Tierra Adentro

El Sol oscila arriba y abajo, se desplaza al compás del tiempo en una corriente de éter. Cuando se mira desde la Tierra, su recorrido traza una figura que me recuerda la rúbrica de mi padre. La curva que describe es un infinito cerrado. Repite su marcha invisible, un punto fijo en mitad de una lenta danza, y nada podemos decir sobre dónde comienza y dónde termina. Dónde comienzan, por ejemplo, las mañanas en que trataba de imitar su trazo, deformando su imperfecta simetría, ora hacia el Este, ora hacia el Oeste, incapaz de la soltura elíptica que mi padre preparaba agitando su mano, como un abejorro al detener su vuelo, suspendido en el aire, uniendo con rápidos movimientos puntos marcados en un plano imaginario. La mano de mi padre esbozaba en el aire un analema que la pluma, pocos segundos después, iría a calcar sobre la hoja de papel. Y, sin embargo, el trazo comenzaba mucho antes, cuando mi padre inclinaba la cabeza para mirarme a través de unos anteojos de cristal falso que vendrían a empañar su vista muchos años después, y cuando, preparada la tinta, antes de agitar la muñeca, mostraba en un gesto involuntario la punta de la lengua, procurando centrar su atención. Más aún, después del golpe final, el golpe que ataba la curva en un punto impreciso, mi padre miraba el trazo por unos segundos, contemplando —esto yo lo entendería después y sin que mi padre llegara nunca a sospecharlo— la declinación de un astro ausente. Sólo entonces, terminado el ejercicio de contemplación, mi padre tomaba la hoja y la deslizaba sobre la mesa para ponerla a mi alcance. Cuántas veces habrá comenzado la eternidad en un trazo, cualquier día, a la misma hora, distinta pero predecible. Una ecuación en que el tiempo se aleja y acaricia el horizonte sólo para volver incesantemente a su comienzo. El comienzo de una tarde, de una infancia, de una historia contada en innumerables ocasiones, dictada en pedacitos de papel, boletas escolares, cobros, cheques, bocetos, dibujos y servilletas, mensajes sin importancia en los que la vida se desvanece. Una figura compuesta por intermitencias, latidos cuya aprehensión me parece ahora imposible. Mientras tanto, el astro continúa su recorrido, inmóvil, a través de una autopista de luz de la cual percibimos sólo un breve fragmento. A simple vista nada de esto sucede, es tangible sólo de manera súbita e indefinida. Para evocarlo es necesario conocer el lugar y el momento precisos en que hay que voltear la mirada para no hallar lo que estamos buscando. Visto desde la Tierra, el analema del Sol me recuerda la rúbrica de mi padre.


Autores
(Distrito Federal, 1985), cursó estudios de licenciatura en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha colaborado en distintas publicaciones culturales y académicas, y trabajado en proyectos editoriales de diversa índole. No le gustan las semblanzas.