Mijaíl Bajtín y su legado más allá de la literatura
¿Por qué alguien con un doctorado en literatura lo dejaría todo para empezar de nuevo y estudiar psicología clínica? Esta pregunta resonó en los pasillos del hospital cuando llegué a mi entrevista de trabajo en la clínica de tratamiento psicológico y psiquiátrico para niños y adolescentes. Entre todas las personas que me entrevistaron, solo la directora clínica, una especialista polaca en el tratamiento de la psicosis, mostró genuino interés en cómo la literatura nutría mi nueva práctica como psicoterapeuta. De las cinco entrevistas que tuve, ella fue la única que me preguntó acerca de mi cambio de rumbo, mi pasado, acerca de mi formación literaria.
Durante mucho tiempo, intenté ocultar mi formación literaria. Al haber cambiado de disciplina, sentía que debía eliminar y ocultar mi pasión por la literatura y mis estudios, como si fueran un secreto vergonzoso. La crítica literaria y la escritora en mí solo emergían en momentos de soledad, lejos de supervisores y colegas. Pero este autoengaño era inútil: la literatura era y es mi forma de leer el mundo. Los más de diez años que le dediqué a pensarla obsesivamente no se fueron sin dejar huellas de tinta indelebles en mi manera de pensar todo lo que hago. Mi mundo está irremediablemente filtrado y sesgado por las formas literarias de pensar. Sin embargo, solo después comprendería esta verdad: tuve que desviarme para descubrir que no podía escapar de la literatura.
Cuando acabé la entrevista, donde tuve que justificar mi cambio de rumbo, y demostrar mi conocimiento sobre las “terapias basadas en evidencia”, la directora me acompañó hasta las puertas de seguridad, que solo se abrían con un pase interno. Antes de despedirnos, me preguntó si conocía el “diálogo abierto”. Cuando negué con la cabeza, me recomendó leer un texto de Jaakko Seikkula, Olsen y Ziedonis1 sobre los principios de la práctica dialógica. Como la académica que nunca dejé de ser, saqué mi pluma fuente y mi pequeño cuaderno para anotar los nombres. Meses después, descubrí que la directora polaca compartía mi obsesión por las plumas fuente y guardaba en su oficina una colección de tintas que compartiría conmigo. Quizás fue la pluma fuente, más que mi formación literaria o psicoterapéutica, la que selló mi contratación.
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Durante los dos meses que tomó tramitar mi contratación, me sumergí en la lectura sobre el diálogo abierto finlandés. No se trata de un modelo terapéutico tradicional ni de una intervención protocolizada, sino de una forma de facilitar el diálogo entre el paciente, la familia y el equipo de tratamiento. La práctica de diálogo abierto se concibió en el Hospital de Keropudas en Tornio, Finlandia.
Ubicado en Laponia, el remoto norte de Finlandia cerca de la frontera con Suecia, Keropudas es el único centro psiquiátrico en una región marcada por circunstancias que comparten muchas otras zonas rurales del mundo. La zona sufre una tasa de desempleo superior al 50% respecto al promedio nacional y la transición de una economía agraria a una de servicios ha dejado severos estragos en el bienestar psicosocial de su población. A mediados de los años 80, cuando la incidencia de esquizofrenia aumentó exponencialmente, los psiquiatras y psicoterapeutas se vieron obligados a encontrar una solución creativa e innovadora para que su hospital siguiera funcionando con los pocos recursos de los que disponían.
El personal de la unidad psiquiátrica de Keropudas, capacitado en terapia familiar sistémica según el modelo de la escuela de Milán, decidió cambiar el protocolo de hospitalización para los pacientes que llegaban en crisis. En lugar de la práctica común que incluía hospitalizar inmediatamente a los pacientes, medicarlos con antipsicóticos y aislarlos durante semanas hasta que mostraran alguna mejora, implementaron un proceso de decisión colectiva que incluía a la familia, el equipo médico y el propio paciente. Esta forma de tomar decisiones desafiaba dos paradigmas tradicionales: asumir que un paciente que llega en crisis no puede opinar acerca de su tratamiento y puede internarse de forma involuntaria “por su bien”, y la concepción de la esquizofrenia como una enfermedad individual donde el paciente es tratado como un objeto sin agencia. En vez de ello, adoptaron un enfoque sistémico donde el paciente y cada integrante de su “red” puede expresar su punto de vista y necesidades.
La piedra angular de este enfoque es la “reunión de tratamiento” que ocurre durante las primeras 24 horas del contacto inicial, preferentemente en el hogar familiar. Todos los involucrados en la situación, el equipo médico y los familiares, se sientan en un círculo, mientras los terapeutas facilitan el diálogo. Todas las decisiones acerca de la terapia, uso de medicamentos y hospitalización se toman mientras todos los miembros de la red están presentes, eliminando las reuniones privadas del personal médico. Este proceso continúa hasta que la crisis se resuelve, independientemente de si se decide hospitalizar al paciente o no.
Es un cambio aparentemente mínimo, pero radical: transforma la terapia en un proceso de creación conjunta, privilegiando el diálogo abierto y el intercambio de ideas. Los resultados del tratamiento en Finlandia han sido contundentes y se han documentado en diversos estudios: la incidencia de esquizofrenia en la comunidad disminuyó significativamente, solo un tercio de los pacientes requirió medicamentos antipsicóticos, el 83% retornó al trabajo de tiempo completo y la duración de las hospitalizaciones se redujo a menos de la mitad.
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Fue una sorpresa encontrarme con un viejo conocido de mi formación literaria en un artículo sobre el diálogo abierto: Mijaíl Bajtín. Durante mis estudios en letras, leí algunos de sus ensayos, citando su análisis de Gargantúa y Pantagruel para un trabajo que exploraba cómo la cultura popular subvierte los géneros oficiales a través del carnaval. También había leído parte de su libro sobre Dostoievski mientras investigaba la poética del autor ruso, que en su momento contrasté con la de Tolstoi, analizando las circunstancias dramáticamente distintas de sus muertes. Para mí, Bajtín había sido exclusivamente un crítico literario. Y, a decir verdad, un crítico literario que yo pensaba que era mediocre, en comparación con los formalistas rusos que tanto me gustaban. Jamás imaginé que encontraría a un crítico literario ruso conocido por sus escritos sobre Dostoievski y el realismo grotesco de los gigantes Gargantúa y Pantagruel, en un ensayo sobre un modelo de psicoterapia familiar desarrollado en Finlandia.
Como mi propio reencuentro inesperado con Bajtín, su vida y obra están marcadas por el azar y las circunstancias históricas. Su legado intelectual atravesó todo el tumulto del siglo XX en Rusia: la guerra civil posterior a la revolución, la ilusión de la década de 1920, la opresión estalinista, las purgas de los años 30, la invasión alemana a la Unión Soviética, la batalla cultural de la guerra fría, el deshielo de Jrushchov y el estancamiento brezhneviano. Como consecuencia de estos vaivenes históricos, su obra permaneció inédita durante más de tres décadas, entre 1929 y 1960.2
En 1929 Bajtín publicó su libro más célebre acerca de Dostoievski (Problemas de la poética de Dostoievski). Ese mismo año lo arrestaron durante una purga de intelectuales religiosos en Leningrado. Su participación en círculos intelectuales que buscaban reconciliar la teología con las corrientes científicas de la época lo convirtió en blanco de persecución. Su situación era particularmente vulnerable: la osteomielitis, enfermedad que lo acompañaría toda su vida, le impedía mantener un trabajo estable. Lo acusaron de “corromper a la juventud” pero por su enfermedad lograron que no se lo llevaran a los campos de trabajos forzados, sino solo lo condenaran a un exilio interno de cinco años en Kustanái, Kazajistán.
A pesar del silencio editorial forzado, los años 30 fueron increíblemente productivos para Bajtín. Durante este periodo escribió artículos fundamentales sobre la historia de la novela, un estudio del bildungsroman (novela de formación) y su tesis doctoral sobre Rabelais (La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais). Sin embargo, el destino conspiró contra su obra: la invasión alemana retrasó por más de una década la defensa de su tesis, una bomba destruyó el único manuscrito de su estudio sobre la novela de formación y, (la anécdota cuenta que) la escasez de papel durante la guerra lo llevó, como fumador compulsivo, a usar sus propios borradores para hacer cigarrillos. Durante las décadas siguientes, su producción se limitó a breves ensayos.
La recuperación de su obra ocurrió casi por casualidad. En 1960, un grupo de estudiantes del Instituto Gorki de Moscú descubrió su libro sobre Dostoievski en los archivos. Creyéndolo muerto, se sorprendieron al encontrarlo vivo y emprendieron la tarea de publicar toda su obra. Bajtín revisó sus manuscritos y finalmente publicó su tesis sobre Rabelais. A partir de entonces, se convirtió en un intelectual renombrado en la Unión Soviética. Tras su muerte en 1975, se publicaron todos sus manuscritos incluyendo dos textos que, a diferencia del resto de su obra, eran plenamente marxistas: una crítica a Freud y una filosofía del lenguaje.
La autoría de estos últimos textos desató un debate que persiste hasta hoy, una controversia que trasciende los chismes académicos. No se trata solo de determinar si Bajtín se apropió de la obra de dos colegas fallecidos, Volóshinov y Medvédev, sino de definir su posición ideológica: ¿Bajtín fue un pensador marxista? Hacia finales de la década de 1920, el círculo intelectual formado por los jóvenes Bajtín, Volóshinov y Medvédev se había propuesto contrarrestar las lecturas formalistas de la literatura, que se centraban en distinguir la forma literaria de otros usos del lenguaje, estudiando principalmente los dispositivos, las poéticas y los artificios literarios. En contraposición, ellos buscaban desarrollar una sociología del acto literario desde una perspectiva marxista, enfatizando el “contexto ideológico” como matriz fundamental de toda creación literaria.
De este periodo turbulento y de las discusiones con sus colegas marxistas emergió el concepto más influyente de Bajtín: el dialogismo. Esta noción, que se convertiría en el núcleo de su pensamiento, tiene raíces tanto en la tradición dialéctica de Hegel y Marx como en las intensas discusiones intelectuales de su círculo. Si la dialéctica hegeliana propone que la verdad emerge del choque entre tesis y antítesis, y el marxismo traslada este principio a las relaciones sociales y materiales, Bajtín llevaría estas ideas un paso más allá: para él, todo significado surge del diálogo, de la interacción viva entre voces distintas. No se trata ya de una progresión hacia una síntesis final, sino de un intercambio perpetuo donde cada voz mantiene su independencia mientras se entreteje con las demás.
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Lo que la práctica dialógica finlandesa encuentra en Bajtín es precisamente su fundamento crítico, particularmente en sus conceptos de dialogismo y polifonía, que se convierten en principios para crear una forma de interactuar en donde cada miembro de la red terapéutica puede ser escuchado y puede responder. En una reunión de diálogo abierto, las voces coexisten y los múltiples puntos de vista, tanto entre diferentes individuos como dentro de cada uno, son reconocidos como igualmente válidos y dignos de expresión.
Esa multiplicidad de voces es lo que Bajtín, en su análisis de Dostoievski, llamó “polifonía”. El término surgió cuando intentaba describir la innovación revolucionaria del autor de Crimen y castigo: la novela polifónica, donde el narrador renuncia al privilegio de la última palabra y otorga a sus personajes la autoridad para expresarse en pie de igualdad con la voz narrativa. Para Bajtín, las novelas de Dostoievski encarnan la pluralidad de conciencias independientes y distinguibles, una auténtica polifonía de perspectivas diversas. A diferencia de Tolstoi, quien como un ventrílocuo organiza y hace hablar a sus personajes a través de una voz narrativa dominante, Dostoievski permite que cada voz mantenga su autonomía. Sin embargo, esto no deriva en un relativismo donde toda perspectiva es válida por ceder a la tolerancia: la validez surge precisamente del compromiso con el diálogo, donde los discursos del yo y del otro se entrelazan y enriquecen mutuamente.
Este principio cobra especial relevancia en el contexto de una crisis psiquiátrica, donde las tensiones y emociones intensas pueden ser obstáculos para el diálogo. Por ello, quienes guían la conversación tienen la crucial tarea de amplificar las voces menos escuchadas, las silenciadas o las que resultan difíciles de comprender. Como señalan Seikkula y Olson, “dentro de una conversación ‘polifónica’ hay espacio para cada voz, reduciendo así el espacio entre los que supuestamente están ‘enfermos’ y ‘los que están bien’. El intercambio de colaboración entre todas las distintas voces teje comprensiones nuevas, y más compartidas a las que cada uno contribuye un hilo importante”.
Esta polifonía terapéutica reconoce que cada voz aporta un matiz esencial al proceso. En una sesión, las perspectivas pueden diferir: los terapeutas ven el caso desde su experiencia clínica, los psiquiatras desde el ámbito biomédico, y los familiares desde la cotidianidad de la convivencia. Pero más allá de las diferencias, la voz del paciente y de su familia son las que le dan sentido a la conversación: ellos son los expertos en su propia historia. A veces, un padre expresa su angustia en palabras entrecortadas, mientras un terapeuta, también padre en su vida personal, encuentra resonancia en esa emoción y la traduce en un puente hacia el diálogo. En este entretejido de experiencias, la comprensión se amplía. Así, en el tratamiento de la psicosis, la confluencia de voces no es solo una suma de perspectivas, sino un espacio donde lo biomédico, lo psicológico y lo social se entrelazan, permitiendo construir significados compartidos. Como en una conversación bien orquestada, cada voz añade una tonalidad única, y juntas dan forma a una comprensión más matizada y profunda de la realidad que se enfrenta.
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Participé en decenas de sesiones de diálogo abierto, tanto en la clínica como en la sala de emergencias del hospital. Eran mis momentos favoritos de la semana, pero también los más desafiantes, porque ninguna cantidad de preparación podía garantizar que la experiencia fuera a ser fructífera. Todo dependía de la conversación, de la disposición a ser vulnerables y a conectar con la experiencia colectiva. En el diálogo abierto ocurre algo muy extraño de experimentar: a veces, los terapeutas hablaban entre sí como si el paciente y su familia no estuvieran allí, reflexionando en voz alta sobre el caso, como lo harían en una reunión de equipo. Pero ya no hay un espejo unidireccional detrás del cual se observa la sesión, donde la familia era un objeto de estudio. Aquí, la familia es sujeto, parte activa de la conversación. Ain esos momentos en donde yo me permitía no ser solo una profesional con credenciales, una terapeuta seria y experta, sino también un ser humano con dudas, emociones y, por supuesto, con mi bagaje literario (y los cientos de diálogos con libros que he tenido).
Lo que escuché en esas sesiones, los instantes significativos en los que las voces se amplificaron y se pronunciaron palabras que nunca antes se habían podido decir, no puedo replicarlo aquí. Me haría falta un libro entero para transmitirlo. Pero lo que quiero rescatar es el poder transformador de la palabra cuando encuentra un espacio donde es escuchada, sin filtros, sin diagnóstico, sin títulos. La palabra no era solo un medio de comunicación, sino un acto en sí mismo, un punto de inflexión. No siempre había respuestas claras, pero incluso en los silencios, las lágrimas, las frases entrecortadas, los gritos y los reclamos, había algo que era necesario expresar. Ahí entendí que esas voces con sus tensiones y contradicciones no eran tan distintas a las que Bajtín observó en la literatura: una polifonía donde ninguna perspectiva cancela a la otra, sino que coexisten, se tensionan y enriquecen mutuamente.
En el diálogo abierto volví a encontrarme entre la escucha y la interpretación, entre la tentación de intervenir y el espacio de dejar silencio para que el otro intervenga, sin imponerle un sentido. Abracé la tolerancia de la incertidumbre. El diálogo abierto no se trata de llegar a una conclusión, sino de sostener la pregunta, habitar la incertidumbre junto con los otros. Por eso aquellos momentos se volvieron mis favoritos: en esa duda compartida, en el diálogo, siempre existe la posibilidad de que cada voz sea escuchada, ocurre realmente un encuentro.
Las formas literarias de pensar, este mismo texto, no son maneras de capturar lo que sucede en una sesión de psicoterapia. Tampoco son simplemente una herramienta más para que la psicoterapia encuentre una manera de incorporar las palabras de un crítico literario ruso en su cajita de intervenciones. Se trata de permitir que ambas convivan sin subordinarse. En ese sentido, lo que viví en las sesiones de diálogo abierto no fue la conciliación entre mis dos mundos, sino un diálogo constante, un ejercicio de escucha radical en donde ni la literatura ni la clínica tienen la última palabra. El diálogo abierto no termina en la clínica: cada palabra que escribo con mi pluma fuente es un intento de seguir escuchando.
- Olson, M, Seikkula, J. & Ziedonis, D, “The key elements of dialogic practice in Open Dialogue”, The University of Massachusetts Medical School, Worcester, 2014.
- Gran parte de la información de este esbozo biográfico se puede consultar en su forma más extendida en: Simon Dentith, Bakhtinian Thought. An introductory reader, London, Routledge, 1995.