Mis amix son piezas de museo: sobre Tiempo Compartido en el Museo Carrillo Gil
Recuerdo una noche en la Facultad de Arte de la UNAM en que intenté convencer a algunos artistas y escritoras de que para acercarse a cierta sensibilidad contemporánea era más importante Nicanor Parra que Hegel o Schiller. Medio en broma creía eso, porque en ese tiempo el arte me parecía un lugar lejano y hostil. No sé si decía eso por desconocer a Hegel o por estar obsesionado con los Antipoemas. Las risas no faltaron.
Casi al final de un poema que se llama “El tunel” Parra escribe:
Un joven de escasos recursos no se da cuenta de las cosas.
El vive en una campana de vidrio que se llama Arte
Que se llama Lujuria, que se llama Ciencia
Tratando de establecer contacto con un mundo de relaciones
Que sólo existen para él y para un pequeño grupo de amigos. (1954)
Las disciplinas, los saberes ¿qué son sino enunciados, sujetos y cosas en tensión que conforman cartografías? Pienso en eso mientras camino por Avenida La Paz hacia el Museo Carrillo Gil. Está más cerca de Altavista pero me gusta más bajarme en Metrobús La Bombilla, ese camino extra me permite pensar y asegurarme de que ciertos cafés y restaurantes siguen existiendo. Una cartografía de mi memoria.
El 24 abril de 2021 abre al público el proyecto curatorial-expositivo Tiempo compartido ideado durante la pandemia por el equipo curatorial del museo conformado por Gaby Cepeda, Mauricio Marcin, Isabel Sonderéguer y Tomás Pérez como respuesta a pensar el lugar del museo dentro de la crisis global producto de la pandemia de Sars-Cov 19. En una entrevista con De Museos, Mauricio Marcin comenta que la interrogante era “De qué manera el museo podría contribuir a una suerte de reestructuración del tejido social. (…) Dado que el virus separa y aísla, mientras que el museo vive del diálogo, el contacto, la plática y el hacer compartido”. De ahí que Tiempo compartido asuma una reestructuración de las lógicas normativas y hegemónicas del museo como el lugar sacro del arte. El experimento consiste en hacer habitable el museo para una serie de colectivxs posibilidando el diálogo, el hacer y el contacto entre lxs cuerpos como proceso mismo del arte.
Museo aquí no es una metáfora de nada.
El museo, se nos ha dicho y se repite incansablemente en la teoría del arte, en el sentido común y la secundaria, es donde se resguarda la eternidad. Cosas valiosas de una sociedad. Al mismo tiempo lo que yace ahí dentro está muerto, fuera del campo de la vida. A lo largo del siglo XX se cuestionó de múltiples maneras el estatuto sacro del museo. Ese lugar al que va la gente educada, bien vestida y en silencio a contemplar la belleza, la virtud, el genio e incluso lo sublime: Los grandes valores metafísicos de la sensibilidad burguesa.
Algunas de las formas de cuestionar esta idea era meter al museo cosas que no deberían estar ahí; cuerpos humanos desnudos, cosas feas, cosas de uso; la otra era sacar lo bello y verdadero a la calle o personificar un cuerpo que critique a la burguesía con diálogos y actitudes cutres dentro del museo.
No es que el museo sea malo, sino que su existencia hace explícita la división de clases y criticarlo era participar del descontento social que hace las revoluciones. Por eso exponer cuadros en la calle o rayar cuadros sacros dentro de un museo es político y no mero vandalismo.
En algún momento del siglo XIX eso era suficiente. Asustaba a las clases altas y hacías partícipes a las clases bajas de la experiencia del arte. Desjerarquizabas la posibilidad del arte en tanto acceso.
Pero bajo el capitalismo no fue suficiente, nunca es suficiente porque el capital desde su poder de crear nuevos axiomas dio las condiciones morales, estéticas y políticas necesarias para que todo lo que la burguesía quería afuera del museo terminara, finalmente, entrando y no solo no tuviera el potencial crítico que antaño tuvo, sino que llegó a ser bello–y caro. Un grafitti; una lata de cerveza; videos de luisito comunica; papeles desordenados; shitposting y memes tras el umbral del museo entran como modos contemporáneos del arte. De forma brusca y apresurada ese fue el camino que hizo que el museo perdiera su carácter sacro decimonónico e incluyera la novedad en turno.
Un gesto de la posmodernidad fue quitarnos la idea de que el conocimiento y la cultura suceden únicamente en la institución. Por eso las revistas, los fanzines y los espacios independientes importan. También es cierto que la institución sigue siendo un lugar de legitimación para que los gestos críticos se puedan capitalizar y potencializar. Es compleja y tóxica esa relación y en cada caso diferente, por eso interesa pensar un caso concreto de la vieja querella entre institución y discursos disidentes en el marco de Tiempo compartido en el Museo Carrillo Gil.
Tiempo compartido también es una película de Sebastián Hoffman de 2018 donde dos familias rentan la misma casa por error de la empresa y se ven obligados a compartir una semana de vacaciones. Se odian, todos enloquecen y creen que la corporación que renta el espacio los quiere destruir. Una convivencia obligada. Quizá esa es la otra cara del concepto tiempo compartido.
El museo Carrillo Gil se quiere reinventar y se torna un gran estudio, un open studio de nueve colectivos al largo de un año dividido en tres periodos. Incluye en el programa de exhibiciones el proceso mismo. Quizá como eco de Otrxs Mundxs en el Museo Tamayo o Excepciones Normales en el JUMEX, el Carillo Gil hace su propuesta para entender y acompañar el arte joven. Es sintomática esta nueva ola de revisitar el arte joven donde están sucediendo propuestas innovadoras y críticas.
El museo se emplaza para dejarse habitar por artistas que en el proceso, crecen también. Ambas partes ganan. Como decía Nicanor Parra “un mundo de relaciones que sólo existen para él y para un pequeño grupo de amigos”. Quizá eso es lo raro de ese experimento o hace ver el funcionamiento real del arte fuera del museo, es decir el de las galerías independientes que se vuelven pequeños círculos de pequeños círculos donde a partir de gustos e intereses se delinean los espacios que se frecuentan. El arte, más allá de la belleza eterna que se fagocita a sí misma, como un pretexto del encuentro de cuerpxs amigxs.
Pero ¿Qué hay dentro?
La serie de proyectos invitados parecen estar ahí para responder al supuesto de situar a la humanidad después de la catástrofe, al borde de la extinción, en plena ruina de la modernidad; demasiado tarde para salvarnos. La muestra es el mapeo de un síntoma. Con el “colapso en la frente es natural, también, que haya negación al respecto o una fantasía desmedida por pensar que la tecnología salvará todo” Se nos dice que la humanidad dañó al planeta de forma irreversible, que en menos de cincuenta años se acabará la humanidad, el fin de la vida. Sin embargo, se hace arte. Aún. Este doble mapeo; de la negación o la fantasía es un motivo que se ha repetido ante cualquier catástrofe; se escapa de lo real desde la imaginación y la autonomía artística o con lo real se produce arte para criticar, hacer ver, repensar el mundo.
Se apostó, de acuerdo al texto curatorial firmado por Mauricio Marcín Álvarez por “un experimento con inspiración biológica que propone un proceso simbiótico: cooperación entre miembros o partes para pensar y actuar juntxs, sin huéspedes ni parásitos, en un ensayo de mutualismo al devenir”. La propuesta es doble; seguir produciendo pero hacerlo de otros modos. Desplazarnos del delirio humanista al plano colaborativo de metáforas biológicas.
Por eso la muestra se puede subdividir en dos grandes bloques; uno en que lxs colectivos son una multiplicidad de dudas, deudas y trabajo material tentando responder a qué hacer a pesar o con todo el imaginario catastrófico que se nos viene como humanidad. Aunque sin respuestas se insite en, para empezar, abandonar nombrarnos como humanidad. Esa categoría de antaño privilegia la episteme -europea siempre- por sobre otras formas tanto humanas no-occidentales como animales, de plantas o máquinas. De ahí la paranoia hegemónica del fin de todo. Si se acaba la humanidad, se puede pensar, en realidad no se acaba la vida. Pues vida es el viento, la cucaracha invencible, la piedra, el espacio, el movimiento e incluso el algoritmo. Ahí se presentan colectivxs como PALMERA ARDIENDO, UCCT (Unidad de Conciencias Colectivas Terrestres), PANÓSMICO. Quienes a su manera despliegan preguntas, gestos e imágenes para poner abrir el diálogo de lo que implica existir a pesar de todo; sus formas, modos y accionares más allá de la psique humana o a pesar de ella.
Por otro lado están otros proyectos cuya labor es, entre muchas cosas, pues como colectivos no son homogéneos ni continuos; deconstruir grandes ficciones como el género, el estado, lo real, el lugar de la mujer, la sociedad, la originalidad, la autoridad o la nación; pilares de mucho de lo que consideramos como verdadero en la vida y en el arte. Ahí se pueden agrupar INVASORIX, ENTRE MINAS, BROKEN ENGLISH, No hacer nada, Kashé & Shirotta, RRD Cuya principal distinción con el primer bloque es que operan dentro de lógicas del arte contemporáneo y su campo enunciativo es más específico; el feminismo, los memes, la ropa no binaria, la circulación de información o la propaganda.
Aunque ningún colectivo se parece, ni se repite, sino que son variaciones con puntos de contacto, hay un eco entre ellas. Son fugas ante el aprender a vivir por fin, el quehacer en tiempos desquiciados y la emergencia ante un mundo que poco a poco reduce sus modos de subjetivación bajo el esquema de la individualidad neoliberal. Comparten lecturas de Donna Haraway, Yuk Hui, Deleuze, Lyn Margulis y una insistencia fuerte hacia el futuro. La distinción en dos bloques de una serie de tres bloques en tres módulos, me funciona para ordenar la forma en que ocupan el espacio y permiten interactuar dentro del experimento Tiempo compartido. Como exposición es un riesgo, un intercambio de abuso mutuo entre una institución prestigiosa y jóvenes talentos en consolidación. Dar el tiempo y el espacio por el trabajo y el cuerpo. A pesar de que se produjo algo sin precedentes dentro de un museo nacional, no dejo de pensar en la plusvalía simbólica, el valor de uso de los cuerpos y el desgaste de tener que llenar un museo por un poco de pasta. Al desplazar la obra acabada del museo; cuyo intrínseco valor es en sí problemático, el trabajo “en vivo” de lxs artistas toma ese lugar. Si es rara la hiperservidumbre de los centros comerciales, los grandes restaurantes y demás espacios de clase, el paso procesual permanente de que lxs artistas, curadores e investigadores tengan que ocupar el museo es raro también. Por más bello que sea el encuentro entre los cuerpos en el proceso de creación.
Que el tema motriz de varies de las heterogeneidades de colectivxs que habitan el museo sea el futuro no es casual ni un mero equivoco del mainstream pandemico y el auge del pensamiento apocalíptico que lo circunda —como si lo fue en el caso de otras mundxs del museo Tamayo—, sino algo elemental propio de la condición de la obra artística. La obra de arte existe en su propio estar deviniendo, su darse a sí misma las condiciones de existencia en el tiempo. Lo cual tiene dos caras. Museificarse y darse al tiempo como ruina o mera pieza acabada de museo, o bien, pulsar hacia el futuro bajo la forma de proyecto. El dialogo aquí se vuelve intrigante, pues no es solo el contenido o temas que trabajan los colectivos los que entablan un diálogo con el futuro, que en muchos casos también lo hacen, sino que la misma forma de concebir el arte lo convierte en un fragmento del futuro que de forma expansiva crece, se desarrolla.
Cuando todo acabe el 22 de febrero habrá piezas que museificar, probablemente si, algo. Pero como proyecto queda el eco latente que muta y crece. Lo visto y vivido dentro del Carrillo Gil es la solución parcial de una ventana del futuro.