Mi madre vive aquí
Heredar la biblioteca de un ser querido significa recuperar parte de sus diálogos, sus monólogos y hasta sus invocaciones a los muertos. En este luminoso ensayo, Isabel Zapata ahonda en los territorios de la pérdida, pero también en el de los siempre felices hallazgos.
No hay otros paraísos que los
paraísos perdidos.
Jorge Luis Borges
I
Me pesan las cosas que tengo: los objetos que acumulo por gusto, necesidad o herencia y que van invadiendo los metros cuadrados que tengo el atrevimiento de llamar míos. La anterior declaración no es una revelación new age ni el principio de una diatriba anticapitalista. Más bien quiero decir que por momentos siento que las cosas se adueñan de mí: el baúl amarillo de Olinalá colmado de fotos viejas y la vajilla blanca de mi abuela, guardada en cajas de cartón desde hace años, son feroces recordatorios de mi propia mortalidad. El pesado tintero de vidrio que encuentro de pronto en un cajón (había olvidado que lo tenía) está marcado por la enfermedad de los dueños que tuvo antes de llegar a mí, tiene tumores en los pulmones y en el páncreas: quiero conservarlo pero no quiero nunca volverlo a ver. El tomo Aguilar de las obras completas de Cervantes empastado en piel del que mamá me leía por las noches. El cenicero que mi abuelo –fumador irremisible– llevaba consigo en la maleta con la que entró por última vez al hospital. La foto de cuando cumplí siete años y papá nos llevó a comer al San Ángel Inn; yo con mi vestido blanco y el pelo hasta la cintura, mamá vestida de profesora con su saco de parches en los codos, mi hermano Pedro con la adolescencia entera envolviéndolo en forma de blazer azul marino con botones dorados. Seguramente mis padres habían bebido y entrado en esa dicha; nosotros tuvimos permiso de comer una isla flotante y después corrimos por los jardines, hacia la fuente, a buscar a los gatos.
23 de abril de 1991.
¿Fue realmente un buen día? Lo fue en ese simulacro de papel y luz.
II
En 2007 tuvimos que desmontar una casa y con ella desmontar la vida que ocupaba la casa, la que compartíamos mamá, las perras y yo. ¿No es extraño que las cosas sobrevivan a sus dueños? Yo no debería tener archivos ajenos, vajillas de hogares que han desaparecido, fotografías de tiempos anteriores a mí (ser el menor de varios hermanos significa que casi todo tiempo fue anterior a ti, te perdiste todos los principios pero estarás presente en todos los finales) que alguien recortó siguiendo el capricho de su propio recuerdo. Mutilar fotos para cincelar la memoria es una tradición familiar: mamá, artesana del recuerdo, dejó cientos de fotos descabezadas.
III
Quedaron más de treinta cuadernos forrados en tela y fechados rigurosamente con letra manuscrita al inicio de cada entrada.
¿Qué se hace con una colección de diarios cuando contienen la vida de tu madre muerta?
IV
Desmembrar la biblioteca de mamá fue la verdadera cremación de su cuerpo. Mis hermanos y yo compramos estampitas circulares de colores y nos reunimos durante varias tardes a pegarlas en los lomos de los libros que queríamos conservar. Después invitamos amigos a escoger algún volumen como recuerdo, con la condición de que por ningún motivo devolvieran aquello que encontraran entre sus páginas: la vida privada de cada libro debía permanecer contenida en los papeles, notas y recortes que había en él. Fue así que agregué a mi biblioteca un centenar de libros venturosamente repletos de anotaciones al margen.
Hay distintas maneras de amar los libros. Algunos se acercan a ellos con amor cortés, como si cuidarlos fuera mantenerlos ajenos al paso del tiempo: si acaso dejan un asterisco pequeño, siempre en lápiz, o marcan la página de su interés con un impoluto papelito. Mi familia en cambio pertenece al grupo de los que profesan por los libros un amor carnal. Subrayamos y anotamos con la tinta que hay a la mano, trazamos corchetes, paréntesis, flechas, signos de exclamación y garabatos, improvisamos separadores con tickets del supermercado o recibos del gas. Cuenta Alfonso Reyes que, según Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado masticaba los libros hasta que quedaban reducidos a algo como una mariposa de alas redondeadas.
Lo que dije antes: son variaciones del amor.
V
Los actos de leer y escribir están tan íntimamente vinculados que subrayar y anotar libros puede funcionar como sustituto de la escritura misma. En La vanidad de subrayar, Fabio Morábito menciona a un amigo suyo que no publicaba porque no habría soportado ser subrayado. Temía que el criterio errado del lector —en su faceta minúscula, la marginalia es la forma más democrática y extendida de crítica literaria— dejara fuera partes de su libro que a él le parecían fundamentales.
Deseaba un imposible: escribir un libro subrayable de la primera hasta la última palabra.
VI
En los nueve años que llevo con ella, he encontrado en la biblioteca de mamá evidencia de varias facetas suyas como lectora. Más que en sus libros, esos accidentes de papel, tinta y pegamento, fue en sus notas al margen que dejó su legado más valioso: una forma de encontrarme con ella.
Conservo por ejemplo su copia de las Cartas de Abelardo y Eloísa, frmado en tinta azul en la primera página y al pie de ésta, con letra más pequeña: 1984 —el año del divorcio de mis padres—. Con él (o en él) mamá reflexionó sobre la naturaleza del amor y del matrimonio, subrayando estas palabras de Abelardo:
Ella me hacía ver lo peligroso que sería para mí volverla a llevar a París; cómo el título de amante, más honorable para mí, sería para ella más preciado que el de esposa. Ella quería conservarme por el encanto de la ternura y no encadenarme con los lazos del matrimonio; agregaba que nuestras separaciones momentáneas harían los encuentros tanto más dulces cuanto que serían menos frecuentes.
Conservo también los veintitrés tomos de sus obras completas de Freud, el número veintiuno tiene una estampita de terciopelo en forma de tigre pegada, seguramente por mí, en la portada. En la página ochenta y tres, al lado de la frase El programa que nos impone el principio del placer, el de ser felices, es irrealizable, una nota de ella: queda la belleza.
A veces mamá unía, en sus notas al margen, a autores que llevaba enlazados en la imaginación. El brevísimo ensayo de Walter Benjamin Juego de letras, incluido en un luminoso ejemplar publicado por Alfaguara bajo el título Infancia en Berlín hacia 1900, empieza ferozmente:
Jamás podremos rescatar del todo lo que olvidamos. Quizá esté bien así. El choque que produciría recuperarlo sería tan destructor que al instante deberíamos dejar de comprender nuestra nostalgia. De otra manera lo comprendemos, y tanto mejor, cuanto más profundamente yace en nosotros lo olvidado.
Ella separó la página con una banderita y escribió al margen las siguientes palabras de Nietzsche: He dado nombre a mi dolor y lo he llamado «perro». Imposible conocer a fondo los mecanismos que la llevaron de un punto a otro, pero quiero pensar que algo de ellos comprendí cuando la intuición me hizo, años después, completar su nota con una línea de Mi vida con la perra,de Francisco Hernández: Tauro: La felicidad es un saco que me queda grande.
Mamá también hermanó sutilmente a dos de mis escritoras favoritas cuando, en la página ciento treinta de su copia de Revelación de un mundo, donde Lispector escribe «Un nombre para lo que soy, importa muy poco. Importa lo que me gustaría ser», añadió al margen un verso de Alejandra Pizarnik: Como cuando se abre una flor y revela el corazón que no tiene.
Un acertijo: ¿Por qué dobló la esquina de la página que contiene la entrada dedicada a Horus del Diccionario de los símbolos editado por Jean Chevalier? No escribió nada al margen, pero subrayó una oración en amarillo, decididamente: Se lo ve siempre combatiendo para salvaguardar un equilibrio entre fuerzas adversas y para hacer triunfar las fuerzas de la luz. Yo no sé la respuesta a esa —o ninguna otra— pregunta, pero llevo el ojo de Horus tatuado en el tobillo derecho como recordatorio del combate.
VII
Mi amigo Julián Meza solía decir que el número ideal de comensales en una mesa, en términos de conversación, es tres: con dos el diálogo se estanca y con cuatro se bifurca. Si, siguiendo a Schopenhauer, leer es pensar con el cerebro de otro, entonces leer libros anotados es echar a andar una conversación entre tres. Bajo esta luz no resulta extraño pensar que, hasta mediados del siglo xix, fuera costumbre habitual marcar los libros antes de regalarlos. Las notas al margen de Coleridge, por ejemplo, gozaron de tal fama que sus amigos le pedían que marcara sus libros antes de leerlos. Como escribió Billy Collins en su poema «Marginalia»:
Todos nos hemos apropiado del blanco perímetro
y tomado una pluma aunque sea para mostrar que no
sólo estamos acostados en el sillón pasando páginas,
sino que dejamos una idea a la orilla del camino
plantamos un pensamiento al margenHasta los monjes irlandeses en sus frías scriptoria
garabatearon en márgenes de los Evangelios
breves notas sobre las penas de copiar,
un pájaro que cantaba cerca de la ventana,
o la luz solar que iluminaba su página:
hombres anónimos emprendiendo un viaje hacia el futuro
en una nave más duradera que ellos mismos.
Las anotaciones al margen son entonces viajes hasta un momento en el futuro en donde alguien recostado en otro sillón, o sentado en una ventana junto a la que canta un pájaro distinto, tendrá el libro entre sus manos y transformará, con su lectura, el monólogo en diálogo. Leer los libros que mamá anotó es conversar con ella, y la conversación es una forma del amor. Así fue como vencimos a la muerte.
VIII
Lo último que mamá leyó se llama La escritora vive aquí y tiene como portada la fotografía de una casa blanca de techo triangular que yo imaginaba como un buen lugar para esconderme del horror de aquellos días. Según lo que leo en internet (no me he atrevido a abrir el libro: para entonces el veneno de la quimioterapia había transformado la impecable caligrafía de mamá en un manojo de arañas patudas que prefiero no volver a ver) se trata de un viaje por las casas y los objetos de Marguerite Yourcenar, Colette, Alexandra David-Néel, Karen Blixen y Virginia Woolf.
No me quito esa frase de la cabeza: Se trata de un viaje.
IX
Escribió Porchia que lo que dicen las palabras no dura, duran las palabras.
X
Duran las palabras: mi madre vive aquí.