Tierra Adentro
Fotografía en la portada de "Los bosnios", de Velibor Čolić. Editorial Periférica, 2013
Fotografía en la portada de “Los bosnios”, de Velibor Čolić. Editorial Periférica, 2013

Desde América Latina, Bosnia parece un país lejano. Al sur de Croacia y al norte de Montenegro, la región en la que se ubica este país (los Balcanes) estuvo delimitada alguna vez por lo que se conoció como República Federativa Socialista de Yugoslavia, o simplemente Yugoslavia. Igual que sucedió con la Unión Soviética, Yugoslavia —que tenía para entonces una larga historia de invasiones y periodos que derivaron en una nación donde convivieron musulmanes, católicos y cristianos ortodoxos— pasó por un proceso de desintegración a principios de los años noventa. Una década antes, al llegarle la muerte al dictador Josip Broz Tito, el futuro de Yugoslavia comenzó a ser incierto: problemas económicos, divisiones sociales y crisis de seguridad resultaron en la disolución de la República y abrieron paso, primero, a la subida al poder de líderes ultranacionalistas, como Slobodan Milošević (presidente de Serbia de 1989 a 1997 y de la República Federal de Yugoslavia, que no debe confundirse con la república recién mencionada, entre 1997 y 2000), y más tarde, a una fragmentación territorial, identitaria, social y política que se vería reflejada en una serie de guerras conocidas como las guerras yugoslavas, acontecidas entre 1991 y 2001.

Si bien resulta difícil hacer una cronología y un panorama específicos sobre esta serie de conflictos —que involucraron, como casi siempre ocurre, más de un punto de vista y más de una forma de pensar sus orígenes y su desenvolvimiento, más de una forma de deshacerse de las culpas—, es factible decir que una de sus consecuencias fue el surgimiento de una serie de repúblicas nuevas e independientes, como Croacia, Eslovenia y Macedonia, cuyas nomenclaturas, fusiones y separaciones han permanecido inestables desde el final de los conflictos. Las guerras yugoslavas causaron gran indignación en su momento. Hoy se estima que hubo más de ciento cuarenta mil muertos —aunque puede que esté yo errado en la cifra— y cuatro millones de personas desplazadas. Primero fueron las guerras de Eslovenia y Croacia, después la Guerra de Bosnia. O, mejor dicho, acontecieron paralelamente. Los serbios, impulsados por el nacionalismo que Milošević había propagado desde el discurso oficialista y por el deseo de anexar territorios para crear una “Gran Serbia”, estaban aventajados militarmente y ejercían presión contra poblaciones minoritarias, particularmente los bosnios. En 1992, doce mil pacificadores de las Naciones Unidas llegaron a Croacia con el objetivo de poner un alto al fuego. En Bosnia, por su parte, se extendió rápidamente una limpieza étnica en contra de los bosnios musulmanes.

En Sarajevo, la capital, los edificios exhiben todavía los agujeros dejados entonces por las balas, el recuerdo sombrío de un tiempo donde los disparos podían venir de cualquier parte y a cualquier hora. Un clima de terror comenzó a instalarse entre los habitantes. Los francotiradores serbios, situados en puntos estratégicos de la ciudad, dispararon durante lo que se conoce como el asedio de Sarajevo contra la población civil. Muchas veces disparaban desde las montañas que rodean la urbe. Los videos desconciertan y estremecen. Uno del archivo de la Associated Press (AP), del 11 de mayo de 1995, muestra a una mujer en ropa de oficina y su hija pequeña correr a toda prisa para refugiarse. Después, un vehículo blindado de las Naciones Unidas —a los que la población de la ciudad solía acudir en caso de un tiroteo— circula con velocidad frente a la cámara. Siete días más tarde, otro video de la AP muestra la dramática escena de un hombre herido y echado en la calle junto a su maletín, auxiliado por tres o cuatro personas que, en una dramática carrera contra el tiempo, consiguen llevarlo a una clínica local.

La ciudad de Srebrenica, a ciento cincuenta kilómetros de Sarajevo, se encuentra al este del país. Poco más de quinientos kilómetros cuadrados rodeados de montañas, una ciudad de casas blancas y tejados rojizos, pero también de edificios grises construidos para los mineros por el gobierno socialista en el siglo XX. La economía de Srebrenica estuvo siempre ligada a la industria minera. Adopta su nombre de la palabra srebro, que significa “plata”, y fue conocida como Argentaria por los romanos. La llamada Vía Argentaria, por su parte, fue una ruta comercial que recorrió los Alpes dináricos y que funcionó durante los tiempos del Imperio romano y la Edad Media para transportar la plata que venía, justamente, de Srebrenica. Litio, zinc y oro son otros de los metales que se obtienen en sitios cercanos. Las aguas manantiales de Crni Guber, promocionadas como lugar turístico durante el régimen de Tito, pueden curar, aseguran los bosnios, todas las enfermedades: la anemia, el reumatismo, la esclerosis múltiple, la falta de apetito, el cansancio y otros padecimientos de corte crónico.[1] 

Para 1991, la mayoría de la población en Bosnia se identificaba como musulmana. Durante la guerra, Srebrenica se volvió un sitio estratégico y codiciado por Serbia y Milošević. Según datos de David Rohde, 73% de los habitantes de la ciudad se autopercibía creyente del islam. Perseguidos por los grupos paramilitares serbios, que tomaron el control de la urbe en 1992, los bosnios musulmanes huyeron a los bosques y las montañas para refugiarse. Durante un tiempo, liderados por Naser Orić, un agente de policía con formación militar que tiempo atrás había formado (sorprendentemente) parte del cuerpo de seguridad del mismo Miloševic, los bosnios pudieron recuperar el control de la ciudad tras una serie de estratégicas operaciones. Las masacres, debe mencionarse, ocurrieron en doble dirección: también las aldeas serbias fueron masacradas por los bosnios. En principio, las brutalidades cometidas por las órdenes de Orić contra la población de las aldeas fronterizas fueron la principal causa para que, décadas más tarde, el Tribunal Internacional para la antigua Yugoslavia (comandado por la ONU) condenara a Orić a dos años de prisión por no impedir ni la tortura ni el asesinato de prisioneros serbios en el cuartel de policía de Srebrenica.

Sin embargo, la mayor de esas hostilidades, que ha dejado una huella en la memoria de las matanzas y los actos genocidas más recientes, fue la masacre de Srebrenica, que ocurrió entre el 13 y el 22 de julio de 1995. Mientras en Sarajevo los civiles huían de las balas y se refugiaban tras los autos, en la zona montañosa de Srebrenica, que había sido declarada por las Naciones Unidas como “zona segura”,[2] fueron exterminadas aproximadamente ocho mil personas, todos hombres, todos bosnios musulmanes, también niños, también ancianos, padres y hermanos que tomaría tiempo identificar. Bajo el mando del general Ratko Mladić, miembros del ejército de la República Sperska (o ejército de los serbios de Bosnia) se encargaron de atacar la ciudad. El 11 de julio, la ciudad fue tomada por los serbobosnios. Alrededor de veinticinco mil civiles se dirigieron a una fábrica de baterías cercana, en Potočari, donde solicitaron la protección de los casos azules. Otros quince mil huyeron hacia los bosques. La película Quo Vadis, Aida?, dirigida por Jasmila Žbanić, retrata la crisis humanitaria de los refugiados en Potočari, que rogaban a los soldados protección, refugio y alimento. La protagonista, una traductora de la ONU que busca proteger a su familia a toda costa, evidencia el drama de los bosnios y las respuestas tardías o indiferentes de la comunidad internacional ante la masacre por venir.

Fue Ratko Mladić quien visitó a los refugiados en Potočari y ordenó separar a los hombres. Fueron exterminados en distintas ciudades y localidades cercanas. Paralelamente, las casas de la ciudad fueron quemadas por los soldados. Ejecutados a quemarropa, violentados sexualmente, apilados en camiones, enterrados en fosas comunes… Muchos otros huyeron a través de los bosques, entre ellos hombres del campo de refugiados de Potočari, que emprendieron un largo camino de más de cincuenta kilómetros a través de una zona inestable y de la alta montaña. Sin comida, sin agua, su objetivo era llegar a la ciudad de Tuzla. Se estima que eran entre diez mil y quince mil. Comenzaron a sufrir alucinaciones y ataques de pánico por la falta de agua y alimento, por los aviones serbios en el cielo y por el intenso calor del verano. Algunos fueron interceptados y asesinados por los soldados serbios. Obligados a ponerse las manos en la nuca. Pocos consiguieron llegar a Tuzla y lo hicieron en estado deplorable. Para entonces, los cascos azules holandeses de la ONU se habían retirado de la ciudad.

¿Por qué contar esta historia a treinta años de distancia? En las escenas finales de Quo Vadis, Aida?, las hermanas, las madres y las hijas buscan la huella de sus seres queridos entre pilas de zapatos y trozos de tela. Quizá se trate de sus camisas, o el pantalón que vestía aquel día el hijo, el esposo o el nieto. Las imágenes, desde aquí, resultan familiares. En marzo de 2024, mientras escribo este texto, se han reavivado las tensiones entre bosnios y serbobosnios y la Unión Europea envió fuerzas de seguridad a Sarajevo para mitigar las tensiones y no reavivar viejas heridas. En México se descubrió un campo de exterminio, donde también —como si fuera esa siempre la marca de nuestro paso por el mundo, de que pusimos el pie en algún lugar— se encontraron pilas de zapatos, pantalones y algunas fotografías personales. Enterarnos de la existencia de espacios de tortura y aniquilación nos indigna y nos lastima, pero no puede dejarnos paralizados. Para el caso de los bosnios, la justicia llegó tarde. Ahí también campos de concentración como el de Omarska, que tardaron tiempo en ser descubiertos, fueron prueba de la brutalidad y el horror. Las imágenes de las guerras yugoslavas y, sobre todo, las de sus responsables sentados en la corte, afrontando con cobardía el pasado (como el bosniocroata Slobodan Praljak, que ingirió cianuro en plena audiencia) se sienten necesarias aunque dejen una sensación de vacío, algo agridulce, como el orificio de una bala que queda en un muro a pesar de que, hace tiempo, el ruido del disparo no se escucha más.

Nota del autor: escribí este texto sin ser experto ni en la historia sociopolítica de los Balcanes, ni en Bosnia, ni en las guerras yugoslavas. Me acerco a este trágico momento histórico con los ojos y los oídos abiertos, con cautela y respeto. Mi interés por las guerras yugoslavas no es reciente, pero se acentuó a partir de la lectura de Los bosnios, libro de Velibor Colic publicado por Periférica. Si alguno de los datos del texto es impreciso o erróneo, si algo más se puede agregar para seguir esta reconstrucción, agradecería que me lo hicieran saber.


[1] Información obtenida de David Rohde, Endgame. The Betrayal and Fall of Srebrenica, Europe’s Worst Massacre since World War II, Penguin Books, 2012. A su vez, Rohde menciona haber obtenido esta información de un folleto turístico que promocionaba las visitas a Crni Guber y que obtuvo antes de la guerra.

[2] En 1993 Philippe Morillon, comandante de las Fuerzas de Protección de las Naciones Unidas (UNPROFOR), visitó una Srebrenica devastada, sin agua potable ni electricidad. En un discurso público, juró a los pobladores que la ciudad estaba bajo la protección de la ONU y que no los abandonarían. Sin embargo, la designación de “área segura” y libre de hostilidades, aprobada por el Consejo de Seguridad, resultó ser pasada por alto.