La vida es un milagro incomprensible
El olvido todo lo cura y el canto es el mejor medio de olvidar, porque con él el hombre solo recuerda lo que ama.
Ivo Andrić, Un puente sobre el Drina.
El puente es un espacio de unión, tanto en su sentido literal —un puente une dos espacios que un accidente geográfico separa— como en su sentido figurado. En nuestro mundo en el que la técnica ha permitido la construcción de grandes obras de infraestructura, como las autopistas, hemos perdido de vista la importancia de los puentes y la razón por la que poblaron el imaginario de los pueblos —no por nada el cargo sacerdotal más importante de la Roma republicana e imperial era el de pontifex maximun, el máximo hacedor de puentes, título que los obispos cristianos de la ciudad de las siete colinas reclamaron para sí—. Ivo Andrić (1892-1975) fue un escritor, pero también un constructor de puentes lo cual queda de manifiesto con su novela Un puente sobre el Drina, publicada en Belgrado en 1945, tras la liberación de la ciudad de la invasión nazi.
Ivo Andrić fue un escritor yugoslavo que escribió en serbocroata. Nació en 1892 en Dolac, en la actualidad parte de Bosnia-Herzegovina y entonces parte del Imperio austrohúngaro. En Sarajevo estudió el nivel medio superior y ahí se integró a organizaciones de jóvenes eslavos meridionales, lo cual, tras la muerte del archiduque Francisco Fernando, fue motivo para que lo arrestaran y lo acusaran de ser parte del complot; el gobierno austrohúngaro no pudo presentar un caso sólido en su contra , sin embargo, lo mantuvo por la mayor parte de la Primera Guerra Mundial en arresto domiciliario; lo que se repitió durante la Segunda Guerra Mundial, gran parte de la cual la pasó en un departamento de Belgrado en lo que parece ser también un arresto domiciliario, esa vez por parte de los invasores nazis —en 1939 Andrić fue designado embajador del reino de Yugoslavia ante Alemania, labor que se vio truncada en abril de 1941 con la invasión alemana a su país natal—. Mientras estuvo en ese departamento escribió varias obras, entre las que se encuentra El puente sobre el Drina, que le dio el reconocimiento literario dentro y fuera de Yugoslavia y que, en 1961, le garantizó la obtención del Premio Nobel de Literatura.
Al componer la novela, Andrić ofrece la historia del puente sobre el río Drina en la comunidad bosnia de Visegrad, desde antes de su construcción hasta que el ejército austrohúngaro lo destruyó durante la Primera Guerra Mundial. Mientras que se centra en la cotidianidad de Visegrad, ahonda en la historia de la región desde el siglo XVI hasta empezado el XX. Es, sobre todo, una exploración al modo en el que la historia, entendida como la historia de bronce —la de las gestas que conmemoran las naciones, que validan a las naciones—, impacta en la cotidianidad de los habitantes de Visegrad.
En todo caso, una cosa es cierta: entre la vida de las gentes de la ciudad y este puente existe un lazo íntimo y secular. Sus destinos están tan entrelazados que no se los puede imaginar ni contar por separado. Por eso la leyenda sobre el origen y el destino del puente es, al mismo tiempo, el relato de la vida de la ciudad y de sus habitantes de generación en generación, de la misma manera que a través de todas las narraciones sobre la ciudad pasa la línea del puente con sus once ojos y una kapia que corona su centro.
Desde el inicio el puente, aunque ordenado por el visir de Estambul, surgió en relación con el espacio que iba a ocupar y con las personas que ahí habitaban. Mehmed-Pachá Sokoli, el visir, nació en los primeros años del siglo XVI en Sokolovice, un pueblo vecino de Visegrad, y fue parte del “tributo de sangre” —el sistema de reclutamiento forzado para conformar a los jenízaros con el que el imperio otomano integraba sus ejércitos—. Después de dejar sus tierras a los diez años no volvió a ellas, pero no olvidó la necesidad de levantar un puente sobre el río, lo que mandó a hacer una vez que alcanzó el poder dentro del imperio. Andrić señala que la historia de Mehmed-Pachá es demasiado conocida en todo el mundo, quizá, acota, menos en su tierra natal, lo cual, sin embargo, no le impide ofrecer la hermosa escena del niño que aguarda en una orilla del río mientras su madre llora y les suplica a los indolentes jenízaros, tanto madre como hijo saben que, ahí donde habrá de levantarse más tarde el puente —y el monumento hecho de palabras que es la propia novela—, es la última vez que se ven, que sus destinos estarán apartados una vez los reclutadores crucen el río junto con los niños.
Como las aguas del Drina pasan las vidas de los habitantes de Visegrad, pero también de quienes llegan y cruzan la ciudad, quienes, enviados por sus imperios, definen el destino de la región y sus habitantes. Pasar, ese verbo que señala el transcurrir del tiempo, su paso, y tan vinculado con el andar de los seres humanos, el dar de pasos. La mayoría de quienes pasan por el puente lo hacen a pie. Pero, incluso antes de que haya un puente, es la necesidad de cruzar en ese punto el que da pie a su construcción y el que lleva a los enviados del visir a laborar ahí para levantarlo.
Ivo Andrić se doctoró en Graz en Literatura e Historia Eslava del Sur, lo cual es evidente al dar cuenta de la construcción del puente de su novela. Pero, no nos llamamos a engaño, aunque su sólida formación en historia le permite ofrecer detalles de importancia, es, ante todo, un escritor. Su narración se da para mostrar no al puente como una mera construcción arquitectónica, sino las vidas que se relacionaron con él, el mundo del puente sobre el Drina —aquí permítaseme recordar a Enrique Servín, quien en una conferencia sobre la novela que dio en La Paz, Baja California Sur, señaló que: “el quid de la novela es mostrar un mundo”—. Andrić muestra ese mundo y hace a sus lectores partícipes de él, de la epopeya de su construcción, con los intereses encontrados de los turcos que lo levantaron y los cristianos que lo saboteaban.
La erección del puente, como su caída siglos después, se ordenó desde el corazón del imperio —el turco su construcción, el austrohúngaro la explosión que acabó con la séptima de sus columnas—. La imposición se torna una de las características de esas decisiones que se toman lejos —“Allá, en algún lugar del mundo, alguien juega a la lotería o se libra un combate; y es así, por curioso que parezca, cómo se decide el destino de cada uno de nosotros”—, no solo fuera de Visegrad, sino sin mucha preocupación por lo que sus habitantes puedan o no decir, incluso Mehmed-Pachá cuando ordenó levantar el puente tenía muchas décadas sin pisar su tierra natal y hasta se había convertido al islam.
Así nació el puente con su kapia, y así se desarrolló la ciudad alrededor de él. […] Naturalmente, también él envejeció, pero en una escala del tiempo mucho más amplia, no solamente más amplia que la vida humana sino también que la duración de toda una serie de generaciones. Desde luego, este envejecimiento no podía ser apreciado por los ojos. Su vida, aunque mortal en sí, se parecía a la eternidad, porque su fin no era previsible.
Los siglos pasan como las aguas del Drina, cuantimás las vidas que Andrić narra. Esas vidas no pasan inadvertidas por el puente, una de las virtudes de la novela es que conforman los bloques con los que el novelista construye su novela. Desde Tosún efendi, el maestro de obras enviado por Mehmed-Pachá, hasta Alí-Hodja, pasando por el Tuerto, Zorka la maestra, Lotte la administradora del hotel, Radislav y su sabotaje, Fata la hija de Avgada, por mencionar solo algunos de los personajes, reciben la atención y la compasión del narrador de Andrić —porque es a través de este rasgo en la mirada narrativa que se construyen los personajes que habitan o pasan por el valle donde se asienta Visegrad—. El amor, la pasión, la necesidad de reposo sirven no solo para caracterizar a los personajes, sino que en la narración de Un puente sobre el Drina esas particularidades de los caracteres ahondan en la condición humana. Al ver las tribulaciones de ese mundo vemos también las nuestras, hemos sido como los niños que en el primer capítulo juegan en los alrededores del puente, que han cruzado desde antes de dar los primeros pasos, y ante cuyas piedras sus diferencias de religión y de lengua significan poca cosa: “Los niños que en el verano pescan pececillos durante todo el día a lo largo de esta orilla pedregosa […]; Así transcurre la vida de los niños de la ciudad: debajo del puente y en torno al puente, en un juego gratuito o en sueños pueriles”.
La kapia es el centro del puente, en cuyo sofá por generaciones se han sentado los visegradeses, tanto musulmanes como cristianos y judíos, en cuyo centro orbita toda la pequeña ciudad, pero también la novela. Y es que, si los poderosos del mundo deciden allá lejos el propio destino, ¿para qué apresurarse en buscarlo? Si las potencias deciden cambiar las fronteras, mejor aguardar a que tomen sus decisiones. Lo cual tampoco quiere decir que los personajes de Andrić sean indolentes, ahí está el joven que saboteaba la construcción del puente, ahí el otro joven que siglos más tarde se une a los nacionalistas eslavos del sur para enfrentar al Imperio austrohúngaro.
Las tensiones raciales y religiosas están presentes en el libro, pero no son las que definen la historia de la ciudad. La convivencia por siglos de musulmanes, cristianos y judíos define la vida de la ciudad bosnia y son los acontecimientos externos los que la modifican. Así, por ejemplo, en el siglo XIX la región entró en dominio austriaco, por lo que su ejército entró en Visegrad.
Nadie recordaba haber conocido un silencio semejante en la ciudad. Ni siquiera habían abierto las tiendas y, en aquel día soleado de finales de agosto, las casas mantenían sus puertas y ventanas cerradas. Los callejones estaban desiertos, mudos los patios y los huertos. En las casas turcas reinaba el desánimo y la confusión; entre los cristianos, la circunspección y la desconfianza. Todos tenían miedo. Los boches que entraban temían las emboscadas; los turcos temían a los boches; y los serbios, a los boches y a los turcos. Los judíos temblaban ante todo el mundo, porque, especialmente en tiempos de guerra, todos son más fuertes que ellos.
La desgracia une. Lo plantea en ese párrafo el narrador de la novela, pero también en otros puntos de la novela. La religión no divide tanto como cabría esperar a la gente alrededor del puente del Drina. Andrić, como embajador que había sido del reino de Yugoslavia, creía en el proyecto nacional que conglomeraba a serbios, croatas y eslovenos y que, como tal, tenía en la pluralidad de identidades su piedra angular. De ahí que el mundo narrado en la novela muestre a las potencias extranjeras como adversarios, mientras que la comunidad no se enfrenta, a pesar de sus diferencias.
Lo anterior se puede ver en el temor ante los austriacos —Andrić utiliza el término con el que fueron conocidos durante la Primera Guerra Mundial tanto los soldades gérmanos del Imperio austrohúngaro como los alemanes: boches— igual a los habitantes de Visegrad y hasta a los recién llegados. Sin embargo, donde queda más patente es ante los desastres naturales, el momento en el que la novela muestra la gran inundación y la respuesta de los visegradeses ante ella.
Allí se encontraban, extenuados y completamente calados, los mujtars y los kmets, jefes y administradores musulmanes y cristianos de todos los barrios de la ciudad, quienes habían tenido que despertar, y buscarles cobijo, a todos sus conciudadanos. No se observaba distinción entre turcos, cristianos y judíos. La violencia de los elementos y el peso de la desgracia común había unido a todos, y, en particular, a los cristianos con los turcos.
Juan Rulfo, en una conferencia que dio en 1968, señaló a Andrić como uno de los grandes escritores yugoslavos, aunque deploró que justamente después de Un puente sobre el Drina se dedicó a hacer crónica costumbrista de siglos pretéritos, para no hablar de política contemporánea. Esta crítica podría extenderse, incluso, a esta última novela —termina cuando apenas inició la Primera Guerra Mundial, tras la cual la región en la que se encuentra Visegrad pasó a formar parte del Reino de los Serbios, los Croatas y Eslovenos; sin embargo, aunque puede entenderse como un intento de Andrić por no comprometerse con los conflictos que se dieron en las décadas del 1920 y 1930, la novela no necesita extenderse más allá del punto en el que finaliza, con la séptima de sus columnas demolida—.
Es posible, en cambio, ver en Un puente sobre el Drina una epopeya para Yugoslavia —nación que sobrevivió cuatro décadas y media después de que se publicara el libro—, un espejo al pasado en el que las diferentes comunidades que habitaban ese espacio se identificaran —es irrelevante que esa haya sido la intención, o no, de Andrić—. La violencia entre los diferentes grupos que habitaban en la región, la que terminó manifestándose a partir de 1991 en los conflictos de los Balcanes, no le interesa al novelista en su construcción. Piénsese que estaba componiendo Un puente sobre el Drina mientras su país estaba invadido por los alemanes nazis, quienes lo mantenían en arresto domiciliario, para él el enemigo no eran sus vecinos, aunque fueran de otras etnias o religiones diferentes a la suya, sino los invasores —como durante la Primera Guerra Mundial lo fueron los austrohúngaros, quienes, no se olvide, también lo mantuvieron en arresto domiciliario—.
Andrić construye su puente para hablar de las gentes que han habitado Visegrad, pero también y, sobre todo, de Yugoslavia. Habla de un puente que fue dinamitado durante la Primera Guerra Mundial, pero que recuperó su función y que, pese a todo, sobrevivió. La novela fue un monumento en honor a quienes sobrevivieron las invasiones, un monumento destinado a perdurar.
Pero en la kapia, situada entre el cielo, el río y las montañas, las generaciones sucesivas aprendieron a no afligirse en exceso por lo que llevaban consigo las aguas turbias del Drina. Allí aprendieron a adoptar la filosofía inconsciente de la pequeña ciudad: la vida es un milagro incomprensible; se gasta y se diluye sin cesar, y, no obstante, dura y permanece sólidamente, “como el puente sobre el Drina”.