Narcoliteratura
Ilustración: Eduardo Cruz
Ante la admiración de unos y el repudio de otros, la llamada narcoliteratura ha experimentado un auge. ¿Vale la pena? Los narradores Orfa Alarcón (Perra brava) y Geney Beltrán Félix (Cualquier cadáver) discurren al respecto.
La narconovela (aún) no existe
Geney Beltrán Félix
No estoy en contra del género de la narconovela. Sería absurdo estar en contra de algo que no existe. El cuestionamiento es a los resultados, a los libros que se vinculan con una etiqueta, hasta hoy más una oportunidad mercantil que una forma novelística en sí. También sería ridículo estar en contra de que los asuntos del narcotráfico aparezcan en la ficción. Como el secuestro, la trata de blancas, los desaparecidos, la corrupción judicial y política o la pobreza, el tráfico de drogas forma parte de la realidad mexicana, y como tal está llamado a hacerse un sitio en las representaciones de la ficción presente y futura.
Existen novelas sobre el narcotráfico, no narconovelas. La mayoría son obras de técnica convencional: reelaboraciones de la novela de aventuras, policiaca o de folletín. No hay nada nuevo en ellas, se traten de las obras de Pérez Reverte, Elmer Mendoza o Bernardo Fernández. Ceden al apetito por los números negros del gerente de ventas de una editorial, y no se permiten la menor trasgresión que traicione las expectativas del lector visto como un nicho de mercado, no como un interlocutor crítico ante la realidad. Una inspección de los nudos morales que trasiegan la vida del narco también está ausente. Determinar si hay oportunismo o un desplante ya por entero amarillista, competería menos a la estética y más a la sociología. Pero, como ha señalado Oswaldo Zavala, mucha de esta narrativa valida en sus representaciones la versión histórica que el Estado neoliberal ha decidido impulsar a la hora de explicar el problema: una en que se difuminan los lazos de conveniencia entre la clase política, la empresarial y bancaria y la estrictamente operativa, la de los capos y sicarios. Acaso tampoco debería haber demasiado énfasis en la queja: es natural que la vitalidad periodística del narcotráfico produzca tomitos olvidables, epigonales, blandengues. Y es natural que se requiera la distancia que sólo da el tiempo para poner en perspectiva a través de una obra ambiciosa y madura un fenómeno en el que la sociedad mexicana sigue inmersa.
Habrá narconovela cuando el asunto del narcotráfico dé pie a una nueva forma novelística, una evolución del estilo o la estructura que habría de tener su origen en la especificidad de la experiencia del narco al nivel de la identidad: un Pedro Páramo o un Gran sertón: veredas, de la vida de la droga. Las instancias más audaces hasta ahora —Contrabando, de Víctor Hugo Rascón Banda; Trabajos del reino, de Yuri Herrera— han hecho propio, en los aspectos formales, el desafío de conocimiento que supone una realidad alterada por las disyuntivas del miedo, el poder y la corrupción interior. Siguen siendo excepciones, y para nada han sido incluidas por el mercado en el centro de las consideraciones lectoras. Y quizá las más notables han sido aquellas —2666, de Roberto Bolaño; La novela inconclusa de Bernardino Casablanca, de César López Cuadras— que no reducen la realidad representada al ámbito del tráfico de la droga, sino que lo engloban como uno de los elementos que se manifiestan en una realidad más amplia y compleja.
Aquellos
Orfa Alarcón
Los otros, aquellos, los muchachos. Esos innombrables. Si era indispensable mencionarlos, en Monterrey se decía «los de la letra», y ahora se les dice, acaso ya con familiaridad, «los malitos ». Cada ciudad tiene su forma de nombrarlos. Cada pueblo su memoria y sus historias. Se metió un comando y dejó el cuerpo ahí en la sala, muy sentadito… Le dijeron a mi comadre que ya no buscara a su hijo, que ya lo habían visto con aquellos… En un solo día hicieron la limpia en la colonia, mataron a 36… Aquí frente a la casa le metieron un tiro, el que le disparó se lo llevó como si cargara un venadito…
No hay manera ni razón de borrar una memoria. La gente cuenta sus historias en lo íntimo. De eso no se habla en público porque nunca se sabe si los de la mesa de al lado son de aquellos, y nadie quiere un tiro en la sopa. Se les nombra «aquellos» porque queremos sentirlos lejanos, cuando, en realidad, están junto a nosotros en la fila del banco.
En un país donde el periodismo es uno de los mayores riesgos, el escritor está protegido. Éste sí puede hablar de aquellos, de los otros. La creación de un narcocorrido, una narconovela, una narcoserie no implica el riesgo de muerte que trae consigo el desenmascaramiento periodístico del crimen, porque mientras el compromiso del periodista es con la verdad, el compromiso del escritor es con la ficción, y cualquier cosa puede llevar esa bandera. Otra protección que no sobra es que, ¿quién no desea convertirse en protagonista de alguna obra artística, sea libro, cine, serie…? Aquellos lo saben, lo disfrutan. Protagonizar un best seller no puede ser comprado con poder ni con dinero, pero sí con la fascinación que «ellos» ejercen sobre los mortales de vidas aburridas, es decir nosotros, es decir los escritores. Es conocida la fascinación del Chapo por Kate del Castillo, quien vio en ella a la mismísima Reina del Sur. Ellos quieren verse retratados, inmortalizados, nosotros queremos saber más de ellos. Fascinación de ida y vuelta.
La llamada narconovela no es un fenómeno nuevo. Podemos rastrear el inicio de este subgénero en Diario de un narcotraficante (1962), de A. Cananeva, aunque hay quien lo ubica en Contrabando (1991), de Rascón Banda. A muchos autores nos han encasillado en la categoría que, insisto, ni es moda ni es reciente. Acaso lo reciente es la queja: están haciendo una apología del delito, están fomentando la violencia, ya aburren. No es función del escritor hacer textos plagados de buenos principios y ejemplos intachables que no servirían de nada. Tampoco es función de la literatura ser consecuente ni agradable.
Claro, hay novelas montadas en la mercadotecnia, pero un título fuerte y una portada con pistolas no garantizan nada. La literatura es la que sigue viva y, diez o cien años después, continuará dialogando con el lector.
Se recurre a la literatura para poder hablar de los otros, preservando una memoria que mancha pero debe mencionarse. Se perpetúa no para perdonar, justificar ni aceptar. Se habla, se escribe, se muestra para lidiar con aquello. Con aquellos. Hay que tomarnos un café en cualquier lugar lleno de gente para platicar de El más buscado, de Sin tetas no hay paraíso, de Los minutos negros o de la última temporada de Narcos. De eso sí podemos conversar. La ficción nos ayuda a entender que aquellos no son tan lejanos, que los otros no son tan aquellos.