban las cervezas. Doña Clara lo llevó hasta la cocina y le dijo algo que nadie escuchó debido al escándalo del partido. Don Memo había vuelto a subir el volumen.
El niño regresó poco después y tomó de nuevo su iPad. Cargaba una bolsa de plástico con la mano enyesada. Salió rápido por la puerta del departamento, sin dejar de jugar con el aparato. Doña Clara regresó de la cocina al poco rato y cambió de tema.
El partido seguía cero a cero. La cámara captó a un jugador mexicano que me pareció lindo. Tenía ojos grandes y unas pestañas larguísimas, muy parecidas a las de Kendry, solo que el delantero era blanco y robusto como nunca lo sería mi novio. Conocí a Kendry en una fiesta y supe que era venezolano porque él me lo dijo. Nos besamos allí mismo, después hablamos un rato más y lo acompañé hasta la puerta de su casa. Me habló de su país, de la hallaca que comía en Navidad, de su abuela enferma y de cómo su papá murió de COVID antes de que él y la señora Belkis viajaran a México. Cuando nos despedimos, Kendry me dijo que le gustaba el fútbol porque le gustaba a su padre y porque siempre que había un partido se reunían los tres a verlo, en casa de su abuela, que murió al cabo de unos meses de la misma enfermedad. Tiempo después supe que la señora Belkis nos vio aquella noche, antes de despedirnos, y le dijo a su hijo que hacíamos bonita pareja.
—¿No que no te gustaba el fut? —me preguntó Liz, riéndose.
—A mí no me gusta, pero a Kendry sí.
Le guiñé un ojo y mi amiga siguió escroleando en Instagram. En ese momento sonó mi celular. Pensé que era ella, que quería hablar de algún vecino frente a nosotros, pero el aparato no dejaba de sonar. Lo saqué y vi que eran mensajes de Daniel. Me estaba mandando fotos. Le enseñé la notificación a Liz, todavía sin abrir el chat.
—¿A poco ya se están pasando el pack?
—Cómo crees. Te digo que desde la mañana está muy insistente. ¿Qué será?
—Pues ábrelas y ve. Oye, ¿ya le escribiste a Ken?
Le iba a contestar que no, pero justo en ese momento me llegó un mensaje de mi novio. Lo abrí y vi que también eran fotos, debajo de un mensaje en forma de pregunta: “¿Y esto, Heriberto?”. No entendí su mensaje y mientras esperaba a que las imágenes cargaran, entré rápidamente al chat de Daniel, donde ya se habían bajado. Abrí cada foto con el estómago revuelto: eran fotos falsas, muy mal editadas, y en todas aparecía la cara de Daniel en el cuerpo de Kendry, besándonos y abrazándonos como si en verdad lo hubiéramos hecho. En algunas estábamos desnudos. “¿Quieres que también le diga a tu mamá de lo nuestro?”, decía el mensaje siguiente. El olor de la caja de arena se enroscó en mi nariz y me dieron ganas de vomitar. Volví al chat de Kendry y comprobé que eran las mismas fotos, además de otras capturas de pantalla de supuestos chats en los que Daniel y yo hablábamos de cosas sexuales. Todo era falso y me sorprendió que Kendry no se diera cuenta de eso.
Ni siquiera tuve tiempo de explicarle a Liz. Me paré de la silla y salí disparado hacia la puerta. Mamá se dio cuenta y me regañó.
—¿Adónde vas, Heriberto? Ven para acá, todavía no termina la reunión.
Cuando salí del departamento de los Servín, un grito ronco me frenó en seco. Venía del parque. Todas las mujeres salieron a ver qué ocurría, menos papá y los demás hombres de la sala. Yo me asomé al balcón, junto a mamá. Afuera, en los columpios, Kendry sostenía a Flora con el cuerpecito del animal entre sus manos. Mi novio lloraba con una tristeza que no le conocía. A un lado tenía su celular. Llevaba puesta la camiseta de la selección de su país.
La cabeza de la perrita resbalaba sin fuerza por sus brazos. A su lado había una bolsa con restos podridos de comida, y entre ellas algo como unas croquetas, pero más pequeñas, como si fueran frijoles crudos. Lalo estaba muy cerca, sosteniendo el iPad con la mano enyesada y apuntando a la escena con la cámara del aparato mientras se reía. Los ojos de Kendry se clavaron en los míos.
Quise bajar las escaleras del edificio, pero mamá me tomó del hombro y de un jalón me atrajo hacia ella. Sin pedir explicaciones, el resto de vecinas regresó al departamento de los Servín. Un grito de gol estalló en coro en ese momento. Alguien había ganado esa mañana.




