Tierra Adentro

Titulo: El mal burgués

Autor: Rubén Cantor

Editorial: Montea

Lugar y Año: México 2018

Leyendo a Enrique Vila-Matas, me topé con que el primer lector de Joseph Conrad fue un marinero. No un literato, ni un crítico, un viejo lobo de mar con las manos encurtidas en sal y vinagre. El temeroso polaco, por entonces devenido inglés, preguntó a ese enjuto hombre, rebosante de experiencia y presto a escupir a la menor provocación, qué impresión le había provocado su relato. La respuesta del marinero fue contundente: le encantó. Para Conrad, esa fue quizá una de las conversaciones más fructíferas de su vida. No sabemos qué habría sucedido si el viejo lobo de mar hubiera respondido con una negativa o si se hubiera comportado evasivo. Agradecida por la generosidad del marino, que nos abrió la puerta a maravillas como El corazón de las tinieblas, pienso en que también yo fui primera lectora de alguien.

Era 2013 o 14, no recuerdo bien, estaba encerrada en la redacción del semanario Tribuna, con la espalda adolorida y preparando la edición del día siguiente. Entonces se me acercó alguien y con cierta timidez me dejó un montón de hojas sobre el escritorio. Antes de irse, pidió que las leyera y le diera mi opinión. Dije que sí. Diez horas después, cansada aún por el cierre de la edición, estaba en la cama, al borde de un ataque que todavía no sabía si atribuir a la risa, que llevaba matándome bastante rato, o a la envidia, que se había acumulado en mí como un sedimento lodoso y que cada tanto me provocaba ácidas ganas de vomitar. En poco más de 200 páginas, el narrador había construido un universo con su mitología, sus reglas y sus defectos. El universo era una ciudad con forma de esvástica y sus habitantes un puñado de pequeñoburgueses tan timoratos como particulares. El autor era Rubén Cantor y yo, su primera lectora.

Ernesto Sábato escribió en El túnel que los emuladores de Cervantes en la modernidad tardía, harían con el género policíaco lo que el manco hizo con la caballeresca. Es decir, lo parodiarían y lo conducirían al ridículo. Rubén tomó buena nota de eso. Poco después de presentarnos a los “caradurenses”, gentilicio de los habitantes de su ciudad mitológica, nos introduce a un conflicto abierto de la más absurda manera posible: A los pacíficos habitantes de esa ciudad con características nazis les han robado todos los televisores. Esto, por supuesto, es una tragedia, pues fuera de sus ocupaciones, los caradurenses encuentran poco qué hacer más allá de pasar horas frente a la televisión. La cosa se agrava porque descubrimos que, además, un solo habitante de la ciudad, cuya vida cotidiana se convertirá en el centro de atención para los demás, se ha salvado del robo y puede, con total impunidad, continuar viendo sus programas alienantes en una espiral sin fin que no deja espacio salvo para la indiferencia ante la aparente tragedia que se desenvuelve a su alrededor.

Dos sentimientos humanos atraviesan la novela por donde se le vea: el egoísmo y la indiferencia. A los caradurenses les quitan la televisión y con ello una oportunidad de fuga. Incapaces ya de volcarse a otras actividades, pues aunque hay una biblioteca en Caradura, está permanentemente vacía y su inventario es quizá menos recomendable que la programación del Canal de las Estrellas, estallan y se introduce en ellos el pánico. Quieren respuestas y las quieren ya. Son casi niños, rabian, chillan, pelean, pero son cobardes. El único que se mantiene incólume, lejos de compadecerse de sus vecinos gimientes, se encierra en su casa y mira la tele, la única tele, convirtiéndose en el nuevo vehículo de fuga. El adicto a la tele termina volviéndose tele. El espectador, termina en espectáculo y Guy Debord sonríe, desde donde quiera que esté.

La tragedia, por supuesto, en este caso se presenta como un problema detectivesco y como tal, tiene a su detective. El detective en esta novela, un agente de la policía de Caradura, llama nuestra atención desde el principio, cuando lo leemos disfrutando una taza de té verde, como el abstemio, sano y poco dado a la violencia que es. El detective de Caradura es pues una caricatura, pero una caricatura inversa. No vemos aquí al inspector borracho del género noir ni al mujeriego irredimible. Lo que vemos es un hombre cabal, sencillo, con una visión un tanto puritana de las cosas. Como si no tuviéramos suficiente con el detective sobrio, Caradura nos ofrece una amplia gama de personajes, cuyas intrincadas relaciones no hacen más que echar leña al misterio cada que tienen oportunidad.

Considérese por ejemplo a Santa Prepucia. La santa, como lo indica su nombre, alcanzó tal dignidad, no a instancias del Vaticano -pues está viva y hasta donde sé, los vivos no pueden canonizarse- sino de acontecimientos fortuitos. El primero, haber encontrado un supuesto prepucio de Cristo; el segundo, construir una milagrosa capilla luego de la volcadura de un camión revolvedor de concreto. De calaña similar a la de Santa Prepucia, es el Jardinero Emo, un joven de familia disfuncional que intenta indagar el misterio de Caradura por cuenta propia. La Chofer Cinéfila es otro personaje memorable, cuya existencia se basa en citar pasajes de películas. También llama la atención el Retardado, inseparable comparsa del Jardinero Emo, que solamente puede hablar con eufemismos y que nos da algunos de los diálogos más hilarantes de la novela. El elemento conspiranóico, fundamental además para esta bendita época nuestra atravesada por la “posverdad” y otros espantajos posmodernos, es algo que tampoco falta en Caradura y queda perfectamente representado por los mormones que habitan en la ciudad, quienes buscan atraer fieles a cualquier precio aprovechándose de la tragedia.

Mormones, santas, emos, televisiones… la novela de Rubén Cantor es lo que pasaría si alguien echara en una licuadora las películas completas de los Cohen, un ejemplar de La conjura de los necios, dos o tres libros de Ibargüengoitia y las primeras cinco temporadas de Los Simpson. Juan Ramón Ríos, un hombre más disciplinado que su servidora, llegó a contar casi medio centenar de referencias televisivas en El mal burgués. Éstas, además, son tan disímiles que van desde Twin Peaks hasta El señor de los anillos, pasando por César Millán, el encantador de perros y Kilos mortales. ¿Novela policíaca? ¿Satírica? ¿Road trip? ¿Qué es ese mal tan terrible que sólo ataca a los timoratos habitantes que hay en las caraduras de este planeta? La respuesta que nos da Rubén Cantor es muy sencilla: El mal burgués es volverse una caricatura, la patética parodia de uno mismo y la cura, tal parece, es tomárselo con gracia. Lean esta novela frankenstein o vean la televisión pero no se vuelvan, por amor a Dios, ese feo y triste burgués que acecha dentro de cada uno de nosotros.