Tierra Adentro
Ilustración realizada por Martha E. Saint
Ilustración realizada por Martha E. Saint

1.

Hace un par de meses, la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana publicó un comunicado sobre los amparos emitidos por editoriales, autores, compañías disqueras, productores de televisión y cine, al respecto de la Ley General de Bibliotecas. La Suprema Corte de Justicia de la Nación había determinado que la LGB debía respetar en todo momento —y estar en armonía con— la Ley Federal al Derecho de Autor, por lo que las bibliotecas no podían poner a disposición del público obras o producciones sin autorización de sus autores. Se infería, de cierto modo, que tenían que pedir permiso.

En su momento se leyó confuso y preocupante, como una declaración de guerra para todo aquel que participa en el ecosistema editorial, sobre todo a quienes se asumen como independientes o fuera del alcance de grandes monopolios, que sobreviven con equipos tan pequeños y sin una ganancia millonaria. ¿Cómo era posible que se necesitara la autorización de un creador para que su obra, disponible en un espacio destinado a la creación de conocimiento público, fuera consultada? ¿Dónde queda el reconocimiento al trabajo de libreros y editores, independientes sobre todo?

Dos días después de publicado, la CANIEM volvió a emitir otro aviso (la anatomía del comunicado es así: fugaces hojas de papel rellenas con oraciones que empiezan y terminan, cuyo significado tiende a estar perdido en algún espacio intermedio, y cuya relevancia pasa la mayor de las veces desapercibida) en el que “explicaba” que las bibliotecas seguirán operando como lo han estado haciendo. (Me queda la duda si se referían a que las bibliotecas seguirán trabajando en la precariedad, al margen del centralismo librero, sin condiciones tecnológicas que permitan siquiera la actualización de su catálogo).

El revuelo escaló, como casi todo de lo que se opina en redes sociales, demasiado pronto y así como ocasionó más comentarios que preguntas, se olvidó con el paso de dos a tres días.

2.

El tema con los derechos de autor no es nuevo. En realidad, el problema de la Ley General de Bibliotecas es un síntoma de la enfermedad, una estrellita del cosmos. Si comienzo a investigar no pasa mucho tiempo antes de que llegue a la historia de Napster, aquella red gratuita de intercambio de música, que desapareció luego de que en 2001 enfrentaran demandas por violaciones a los derechos de autor. El sitio tuvo al menos 70 millones de usuarios en un mundo que cambiaba rápidamente conforme internet modificaba la vida cotidiana.

Era indiscutible el éxito de Napster, que se popularizó muy pronto gracias la posibilidad que ofrecía de guardar y compartir archivos con canciones que no fueran el éxito del momento, canciones grabadas (no oficialmente por supuesto) en conciertos, canciones que no podían conseguirse (a menos de que se comprara todo el CD), canciones demo o canciones que nunca llegaron a distribuirse. Todo eso también permitía la construcción no solo de una grandísima base de datos sino de una comunidad enorme de usuarios que estaban consumiendo música al por mayor. Música hecha por todos y para todos, la gran fiesta.

Tanto las demandas (la más famosa hecha por Lars Ulrich, el baterista de Metallica), como los comunicados de la CANIEM y la SCJN, representaban las ideas de un niño de kínder que no quería compartir su juguete con los demás. En algún momento, Ulrich mencionó que “es repugnante saber que nuestro arte se comercializa como una mercancía en lugar del arte que es”, pero… ¿qué no los discos de Metallica se venden?, ¿qué no gente paga cantidades exorbitantes por discos enteros de Metallica?, ¿qué no la manera de acceder a la música de la banda es a través de un intercambio obligatoriamente monetario?

No sé si la concepción de vender arte, como dos ideas incompatibles, sea un argumento que acompañe a la validez de los derechos de autor; lo que sí sé es que es un argumento suficientemente bueno como para darle a los derechos de autor una excusa para irse por la tangente, para no afrontar que simple y sencillamente no quieren compartir. O, más bien, que sí quieren compartir, pero con términos, condiciones y un pago de por medio.

3.

El 31 de enero de 2001, Moby escribió en su diario (por cierto, un diario digital bellísimo):

Diario

(Lamento que no haya traducción completa, pero si algo comparto con la gente que es impuntual son los malos cálculos para realizar ciertas actividades como ésta.)

Moby, a diferencia del baterista de Metallica, ve en Napster un medio en el que artistas y escuchas pueden conocerse, interactuar de otra forma menos encajonada, descubrir y explorar nuevos horizontes lejos de sus gustos primarios. Por eso, es una lástima que hayan logrado su cometido: cerrarlo, clausurarlo, prometer actuar con todas sus fuerzas para que esa forma de interacción no vuelva a ocurrir, poner a las ganancias por encima de todo valor noble que pueda haber en internet.

4.

Napster, o las huellas de lo que fue Napster, permiten hoy que servicios de streaming como Apple Music o Spotify funcionen de la manera en la que lo hacen. Ya no es la distribución sino el acceso a contenido original (podcasts, por ejemplo) y música que de otra manera sería muy difícil escuchar. Aunque son servicios por los que sí se paga, la cantidad es mucho menor comparada con los servicios que brinda.

No recuerdo cuándo fue la última vez que compré un disco de plástico y papel para escucharlo en un estéreo y luego guardarlo con el resto de la colección; sin embargo, tengo la certeza de que sucede algo muy parecido al problema eterno del PDF frente al libro físico: tal vez la pregunta de cuántas ventas le resta un archivo digital al trabajo artesanal está en un principio mal planteada. Más bien, deberíamos pensar en cómo ambos se acompañan en la experiencia del lector (o escucha). En el caso de Napster —bien lo reflexionaba Moby—, está en crear comunidad. Y en ese argumento prefiero comulgar.

5.

Aceptemos que todo tiende a desaparecer, aún cuando la obra dure en la conversación pública cien o doscientos años, su desaparición vendrá tarde o temprano. La olvidaremos, la muerte vendrá y todos los nombres se borrarán de repente. Nos gusta pensar que somos especiales y lo que hagamos —cuando lo hagamos y si es que lo hacemos— valdrá lo que queramos que valga. Pero no somos especiales y aún si logramos crear algo, apenas conseguiremos que un pequeño grupo de personas pueda acceder a él, ¿por qué hacerlo más difícil?

Los derechos de autor tienden a esconder, y en un sentido más amplio privatizar, lo valioso de una obra. Porque cuando una obra es pública, el autor pasa a un plano en el que su persona no importa tanto como lo que hace. Su obra habla por él. Aceptémoslo y continuemos. Tal vez es tiempo de preguntarse por qué se escribe o por qué se produce música, tal vez ahí encontremos que, en realidad, el copyright, al igual que nosotros, también está destinado a morir.