Tierra Adentro

Este 1 de septiembre se cumple medio siglo de la revolución en Libia que derrocó el régimen monárquico del rey Idris y que encabezó Muamar Gadafi, figura que precedió a Saddam Hussein y Osama bin Laden como el villano favorito de los Estados Unidos, pero que a la vez fue uno de los líderes del mundo árabe y de África por muchos años.


 

Gadafi, nacido en 1942 en el seno de una tribu de beduinos en el desierto libio, tenía diez años cuando el coronel Gamal Abdel Nasser y el movimiento nacionalista se hicieron del poder en Egipto. Desde ese momento, Gadafi se hizo un devoto del nasserismo y emuló sus pasos convencido que un movimiento nacionalista era el futuro para Libia. A los 21 años se graduó de Leyes pero su camino no era la abogacía sino la milicia, por lo que ingresó al Colegio Militar ese mismo año.

A dos años de su alistamiento ya era teniente y había recibido entrenamiento en Inglaterra. Su carrera iba en ascenso pero lo que a él le importaba era terminar con la monarquía y el triunfo del nacionalismo, cuestión que sucedió en 1969 con el golpe de Estado a Idris que se encontraba de descanso en Turquía. Con tan solo 27 años, Gadafi estaba al frente del Consejo de Mando de la Revolución que proclamó la República Árabe Libia.

Pronto lo junta militar dejo de ser tal y Libia paso a estar gobernada solamente por Gadafi, autoproclamado líder supremo de la revolución y comandante general de las fuerzas armadas. En esta primera etapa hubo un proceso de nacionalización parcial de la industria petrolera y del sistema bancario, así como la retirada de tropas extranjeras del territorio libio. Se confiscaron múltiples propiedades a la comunidad italiana y judía y se les expulsó del país. A la par, se emprendieron ambiciosos programas sociales para la población, especialmente en materia de salud. También se invirtió en infraestructura, educación, vivienda y agricultura de manera importante, logrando significativos avances en todos los aspectos.

En estos primeros años, Gadafi gozaba de una gran aceptación popular y todavía imitaba la ideología nacionalista y panarabista de Nasser. Pero la muerte del egipcio en 1970, apenas en los albores del gobierno de Gadafi, lo dejó en una orfandad ideológica. El primer cambio fue el personalismo con el que empezó a ejercer el poder. Posteriormente, en 1975, presentó su Libro Verde (aludiendo al Libro Rojo de Mao Tse-Tung) en el que exponía sus ideas sobre un Islam politizado con características de justicia social. Para Gadafi la religión no estaba por encima del nacionalismo, aunque le concedía a la sharia la preeminencia sobre la conducta moral de la gente.

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Gadafi aspiraba a construir un “Estado de las masas” a través de asambleas y consejos populares como instrumentos de legitimidad, pero la realidad era que Libia se regía bajo su liderazgo total e incuestionable. Con ese poder casi absoluto, poco a poco su personalidad fue haciéndose cada vez más extravagante y explosiva en las formas, a la vez que muy contradictoria.

A pesar de su declarado panarabismo, Gadafi siempre sostuvo relaciones complicadas con el resto de los mandatarios de la región, quienes veían en el militar libio a una figura inestable y de pocos escrúpulos que, además, patrocinaba conspiraciones contra ellos. A la mayoría les generaba una antipatía natural por lo que su sueño de ser el líder del mundo árabe fue quedando atrás. A principios de los ochenta, hubo un profundo giro en su política exterior, ya que estableció con la URSS una intensa cooperación militar y económica, pese a las desconfianzas iniciales.

Esta simbiosis le permitió a Gadafi financiar y apoyar guerrillas disidentes o golpistas en varios países africanos, y así aumentar su influencia en el continente. Somalia, Burkina Faso y Chad fueron algunos de los lugares donde el militar beduino fue dejando su huella conspirativa. El panarabismo de la década anterior dio paso a un panislamismo africano que vislumbraba una amplia coalición islámica norafricana, lo que le atrajo fuertes tensiones geopolíticas con Francia.

Pero Gadafi tenía planes más ambiciosos y amplió su zona de influencia de África a cualquier parte del mundo donde existiera un movimiento independentista o nacionalista. Apoyó al grupo vasco ETA, al Ejército Republicano Irlandés y a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Esta radicalización de la mano de sus acuerdos con Moscú empezó a preocupar cada vez más a Estados Unidos por lo que se impusieron sanciones económicas a Libia. Inglaterra y Francia se sumaron al gobierno de Ronald Reagan y poco a poco Gadafi se encontraba cada vez más desesperado.

Acorralado por los boicots comerciales y con un apoyo demasiado tibio de la URSS, el líder libio se volvía cada vez más extremista en sus decisiones de política exterior. Pasó de la asesoría militar y el apoyo financiero a diversos grupos a tener una participación directa en atentados, como el de 1986, en una discoteca de Berlín, que era frecuentada por soldados estadounidenses y donde hubo tres muertos y 200 heridos. En represalia, el gobierno de Estados Unidos bombardeó Trípoli días después, provocando más de 40 muertes, entre ellas la de la hija adoptiva de Gadafi.

La reacción de “Perro Loco” (como lo había apodado Reagan) no vino inmediatamente pero llegó de forma contundente y violenta. En 1988, el vuelo 103 de Pan Am que cubría la ruta entre Londres y Nueva York explotó en el aire cuando sobrevolaba la localidad escocesa de Lockerbie. De los 270 muertos que dejó el atentado, 189 eran estadounidenses, la mayor cantidad de civiles de Estados Unidos asesinados en un atentado hasta el 11 de septiembre de 2001. Gadafi ya no actuaba como un jefe de Estado sino como un terrorista irascible, lo que lo convirtió en el enemigo público número uno de los Estados Unidos.

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Es cierto que esto se lo había ganado a pulso Gadafi con sus acciones, pero, por otra parte, había una demonización como parte de la propaganda estadounidense en la construcción de un enemigo internacional. Mijaíl Gorbachov, el reformista ruso a quien se le trataba en todos lados como un aliado y ya no como al enemigo comunista, había dejado un vacío. Gadafi llenó ese hueco por algunos años.

La Guerra del Golfo de 1991 le quitó definitivamente los reflectores al líder libio, no solo del Medio Oriente sino en todo el mundo. Con Saddam Hussein, había un nuevo hombre fuerte en la región que, además, concitaba la animadversión en el resto del orbe. Gadafi había sido desplazado de la escena internacional. En la política doméstica, el otrora popular revolucionario de los años setenta y líder temido de los ochenta se enfrentaba cada vez más a la inconformidad local y a grupos disidentes. Con medio siglo de edad, decidió que era momento de ir pasando la estafeta y les otorgó a sus hijos un mayor protagonismo en la vida pública de Libia. Una dictadura hereditaria tomaba forma.

La aparición de Hussein fue un golpe en el ego del megalómano Gadafi, pero como todo estadista inteligente supo ver la oportunidad en medio de la crisis. A fines de los noventa entabló una negociación con la ONU y los países europeos para terminar con las sanciones comerciales y restableció relaciones diplomáticas con Reino Unido. En 2001 condenó los ataques terroristas en Nueva York, facilitó información de Al Qaeda y Osama bin Laden y admitió que a Estados Unidos le correspondía el derecho de emprender acciones en represalia. Un par de años después, aceptó la responsabilidad indirecta de Libia en el atentado de Lockerbie por lo que pagó una indemnización millonaria a las familias de las víctimas, y la ONU levantó entonces el embargo comercial. El siguiente paso de su purificación en Occidente fue acceder a liberalizar la economía de su país y consentir las privatizaciones de las empresas del Estado, lo que abría la posibilidad de las inversiones extranjeras.

Empresarios y políticos de Francia, Inglaterra, Estados Unidos y hasta Italia empezaron a hacer fila para tener tratos con Gadafi y sacar provecho de la privatización del petróleo y el gas libios. Recibió las visitas de Silvio Berlusconi, José María Aznar, Jacques Chirac y Tony Blair. Todos viajaron al desierto en busca de petróleo y lo encontraron. Gadafi obtuvo a cambió una exoneración total. Quedó patente lo verídica de la frase que Roosevelt expresó cuando se refirió a Somoza: “tal vez sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”. Gadafi seguía siendo el mismo hijo de puta de toda la vida, pero ahora estaba en paz con Occidente y recibía su beneplácito.

El siguiente lustro se dejó ver en Europa con prominentes figuras, especialmente en la Francia de Sarkozy. Pero en 2010-2011 la primavera árabe hizo su aparición y los dictadores de Medio Oriente se empezaron a estremecer y a caer uno tras otro. El primer país en movilizarse fue Túnez, vecino de Libia. Le siguió Egipto, el otro vecino. El futuro se develaba abruptamente a los ojos de Gadafi. Trípoli, Bengasi y otras ciudades que fueron testigos de sus grandes hazañas de juventud ahora eran el escenario donde los rebeldes al régimen acorralaban al comandante supremo para derrocarlo. Y lo hicieron.

Estuvo a salto de mata por meses hasta que fue herido en un ataque aéreo de la OTAN en Sirte, su ciudad natal. Capturado por milicianos rebeldes fue sodomizado con una bayoneta antes de ser asesinado, un acto simbólico que lo despojaba de su masculinidad como militar y hombre fuerte del país, a la vez que, según las interpretaciones más tradicionalistas del Islam, el hecho pudiera ser motivo para que se niegue el acceso al Paraíso a un musulmán. Cualquiera que haya sido la razón de este último acontecimiento, lo cierto es que a Gadafi la muerte lo sorprendió en el desierto magrebí, como el beduino que nunca dejó de ser.

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Autores
Historiador por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y McGill University, Canadá. Candidato a doctor en Ciencia Política por la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS), Francia.

Ilustrador
Aricollage
(Cuernavaca, 1988) Collagista e ilustradora con residencia en la Ciudad de México. Desde el 2010, en el área de visuales, ha colaborado en revistas como “Letras Libres”, “Tierra Adentro”, “Armas y Letras”, "Antidogma" y en revistas electrónicas de arte y collage en diversas partes del mundo; así como en editoriales como Paraíso Perdido, en la Dirección General de Publicaciones de CONACULTA y el Fondo Editorial Tierra Adentro. Ha expuesto de manera individual y colectiva en las ciudades de Ciudad de México, Guanajuato, León, Cuernavaca, Pachuca, Barcelona, Norwich (UK), Kranj (SI) y Bogotá (CO). En el 2016 colaboró con Adidas Originals en el relanzamiento de los tenis gazelle en la Ciudad de México y en 2017 fue talented neighbor en la Flagship Store de la Condesa. Ha colaborado con músicos como Illias Asterion (MX), Herbsun (DEU), Swing Atoms (MX) y Fausto Leonora (MX). Desde el 2017 ha incursionado en el collage en gran formato inaugurando murales en sitios públicos como el mercado gourmet San Genaro, en Hostal Gael y en We Are Todos (en la Ciudad de México) y en Casatinta en la ciudad de Bogotá. Es ilustradora en la revista Letras Libres y en el 2017 hizo las ilustraciones de portada para el libro doble “Apócrifa. Libro Negro” y “Apócrifa. Libro Blanco”, de Rafael Villegas (Paraíso Perdido); y “Arquitectura del fracaso”, de Gina Cebey (CONACULTA/Dirección General de Publicaciones). Ha impartido laboratorios y talleres de collage análogo desde el 2016, en espacios como Gama Crea –en la Ciudad de México–; en Lapá –en la ciudad de León– y en Casatinta en –Bogotá (CO)–. Su trabajo forma parte de plataformas de difusión de arte y diseño como Tinted, Oto Prints y Society6. En abril del 2019, en conjunto con la Universidad de la Comunicación, organizó y gestionó el primer Festival de Collage en México PASTE UP!, con sede en la Ciudad de México. Recientemente viajó a Colombia para la Semana del Collage realizando un mural, impartiendo un taller de collage análogo y exponiendo su más reciente serie "El otro grito / Historia de un vuelo", entre otras actividades.