Misoginia y literatura
Es muy sencillo hacerle reproches al pasado. El pasado tiene el defecto de fábrica de ser anacrónico, y nosotros, aquí y ahora, tenemos la fraudulenta virtud de vivir en el presente. Quizá por lo anterior me parecen ridículos los juicios contra aquellos escritores que «eran buenos, pero no se parecían a nosotros, los ultra modernos»; «era un buen escritor pero odiaba la naturaleza»; «era un buen filósofo pero estaba a favor de la monarquía»; «era una buena poeta, pero era monja y ahora es santa», «conocía al ser humano pero era un burgués» y un largo etcétera. Es tanto como juzgar a Virgilio por no haber sido cristiano, y juzgar su obra sólo por haber sido escrita, sí, con una beca del Estado. Solemos hacer del pasado un bárbaro. Y hacemos del pasado un bárbaro para menguar la barbaridad de nuestra sociedad y nuestro presente.
Adelantarse a su tiempo es más difícil, por lo azaroso que resulta, de lo que parece: no sólo por el esfuerzo que implica que un individuo se deslinde, si es que esto es posible, del pensamiento corriente, sino porque también el pensamiento o sensibilidad de ese individuo debe coincidir con las ideas que gocen de prestigio en el futuro. Había escritores que se oponían a los tiranos, pero que eran esclavistas: ¿Por qué? Porque su siglo lo era. ¡Cuántos poetas no celebraron a Napoleón como un libertador; auténticos poetas que si hoy levantaran la voz a su favor serían denostados, y creo, con justa razón!
Adelanté estos dos párrafos para que los siguientes episodios literarios que voy a citar puedan entenderse desde ángulos diferentes, pues de cualquier modo han de parecernos chocantes, cuando no intolerables, por su misoginia. Sólo son fragmentos azarosos de una tradición conformada casi sólo por varones. Pienso de inmediato en el canto XXIII de la Ilíada, esa obra atribuida al quizá autor colectivo de nombre Homero, que trata sobre los juegos fúnebres que se celebraron en honor a Patroclo. En el canto XXII, versos 700-705, se dice:
El Pélida al momento depositó el tercer grupo de premios
para la ruda lucha, tras haberlos exhibido ante los dánaos:
para el vencedor un gran trípode para poner al fuego,
que en el precio de doce bueyes valoraban los aqueos entre sí;
y para el vencido puso en el centro una mujer
diestra en muchas labores, a quien tasaban en cuatro bueyes.
Como es evidente, el segundo premio para los héroes, es decir, el premio para el que llegue segundo, será una mujer. Una mujer griega, según se explica en el contexto, valía eso. El punto de vista de las obras literarias no corresponde siempre al del autor, mucho menos en este caso, donde se trata casi de un autor colectivo, pero sí se puede encontrar en ellas la representación de los usos y costumbres, el reflejo de sociedad y la voluntad de representación o la descripción de un mito que configura una manera de ver al mundo. Sabemos por Homero que en aquel tiempo una mujer estaba tasada en cuatro bueyes.
No quiero ser exhaustivo, quizá por ignorancia ni siquiera pueda serlo. Me gustaría brincar a la Edad Media. Tengo la certeza de haber leído una serie de fabliaux, esas narraciones breves sobre la cotidianidad de los siglos XII y XIII del pueblo llano en Francia, que trataban sobre la perfidia de las mujeres, supuestamente traidoras y poco dignas de confianza. Recuerdo que en una de estas historias una mujer convence a su esposo de que ha muerto, pero que, por una extraña razón, sigue consciente. Lo convence a tal grado que lo recuesta en el establo y, a un costado suyo, se acuesta con otro hombre sin que pueda ofenderse, pues está convencido de que ha muerto. Él, triste y alterado, se resigna a que su esposa tenga otro hombre. ¡En aquellos fabliaux medievales el hombre parece una víctima de las terribles mujeres!
Una víctima romántica, ciertamente. Cambiando de tema, ¡cuántos versos misóginos se han escrito en nombre del amor! Fernando Pessoa, por voz del Barón de Teive, se burla de la a veces ridícula y masculina lógica romántica que convertía a las mujeres en victimarios y a los hombres en víctimas, cuando dice que el fondo de la obra de Leopardi se reduce a un «Soy tímido con las mujeres, por lo tanto Dios no existe»; y el caso más grave de Alfred de Vigny, que se reducía, según él, a un «No soy amado como quiero, por eso la mujer es un ente bajo, mezquino, vil, que contrasta con la bondad y nobleza del hombre». De allí podríamos afirmar que los poemas de amor tan idolatrados por nuestra tradición son poemas de una visión del amor casi exclusivamente masculina, esos poemas de amor que el poetastro «amante de la figura y delicadeza de la mujer» quiere adornar con pétalos de rosa, como cuando Gonzalo Rojas dice en «Las mujeres vacías»: «Menos que meretrices, más que vacas, / merecen un establo / donde haya cien corridas de mujeres / en cuatro patas, con las ubres sueltas».
Alguna vez alguien se preguntó si el Marqués del Sade era misógino: «No, claro que no», me dije al leerlo, «simplemente le gustaban las orgías en que un sifilítico sodomizaba a una mujer y luego la cosía» —siendo sarcástico, claro está. Me preguntarán, ¿alguien siente placer siendo cosido? No lo dudo, pero por favor, recordemos bien la última escena de La filosofía en el tocador y se trata más bien de una violación. El Marqués de Sade como parodia, como concepto es una cosa; tomárselo literal es caer en la ficción de Justine. El mundo del Marques de Sade es el mundo de la inmanencia. Es un mundo en que el placer personal somete a los otros, donde el placer del más fuerte impera. ¿No es un violador un sádico?
Hay una escena de sadismo brutal en una obra escrita unos sesenta años después del Marqués de Sade. Debo reconocer que cuando leí este fragmento de Los cantos de Maldoror, en el Canto III, estrofa 2, no pude sostener la mirada en el libro. Maldoror viola a una niña. Maldoror lleva un perro, al cual le exige que la mate, pero éste replica el acto sexual y entonces Maldoror lo mutila, para luego tomar una navaja y terminar su crimen sádico: hace una abertura en la vagina de la niña y le extrae las entrañas. Creo que, si entendí bien, un lector al leer esto debe sentir asco.
El siglo XIX se confrontó a una generación de escritoras que en nada se parecían a las aristócratas ilustradas que narraban los líos de faldas de la Corte en el siglo XVIII. Sus temas y su influencia en los lectores preocuparon a más de un conservador que reaccionó con hostilidad. No quiero desgastarme en casos penosos; prefiero hablar de uno sorprendente.
Atacar la obra de una mujer haciendo referencia a su género es ya ser misógino. Remitirse a una suerte de «naturaleza» genérica que determina su escritura es caer un determinismo biológico del intelecto y es una forma agresiva y excluyente de justificar cualquier intolerancia. «Escribe así porque es mujer» es la letanía no sólo del macho, sino de la pereza mental a secas. Lo mismo para los temas: creer que existen temas «de mujeres», como señaló algún crítico trasnochado a propósito de la obra novelística de Beauvoir, es una forma perezosa de juzgar. Me sorprendió mucho, por tanto, la manera en Heinrich Heine criticó y explicó su animadversión por el libro De l’Allemagne de Madame, Germaine, de Staël. En una parte se expresa así de las escritoras:
¡Oh, las mujeres! […] Cuando escriben, siempre tienen un ojo puesto en el papel y el otro en algún hombre, y esto se aplica a todas las escritoras, con excepción de la condesa Hahn-Hahn, que sólo tiene un ojo. […] Las mujeres, como todas las naturalezas pasivas, rara vez saben inventar, pero tienen el talento de desfigurar los hechos existentes de una manera tan pérfida, que estas falsificaciones refinadas son más dañinas que las vulgares invenciones de los hombres. Creo que verdaderamente mi difunto amigo Balzac tenía razón cuando una vez me dijo con un tono muy afligido: la mujer es un ser peligroso.
No hace falta defender a Heine diciendo que era moderno en otros aspectos o que no hablaba en serio. Incluso si fuera broma, si lo estuviera diciendo para provocar, representa una idea corriente sobre las escritoras. Heine, que odiaba a todo el mundo, había leído a Germaine de Staël y le había parecido que su libro era malo y que era necesario escribir uno mejor sobre el mismo tema. Al menos estaba renunciando a la indulgencia con que solían y suelen tratar a muchas escritoras editores de dudosas intenciones.
Doy los ejemplos en orden disperso, y quiero dejarlos al criterio del lector. En dos novelas fundamentales del siglo XX, escritas en alemán, ese odio a las mujeres también está presente en los personajes. Hermann Broch retrata a un contador inconforme que odia al mundo al mismo grado que desea perfeccionarlo. Enamora a la dueña de una taberna, una mujer mayor y desangelada. Esch o la anarquía termina así: «Siguieron marchando de la mano y se amaron recíprocamente. En alguna ocasión él la golpeaba aún, pero cada vez con menos frecuencia, y finalmente dejó de golpearla por completo».
En Auto de fe de Elias Canetti, la figura del erudito que desprecia a las mujeres la encarna un tal Peter Kien, sinólogo asexuado que se lía repentinamente con su doméstica, una persona rústica, interesada y tonta. Sin embargo, el verdadero misógino es el velador, Pfaff, que termina siendo el amante de la doméstica. Pfaff el velador terminó sólo con ese empleo porque mató a su hija a golpes.
En fin, no quiero entristecer a nadie.
Nosotros, que nos sentimos puros y ultramodernos, y que vemos con una sonrisa impostada de satisfacción el infantilismo reaccionario del pasado, seremos juzgados también por alguna sociedad que, esperemos (siendo absurdamente positivos), será mejor. No olvidemos, de cualquier modo, que no estamos exentos de defectos que ni siquiera sospechamos. Ya lo dijo Tzvetan Todorov: «No hay peor prejuicio que creer que podemos razonar sin prejuicios». ¿De qué barbaridades nos acusará el Futuro?