Miseria de la declamación
Más allá de discutir los motivos profundos que justifican que se estudie literatura en la educación básica, me interesa cuestionar la manera en que tradicionalmente se enseña poesía en las escuelas públicas mexicanas. Existen muchas formas de enseñar. Declamar, a mi parecer, no es una de ellas.
Para los que como yo tuvieron la fortuna de cursar primaria y secundaria, recordarán la triste costumbre de pasar al frente, memorizar un poema imposible de disociar de sus consabidos ademanes y esperar el veredicto del ridículo; también recordarán los escasos momentos en que se sacudía el libro de literatura; podrán recordar con más alegría y fortuna aquellos momentos en que la escasa poesía que venía en los manuales de español, era acompañada de algunas expresiones orales, vivas, escénicas, más allá de la declamación: estaban las representaciones teatrales, el canto y, en última instancia, las lecturas colectivas.
Alguna vez, creo que porque mi maestra ignoraba todas las literaturas de la Tierra y por eso mismo no contaba con un programa sólido de enseñanza, se sacó de la manga que debíamos escribir y actuar una obra de teatro. Escribí una breve obra con unos amigos de la secundaria. Pese a la ineptitud del proceso, todo fue un éxito: mucha gente rió, uno de mis compañeros fue amado por primera vez por sus padres, yo descubrí mi vocación de payaso, etcétera. Parecía una buena manera de enseñar literatura.
En cuanto al canto, era una gran experiencia poder escoger nuestras canciones, las que nos llegaban al alma recién hecha, todavía sin cicatrices, las canciones que hablaban de historias o sentimientos que nos parecían cercanos. Por otro lado, una de mis actividades preferidas era la lectura colectiva: todos teníamos un texto frente a nosotros, cada uno iba leyendo, algunos se ponían de pie, otro exageraban la voz, otros simplemente desaparecían en su pupitre. De alguna manera obligaba a ponernos atención unos a otros.
Mención aparte requiere la declamación. Como práctica es un reflejo fidedigno de la enseñanza de la literatura en la educación pública de México: forma concreta e institucionalizada de la afectación. Siempre me negué a declamar. ¿Por qué? Un buen día, en clase de español, una vez que habíamos leído en secundaria algunas Novelas ejemplares de Cervantes, le tocó recitar a una compañera. Escogió el poema-SEP por antonomasia, «Paquito», de Salvador Díaz Mirón, de ese poeta con bigotes matones, de ese «lisiado trágico». El primero que se habría molestado con esos ademanes, sería el poeta que amaba los duelos, Chema Pocas Pulgas Díaz Mirón. Mi compañera movía los brazo como posesa, actuaba con más vehemencia que un merolico y adoptó un tono de voz parecido a los comentarios televisivos del futbol brasileño. Me espantó. Nos asustó. Nos traumó.
Con el tiempo entendería que la «declamación» era un género muy específico, con un tufillo magisterial sesentero y solemne, la versión de los «saludos cordiales» de un oficio burocrático pero en poesía. Naturalmente, podemos ver más allá de la ejecución, no quedarnos en la superficie y darle algunas concesiones a este género del ridículo, pero de nada sirven. Una cosa es recitar, otra, muy distinta, declamar. Recitar pone en juego la memoria, y da cierta libertad al recitador de gesticular, actuar o moverse o modular a su manera la voz, o incluso, de simplemente ser sobrio y dejar el peso a las palabras, a la improvisación, a las circunstancias, a la intromisión del público. En cambio, declamar significa declamar ese texto, tomar en cuenta esos gestos y no otros; declamar equivale a decir eso de esa forma: eso, es un poema estipulado, y la forma es la de siempre. La declamación es el equivalente de un texto pero expresado en el cuerpo. Así como se lee el texto, de manera fija, leyendo sus cualidades «eternas, necesarias y concertadas», así se representa, con «ademanes, voz y tono» solemnes.
Mi protesta juvenil contra la declamación, negarme a declamar en la secundaria, era un gesto silvestre de oposición, era una precaria manera de resistir, al igual que muchos compañeros, contra la tiranía del acartonamiento. Extrañamente nos dábamos cuenta que declamar no equivalía a entender. Declamar no es un sucedáneo de aprender poesía. Ya no digo leer poesía, ya no digo «poesía escrita» o «poesía canónica«, sino «poesía» a secas. Si alguien declama una receta de cocina, o un manual para lavadoras, seguro se gana el primer lugar de declamación, y a nadie le importa.
Sé muy bien que una cosa son las artes orales y otras las artes escritas; la tradición oral y la tradición escrita, por lo demás, no están peleadas y perviven en muchas formas de convivencia, desde la música hasta los retos verbales infantiles, desde la vanguardia literaria hasta las apropiaciones populares, la reescritura o muchos tipos de tradiciones líricas. Sin embargo, la declamación fracasa de ambas maneras: en cuanto que arte escrito, la declamación escoge los poemas más dramáticos, y, en cuanto que arte oral, escoge los gestos más patéticos.
Para terminar, confieso que he declamado. En tercero de secundaria me obligaron a declamar. Si no lo hacía, reprobaba. La verdad sí me asusté. Cuando llegó el día en que me tocaba, apreté los dientes y me dije: «Pues bueno, repruebo». Y no preparé nada. La maestra dijo mi nombre: «Alejandro Merlín Alvarado, al frente, por favor». Me pareció una pena reprobar por eso, así que simplemente pasé al frente y comencé a recitar unos versos que me sabía de memoria, con las manos en la espalda; recité los versos de un poeta argentino ya olvidado, olvidado por ser religioso y por ser comprensible, Pedro Bonifacio Palacios, «Almafuerte». Serenamente, con voz clara, comencé a decir, tal cual, a decir estos versos de memoria:
Y era desecho mismo. La tonsura
no inmuniza del dolo y los pesares:
Del sagrado mantel de los altares
Se desprende, también, polvo y basura.
Como Pablo, el Apóstol de las Gentes,
Aquel vil protegido de sus perros,
Por mares, por estepas y por cerros
Corrió tras ilusiones eminentes…
Mudo debiera estar; pero, recuerda,
Y hablaría, quizás, amordazado…
Porque impera una ley que al derrotado
Le impone repicar la misma cuerda.
¡Virtud de la Tristeza, que percibe
Con profética luz, remotas huellas.
Como se ven más claras las estrellas
Desde la sombra fría de un aljibe!
Cual pudiera un bohemio, el Franciscano
Se puso a platicar con su jauría…
¡No caemos del todo, sino el día
Que cuando pasa un can, pasa un hermano!
La maestra se conformó con bajarme dos puntos. Mis compañeros creyeron que estaba rezando. Algunos miraron para otra parte. Nadie me aplaudió. Entonces: ¡Al carajo con la declamación!