Tierra Adentro
Portada de "Amanecer en el Valle del Sinú. Antología poética", de Raúl Gómez Jattin. FCE, 2025
Portada de “Amanecer en el Valle del Sinú. Antología poética”, de Raúl Gómez Jattin. FCE, 2025

Prólogo del libro “Amanecer en el Valle del Sinú. Antología poética” de Raúl Gómez Jattin. FCE, 2004. Novena reimpresión, 2025.

I. La vida: “Valorar al loco”

Raúl Gómez Jattin (1945–1997) nace y muere en Cartagena. En su siglo, y entre otros muchos acontecimientos, se institucionaliza la Violencia, la política devasta el ánimo civilizado pero no lo suprime, van renovándose las inhibiciones y los prejuicios de “la moral”, la tecnología se convierte en la más favorecida de las religiones civiles, y la globalización modifica de raíz la idea de provincia. Gómez Jattin, en diversos sentidos, ejerce libertades ya irrenunciables y, por eso, se opone a su tiempo social, que insistía en negarlas, y sin embargo, y aunque el término en función suya le disgustaba, su imagen más divulgada es la de un “poeta maldito” levemente actualizado, una criatura que escandaliza a lo muy decimonónico del siglo XX de la provincia colombiana, muy posiblemente un Porfirio Barba Jacob que no abandonó Colombia, no se dejó seducir por el nomadismo, usó cocaína en vez de hashish, revisó a diario la bitácora de su autodestrucción, y vio en su estar siempre “fuera de órbita” la materia prima de su literatura.

Debido a la falta de hospitales en Cereté, su infalsificable lugar natal, Gómez Jattin nace en Cartagena. En primera y última instancia su obra es el espacio autobiográfico donde se unifican el personaje poético y la persona y —tal y como lo precisa Heriberto Fiorillo en Arde Raúl, su investigación imprescindible que es la base informativa de estas notas— no hay distancias significativas entre el Yo de los poemas y el Yo de la realidad, enfrentado al acoso y la tragedia. Por ese afánde hacer y ser literatura, el orgullo de los inicios se deposita en la sabiduría tempranera:

Mi padre era un hombre muy culto, el único hombre culto de Cereté, con la única biblioteca que tenía allí libros de Shakespeare, Balzac, Anatole France, Stendhal, Queiroz, los novelistas rusos y otros volúmenes de antropología, historia, mitología y, como es natural, de ciencias políticas.

La vanidad de Raúl se funda en su precocidad intelectual. Una trayectoria tan accidentada requiere de alguna fijeza utópica, que en este caso resulta el hogar sólido del conocimiento, lo que sí resguarda contra la disipación de todos los días. De allí el aprecio sin límites de Gómez Jattin a la herencia del padre: “No sólo me enseñó a leer sino a apreciar la historia, la filosofía, la geografía, la astronomía, a diferenciar un adjetivo de otro, a cultivar vegetales, a injertar naranjos”. Antes de aislarse en la caída, no de la clase social o del porvenir brillante al que nunca aspiró, sino de la ambición de ser considerado alguien en su pueblo, Gómez Jattin disfruta del saber literario:

Cuando leí el primero (de los volúmenes de Las mil y una noches) pensé en ser escritor. Después, mi padre me sorprendió leyendo el segundo debajo de la cama y, por casualidad, pensó lo mismo. Dijo que me había observado y que yo, a mis seis años, tenía un espíritu admirable; tan admirable como el hecho de que no solamente supiera de memoria pedazos de poemas sino que estuviera leyendo un libro de esas dimensiones. Entonces me preguntó por qué no pensaba en llegar a ser cuentista o novelista.

Lo central de estas presunciones no es el recuerdo de un prodigioso niño de seis años, sino la disposición anímica de quien pertenecerá a Cereté a través del rechazo y el encono. Gómez Jattin, animal perseguido, describe su ostracismo:

Cereté, donde amé y sufrí, es una parte de mí. Sus gentes me persiguieron. Me vieron desde niño como un animal raro que llevaba una vida improductiva, leyendo libros y ensuciando papeles. No los culpo porque no habían tenido hasta entonces antecedente alguno que les ayudara a comprender la presencia de un artista. Ni mi poesía ni mi vida estuvieron dirigidas a ellos. Por el contrario mis poemas se nutrieron de sus vidas. Ellos se burlaban con un toque de estupidez e ignorancia. Pueblerinos, altanera multitud que quería imponerme una verdad no hecha a mi ser ni medida…

Gómez Jattin vive en su cuerpo “como un condenado”, ese cuerpo “en el cual la vida ya anochece”. Como el poeta mexicano Carlos Pellicer podría decir: “Mudo espío / mientras alguien voraz a mí me observa”. Acecha sus propias reacciones y su apetito amoroso; su culto al arte y la belleza; sus devociones literarias (que incluyen a Rimbaud, Borges, Stendhal y Platón); su juego con la locura (“Yo nunca perdí el contacto mental con la realidad. Un loco no puede crear. Y yo tan lúcido que hasta loco fui”); el olor a infierno y muerte de su fisiología; su idea de la soledad como un retrato de grupo y de familia; su deseo de crear, por la sola acción de la vehemencia, escenas únicas (su padre agoniza, él le da morfina y, ya desnudo, le baila flamenco sobre un taburete); su huelga de hambre de 29 días al no soportar un tratamiento de rehabilitación en un hospital; sus agresiones a la familia; su deambular por clínicas y su andar por entre la marihuana, el bazuco y la coca; su atroz etapa final en Cartagena, en el parque y la calle de San Diego, tal y como lo narra en su libro Vladimir Marinovich:

Lo veíamos durante el día sentado en las bancas del parque o acostado en el piso pelado del pórtico de la escuela, vestido de camisas y pantalones de colores chillones, siempre sin zapatos, bailando boleros, tangos, cumbias, cantando rancheras y trozos de vallenatos, haciendo morisquetas, poniéndonos apodos cuando pasábamos cerca de él para luego reírse a carcajadas, murmurando, enamorando a los amigos y conocidos con palabras obscenas, para luego pasar a la agresividad de un momento a otro tirándonos lo que bebía en ese momento, incluso bebidas calientes, quitándonos a la fuerza billetes, monedas, billeteras, bolsos, aretes, cadenas, pulseras, o jalando pelo o agarrando en las partes íntimas a las mujeres, o metiéndosenos en la tienda La Placita, en la esquina con la calle Camposanto y Tumbamuertos, para pedirnos o quitarnos de la boca pan, pudín, empanada, galleta, pasabocas, gaseosa, cerveza, cigarrillo, lo que uno estuviera comiendo, bebiendo o fumando. Entonces era el Raúl terrible, el que se metía con todo el mundo, el que estaba expuesto a respuestas mayores, el que no se dejaba ayudar, cosa muy difícil, casi un milagro.

Raúl, desde la carencia de límites, se propone igualar la vida y la obra, y como suele suceder, la persona hace a un lado con violencia al personaje poético, ya todo él un festín de incoherencia y desesperación. Las últimas horas de Gómez Jattin son alucinantes, a la fuerza. Al doctor Adolfo Bermúdez, uno de sus psiquiatras, le regala un animalito (“Los caballitos de mar son hermafroditas”), en la cárcel, a donde le llevan por unas horas, derriba unos tanques de basura, y al salir sigue bebiendo. A las 7:40 de la mañana un autobús lo atropella. Se ignora si fue suicidio.

No obstante su fuerza, la leyenda de Gómez Jattin no oscurece su poesía; en todo caso, se incorpora a la obra como emanación amarga y trágica, pero no, nunca es más persuasiva que la belleza trágica de sus poemas, y esto es así porque si Raúl va al fondo de sus emociones y jamás cede en el afán literario, allí no oculta nada, siempre mantiene el control expresivo, y al verterse trasciende la práctica de la confesión en público. Él se revela, no se confiesa, no lo necesita porque la conciencia de culpa se diluye en los textos, que también equilibran o neutralizan la vanagloria y la modestia: Es, dice en “El Dios que adora”, un ser supremo en su pueblo

Porque me inclino ante quien me regala

unas granadillas o una sonrisa de su heredad

O porque voy donde sus habitantes recios

a mendigar una moneda o una camisa y me la dan

Porque vigilo el cielo con ojos de gavilán

y lo nombro en mis versos. Porque soy solo

Porque dormí siete meses en una mecedora

y cinco en las aceras de una ciudad

Porque a la riqueza miro de perfil

mas no con odio…

II. De la autobiografía como testimonio de una especie en extinción

A Gómez Jattin le importa, de modo casi literal, internarse en sus textos, adoptar la identidad que éstos le conceden. A la estrategia inmemorial del “canje de realidades” (la palabra escrita como la vida alterna), llega casi desde el principio, pero como muy pocos padece la unidad salvaje de los dos mundos. Lo vivido y lo escrito se van integrando: la madre —acusada de adúltera— auspicia su sensibilidad “árabe”, otro espacio de la otredad; la precocidad es el primer alejamiento del medio social entregado a los conocimientos tardíos y circulares; la homosexualidad y la drogadicción son vivencias plenas y son, al consignarse en la página, aceptación de la mirada social y paseos desafiantes por el escaparate; la humildad y el protagonismo resultan igual cosa: soy Nadie y soy tu arquetipo, lector; la locura es una verdad unánime (“COMO YERBA FUI y no me fumaron”); las amistades cercanísimas están allí “como / un Jano bifronte que mira hacia lados opuestos”, y les toca soportar el vandalismo del poeta; las búsquedas del amor son “un sátiro en cuerpos ocasionales”, y la confesión hace del cinismo un muro de lamentaciones:

Emilia

Si primero conocí la teta

que la bragueta

por qué

oh dulce madre

vivo en los reinos del temblor

cuando él está

y cuando no

en los de la desesperanza.

En cambio

mi alma si acaso notaría

tu desaparición.

¿Qué es primero en el caso de Gómez Jattin: el personaje poético, todo construido de asimilación de los rechazos y de certificaciones del espíritu excéntrico, o la persona, empeñada en volverse el gran tema de su poesía? El dilema o, si se quiere, el enredo, no desemboca en la querella sino en la complementación. En el “paraíso perdido” de Gómez Jattin el dolor es tan real como las metáforas, y la desdicha es no convertir los poemas en exorcismos (En el poema de Milton, el demonio le dice a Dios: “¿Acaso te pedí / que me elevaras desde las tinieblas?”). El invento quiere ser el biógrafo del inventor, y la poesía aloja la locura, la vagancia, la condición homosexual, y, en un sentido liberador, la marginalidad como materia misma de la escritura:

Conjuro

Los habitantes de mi aldea

dicen que soy un hombre

despreciable y peligroso

Y no andan muy equivocados

Despreciable y Peligroso

Eso ha hecho de mí la poesía y el amor

Señores habitantes

Tranquilos

que sólo a mí

suelo hacer daño

Y sí que se lastima, y sí que es irrevocable su decisión de no concederse tregua, de salir desnudo a la calle, de escribir en tormentas del insomnio, de irritar y lastimar a los que lo quieren y lo admiran. No puede evitarlo y el único sistema de explicación son los poemas:

Íntimas preguntas

¿De profesión?

Loco

¿De vocación?

Lerdo

¿De ambición?

Terco

¿De formación? Ángel

y ni aún así

pudo contrarrestar

el cabrilleo de los ojos de Jorge

¿De fornicación?

Lento

El desprecio por los habitantes de su pueblo, tan irreal y tan reconocible (mediocridad, prejuicios, carencia de alma), domina al personaje poético, embajador plenipotenciario de la persona, que al evocar los hostigamientos se une al Raúl de los sufrimientos realmente existentes en la tarea de desprenderse al unísono de sus dependencias aborrecibles (el respeto social, el nivel de calidad de la vida, la ansiedad de ver el reconocimiento de su obra). La urgencia de liberarse de las dos cárceles lleva a Gómez Jattin al vaivén interminable entre la arrogancia y la humildad, entre el egocentrismo y el ascetismo:

Entonces empecé a sobrevivir de la musa, llevando una vida de asceta que me proporcionó cierta felicidad muy austera y difícilmente lograda, lo más cercano al placer metafísico. Mis últimos años oscilaron entre la mendicidad en las calles, el domicilio de aceras y parques y las numerosas y más o menos prolongadas estadías en diferentes clínicas psiquiátricas.

Pero nunca dejé de escribir.

¿Cómo podría dejar de hacerlo quien sólo localiza lo humano en lo escrito: “La poesía es la única compañera / acostúmbrate a sus cuchillos / que es la única”?

III. Las tradiciones de Gómez Jattin

Raúl vive el ensimismamiento, y da vueltas en torno a pasiones elementales y complejas. Si Porfirio Barba Jacob es su antihéroe heroico, él va más allá al sólo admitir el éxtasis de la desintegración. Si su poesía tiende a constituirse en el retrato exacto del modo en que se percibe a sí mismo, es también una antología de las imágenes que giran sobre los abismos de la alteración psíquica, y que le multiplican el alma como panes y peces de la parábola bíblica. Él es legión precisamente porque reparte su soledad con animosidad:

Ellos y mi ser anónimo

Es Raúl Gómez Jattin todos sus amigos

Y es Raúl Gómez ninguno cuando pasa

Cuando pasa todos son todos

Nadie soy yo Nadie soy yo.

Por qué querrá esa gente mi persona

si Raúl es nadie Pienso yo

Si es mi vida una reunión de ellos

que pasan por mi centro y se llevan mi dolor…

Así las presencias poéticas en su obra sean, como en todo escritor, muy diversas, la relación de Gómez Jattin con la poesía colombiana es muy profunda, y, además de Barba Jacob, su sistema de correspondencias incluye en primerísimo término a José Asunción Silva, Álvaro Mutis y Jaime Jaramillo Escobar. El vínculo es poético y existencial. Silva es el mito inmaculado, la muerte joven y por mano propia, la leyenda con zonas ambiguas, la sentencia en la pared (la condena a la infelicidad de un Edgar Allan Poe de “oído fatigado por vigilias y excesos”). Barba Jacob va al fondo de las pasiones trituradoras, no se exime de nada, grita la legitimidad de sus amores prohibidos y conjunta su verdad emotiva y la escritura desgarrada sobre su cuerpo. Exclama en “La canción de la vida profunda”, poema mayor de la poesía colombiana según Gómez Jattin:

Y hay días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos,

como la entraña oscura de oscuro pedernal:

la noche nos sorprende, con sus profusas lámparas

en rútilas monedas tasando el Bien y el Mal.

A Jaramillo Escobar también lo deslumbra el mundo clásico, y sus amores como estatuas, en un mundo de dioses que gobiernan, traicionan, fornican. Es osado y no demanda treguas o amnistías, es un guerrero del ascetismo. Y Mutis, torrencial, orientado también por la cultura clásica, en Diario de Lecumberri levanta el infortunio a niveles de hazaña, algo muy del agrado de Gómez Jattin. A las afinidades literarias las fortalecen las afinidades existenciales en los casos de Barba Jacob y Jaramillo Escobar, dos marginales por elección. En el caso del primero la locura consiste en apartarse de la diosa perra del éxito, y en el amor sin titubeos a la transgresión; sin embargo, conserva el sentido de sobrevivencia que en casos de apuro lo lleva a optar por la picaresca. Falta señalar una diferencia notoria: Barba Jacob es modernista y su ideología surge de la euforia y la “extrañeza” del lenguaje, de las palabras únicas como acuarimántima. El sonido poético le impone un rumbo a las emociones, y ésta es la clave del distanciamiento histórico con poetas como Gómez Jattin, gobernado por la sencillez:

Desencuentros

Ah desdichados padres

Cuánto desengaño trajo a su noble vejez

el hijo menor

el más inteligente

En vez de abogado respetable

marihuano conocido

En vez del esposo amante

un solterón precavido

En vez de hijos unos menesterosos poemas

¿Qué pecado tremendo está purgando

ese honrado par de viejos? ¿Innombrable?…

A Gómez Jattin le seduce el poder de transparencia del ideograma, y de allí por ejemplo su gusto por la poesía de Luis Carlos López (“tengo gran influencia de López, en el mejor sentido”). Esa presencia la localizo en los procedimientos que hacen del pueblo natal la cueva de las nostalgias culpables (por las solteronas, los poetas que desisten de la aventura y se humillan ante los poderosos, el organillo que acaricia las desilusiones, las quimeras que se van a pique oyendo las pláticas del cura). Y de Jaramillo Escobar extrae, además del amor compartido por las atmósferas de un pasado glorioso, habituado por sus contemporáneos, el impulso del habla poética que es su aval ante las circunstancias opresivas. En 1983, luego de leer el libro Poemas de Raúl, Jaramillo Escobar le envía una carta de alborozo, al verlo como heredero de la radicalidad de su movimiento, el nadaísmo:

…Cuando empezabas apenas a caminar, dabas los primeros pasos de siete leguas, poeta desbocado, lenguaraz, deslenguado, gigantón y desnudo, desusado, desmesurado, indomable …No cabrías en mi pequeño cuarto, no cabrías en esta ciudad (Medellín), tú eres el padre de la selva […] La poesía colombiana te estaba necesitando porque nosotros caímos en la trampa. Tú eres el único que queda libre…

La fe de Jaramillo Escobar en Gómez Jattin es tan fuerte que lo alcanza y sacude. No está solo y su experiencia se transfigura liberadoramente en su poesía. Raúl contesta:

Cuando llegó tu carta rumorosa como el viento

había lanzado todos los libros a la calle

y como no estaba el mío me tiré yo mismo a la

[intemperie

Y vagabundié entre el sonrojo agresivo y triste

de esos pobres hombres que me vieron crecer

como una bestia tierna que escribía y soñaba

De esos habitantes de un paisaje que adoro

incómodos y apesadumbrados de tener un poeta

IV. El tema prohibido

En la crónica de Fiorillo, el hermano de Raúl, Rubén, halla el origen de la locura en su decisión de asumirse como homosexual: “Creo que en su juventud luchó más contra eso que contra su esquizofrenia”. Si me atengo a los textos, lo ocurrido es algo distinto:

Un probable Constantino Cavafis a los 19

Esta noche asistirá a tres ceremonias peligrosas

El amor entre hombres

Fumar marihuana

Y escribir poemas

Mañana se levantará pasado el mediodía

Tendrá rotos los labios

Rojos los ojos

y otro papel enemigo

Le dolerán los labios de haber besado tanto

Y le arderán los ojos como colillas encendidas

Y ese poema tampoco expresará su llanto

Gómez Jattin conoce a Cavafis por las traducciones, las que siempre retienen el tono narrativo y la exploración de la nostalgia, de la melancolía agradecida y desencantada. Cavafis habla de Alejandría:

¿Por cuánto tiempo dejaré que mi mente

se desmorone en este sitio?

A donde voy, a donde miro,

contemplo las ruinas ennegrecidas de mi vida, aquí,

donde he estado tantos años,

desperdiciándolos, destruyéndolos por entero.

Hay tristeza, ironía y resentimiento en Cavafis, pero no hay odio ni diatriba. Y, además, a varias generaciones de poetas latinoamericanos, no sólo gays, Cavafis les entrega una clave para extraer regocijo y libertad de la memoria de los hechos “prohibidos”. Nunca se llega a Itaca, nunca se olvidará el cuerpo de las veces en que fue amado, nunca dejará de ser entrañable el acoplamiento de dos jóvenes en el cuarto alquilado de una taberna. En Hijos del tiempo, el libro impecable de Gómez Jattin, un clásico instantáneo, Cavafis es la presencia tutelar. La historia se reduce y se amplía en los relatos bravísimos donde toman forma algunos protagonistas de la cultura de Occidente. El texto “Scherezada” le pone otro nombre a la imaginación, que de loca de la casa deviene exigencia de la autocrítica:

El artista tiene siempre un mortal enemigo

que lo extenúa en su trabajo interminable

y que cada noche lo perdona y lo ama: él mismo.

Y en “Antinoo” la animula vagula blandula, la pequeña alma blanda, es la del adolescente ceñido por el conquistador del planeta:

A veces siento miedo de perder su amor

Prefiero ahogarme en el río

Que los dioses se apiaden de mis diecisiete años

Yo tan ignorante y frágil y pequeño

Tengo un amante que es el dueño del mundo

En numerosos textos, Gómez Jattin mezcla lo antiguo y lo moderno al referir, por ejemplo, su orientación sexual, sus “perversiones”, su entendimiento de la animosidad en torno suyo, su espera de “ángeles clandestinos”, su aceptación de la nueva temática, que inicia y renueva a la vez, donde las imágenes legitiman lo aborrecido socialmente:

Cuando llegas a mi cielo estoy desnudo

y te gustan las columnas de mis piernas

para reposar en ellas Y te asombra

mi centro con su ímpetu y su flor erecta

y mi caverna de Platón carnal y gnóstica

por donde te escapas hacia la otra vida

Y en ese cielo te entregas a ser lo que verdaderamente

eres Agresión de besos Colisión de espadas

Jadeo que se estrella como un mar contra mi pecho

* * *

Con la compilación de los libros y las poesías sueltas de Raúl Gómez Jattin, el Fondo de Cultura Económica acerca a los lectores a un autor excepcional en la historia de la poesía latinoamericana. La terrible y asombrosa historia de Raúl es, si se quiere, la puerta de entrada al conocimiento de una obra fundamental, pero lo que deslumbra, dentro de su temática restringida, son los textos, cada vez menos extraños y más arraigados en la sensualidad contemporánea, cada vez más llenos de mundo.

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Autores
N. en el DF y m. en la misma ciudad 1938-2010. Periodista y escritor. Estudió letras y economía en la UNAM. Fue profesor de literatura en la Escuela Nacional Preparatoria 1957-61 y secretario de redacción de las revistas Medio Siglo 1956-58, Estaciones 1957-59, Letras Nuevas y Nuevo Cine. Hizo programas para Radio UNAM y dirigió la colección de discos Voz Viva de México de la UNAM 1961. Premio Mazatlán de Literaura 1988. Becario del Centro Mexicano de escritores 1962-63 y 1967-68, de la Univesridad de Harvard 1965 y de la Fundación Guggenheim 1997. Creador emérito del SNCA 1993. Doctor Honoris causa por las Univesridades de Sonora y Autónoma Metropolitana 1995. Ha recibido, entre otros, los premios Nacional de Periodismo 1977, Manuel buendía 1988, Fernando Benítez de Periodismo Cultural 1993, Xavier Villaurrutia 1995, Príncipe Claus de Holanda 1998, Lya Kostakowsky 1998, Nacional de Ciencias y Artes 2005 y Premio de Poesía Ramón López Velarde del Gobierno de Zacatecas 2006. En 2004 el gobierno argentino le impuso la Orden de Mayo por su aporte a la cultura.