Viva
En este cuento de la escritora salvadoreña Claudia Hernández, el mundo de los oficinistas parece el de siempre: chismes, despidos, demandas. Excepto por una cuestión inquietante: los muertos continúan trabajando.
Muerta, lo que se dice muerta, no estaba. Era sólo una parte suya la que no respondía a estímulos, ya no respiraba ni se divertía. El resto de ella funcionaba justo como nosotros. O al menos así nos lo dijeron en una reunión de personal en la que no estuvo presente. Dijeron también que no podían dejarla ir porque cumplía con sus labores e incluso trabajaba más de lo acordado sin cobrar extra tiempo y sin protestar. Entendían que resultara incómodo para muchos verla en la condición en la que se encontraba, pero nos pedían que comprendiéramos que, a pesar de que todo un lado del cuerpo había dejado de funcionarle, todavía era un ser humano. Dejaron claro que el que ella sonriera cada vez menos y perdiera color cada vez más no eran razones para despedirla, como algunos habían solicitado. No procedía porque, en principio, la chica conservaba las cualidades por las que había sido contratada y mantenía el nivel de efciencia en las operaciones que estaba establecido en su contrato.
La chica seguía siendo como al principio, salvo por el hecho de que una mitad suya emanaba un olor por demás intenso y de que se había vuelto bastante más sensible. No es que llorara por todo, sino que antes, por ejemplo, nunca se habría quejado de la manera en que alguien le hablaba o la veía. Ahora, en cambio, había presentado una denuncia formal contra tres empleadas presentes en la reunión por interactuar con ella en los baños como si sintieran asco de su condición y contra otros dos por desviar la mirada cuando se encontraban ante la parte suya que ya no podía defenderse.
No buscaba compasión ni compensación monetaria, sino trato justo. Decía que odiaba que la hicieran sentirse mal por algo que no era ni su responsabilidad ni había sido decisión suya. ¿O acaso pensábamos que lo era?
No nos estaban pidiendo que socializáramos con ella en nuestro tiempo personal, pero sí que, en virtud de las circunstancias, nos concentráramos, dentro del edifcio o en horario laboral, en el hemisferio suyo que permanecía como cuando entró a tra bajar para la compañía. Sabían que requería esfuerzo adicional por parte de nosotros, por lo que nos agradecían de antemano el trabajo que invirtiéramos en eso y la solidaridad que pudiéramos mostrar para con nuestra compañera de labores en la difícil experiencia que estaba atravesando.
Supe por una de las secretarias de la gerencia que, en verdad, los jefes habrían querido prescindir de sus servicios para evitar lo molesto de la situación, sobre todo con los clientes más importantes, que no dejaban de preguntar qué le sucedía y, tras las respuestas diplomáticas que les daban, sugerían soluciones como trasladarla a un cargo en el que no tuviera que tratar con el público o construirle una caseta tras la cual pudiera trabajar sin tener que poner a gente como ellos en la difícil situación de fingir que no le desagradaba lo que tenía al frente. Preguntaban también cómo era posible que no lo hubieran pensado antes.
En algún momento consideraron decir que su presencia ahí era parte de un plan de inclusión de la compañía, pero desistieron porque, aunque sonaba muy humanitario, temieron que otros como ella llegaran a solicitarles plaza y no hubiera manera de negárselas. Así que, por lo general, guardaban silencio. Pero, cuando había sufciente confanza, les contaban que lo habían intentado y habían recibido, por eso, advertencia de sus abogados: serían demandados tanto si la despedían por lo que fuera que alegaran como si la movían de donde estaba o le cambiaban las condiciones laborales, excepto si era para mejorárselas.
El momento en que podían haberlo hecho sin provocar escándalos había pasado. Ahora buscaban, con mucha discreción, una persona que atestiguara que la chica había actuado de mala fe y que sus llegadas antes de horario, sus salidas tardías, la postura que asumía en la silla de su escritorio y la manera en que peinaba su cabello habían sido todas artimañas para que nadie se diera cuenta de que había dejado de ser la persona idónea para el cargo. Si esa persona, además, conseguía obtener la copia del contrato que estaba en su poder o una prueba de que ella misma se había provocado el padecimiento, la compañía le estaría muy agradecida.
En la opinión de la secretaria, esa persona podía ser yo. Quería saber si me interesaba colaborar con ese asunto. A cambio, recibiría favores que no llegó a especificar porque de inmediato le respondí que debía pensar en alguien más: yo no quería involucrarme. Pensé en decirle que, además, no le convenía: no soy del tipo de gente que sabe mentir. ¿Qué iba a hacer cuando alguien señalara que era imposible que supiera lo que sea que quisieran que fuera a decir porque mi trabajo no tenía nada que ver con el de ella? ¿Cómo se le ocurría meterme en algo como eso?
No fue necesario porque, tan pronto como escuchó mi respuesta, dijo que no me preocupara ni me lo tomara a pecho, que sólo estaba jugando, que nada más había querido ponerme a prueba, que lo único que buscaba era saber la clase de persona que yo era y que le alegraba saber que era de buena clase. No supo decir para qué quería saber algo como eso, nomás respondió que siempre era bueno conocer esos detalles, que no pretendía nada con ello, que ya me olvidara del asunto, que hiciera como si no hubiera sucedido. Me invitaba a cenar.
Al día siguiente, la vi conversar en un pasillo con otra persona de mi área y usar con ella los mismos gestos que había empleado durante nuestra breve plática. Entonces decidí acercarme a la chica del problema para advertirle de la clase de lugar en que se encontraba y sugerirle que se cuidara de lo que se tramaba en su contra.
Estaba enterada. De todas maneras, me agradecía que le hubiera pasado el dato. Le parecía muy noble de mi parte. Siempre pensó que yo estaba del lado de los jefes y sus secretarias. Y le sorprendía que la apoyara después de lo mal que ella me había tratado la única vez que nuestros trabajos coincidieron. Se sentía avergonzada y aprovechó el momento —por si no llegaba a haber otro más adelante— para pedirme disculpas por eso.
Contesté que no había rencores, que ni siquiera sabía a qué se estaba refriendo. Sonrió tanto como pudo. Lo tomó como una gentileza de mi parte y pasó a darme detalles de un episodio que yo no recordaba, no porque tuviera mala memoria, sino porque ella lucía tan diferente que no había yo caído en la cuenta de que se trataba de la misma persona que me había ofendido una vez. No quedaba rastro de la belleza que tenía, ni siquiera en la parte que no se le había podrido. Y, sin embargo, me resultaba atractiva.
Le pedí que dejáramos de hacer memoria. No era el momento apropiado. Lo que importaba era el asunto suyo. ¿Había alguna manera en la que yo pudiera ayudarla?
De hecho, la había.
Necesitaba encontrar pronto un nuevo lugar donde vivir. Mejor si era en esa zona. Tenía que dejar su edificio en pocas semanas: los vecinos se las habían arreglado para convencer a la casera de que no le renovara el contrato. La mujer, encima de todo, le había anunciado que no le regresaría su depósito: debía pagar con él por una limpieza profunda del lugar, pintura completa y cambio del retrete, del lavabo y de la ducha para poder conseguir un nuevo inquilino tras la historia que los vecinos seguro contarían del apartamento una vez que ella lo dejara.
Necesitaría, además, que la ayudara con la mudanza: no tenía demasiadas cosas, pero no podría con todas ellas con apenas medio cuerpo disponible para su acarreo. ¿Era mucho pedir? De ninguna manera. Si quería, podía mudarse conmigo. Mi casa tenía suficiente espacio para una persona más. Podíamos llevar todas sus cosas a ella. O, si lo prefería, tomar sólo lo indispensable y dejarle a la dueña la molestia de resolver qué hacer con sus haberes.
Se rehusó a pesar de que le juré que no contaría en la compañía que compartíamos espacio y que nunca llegaríamos o nos iríamos del trabajo al mismo tiempo ni intentaría ayudarla en él cuando las cosas se complicaran debido a su condición: las relaciones sentimentales entre empleados estaban prohibidas. No importaba que no tuviéramos una, ellos podían valerse de lo que fuera que creyeran que había entre nosotros para sacársela de encima. Además, era cuestión de tiempo que yo quisiera algo, y ella no estaría para amores en esos momentos.
Le aseguré que podía estar tranquila: no estaba buscando nada con ella. ¿Se había visto en el espejo en los últimos días? Lo había hecho.
Sentí vergüenza por mi comportamiento y preferí alejarme y desatenderme de sus asuntos. No respondí a sus llamadas para ayudarla el día de la mudanza ni correspondí al número que me dejó en sus mensajes, ni pregunté por ella en la compañía. Si supe, un día, que había dejado su puesto fue porque todo mundo lo comentó. Se rumoraba que había llegado a un acuerdo con los dueños, pero no era cierto, como tampoco lo era el que ellos hubieran encontrado una manera de despedirla sin resultar dañados: me lo dijo la secretaria que había tratado de reclutarme para ayudarlos con ese asunto. La chica pidió ser transferida a una planta de producción a cambio de no demandarlos. ¿Por qué quería saber a cuál? ¿No había dicho yo que no me importaba lo que le sucediera?
No me importaba. Nada más quería saber si había sido por causa mía. ¿Por qué lo creía? La chica no había dado mayores explicaciones, pero en la gerencia habían creído que mucho tenía que ver con lo cerca que la planta quedaba del lugar al que se había mudado recién. No sabía si era muy tarde para reclamar el crédito y cobrar los favores que me habían ofrecido o si las pruebas resultarían sufcientes. En todo caso, hablaría con sus jefes.
Se rió al pensar en lo ingenua que había sido al creer en mi sinceridad al negarme. Sintió que de verdad se había metido en problemas ese día. La aliviaba saber que era yo el tipo de persona que había calculado, y hasta peor porque intentaba cobrar por un trabajo que nadie podía asegurar que había realizado. Lo tendría en mente por si llegaba a presentarse otra situación de esas. Esperaba que no. ¿Me imaginaba lo que sería pasar de nuevo por eso? Por fortuna, el perfil del puesto había cambiado y el contrato ahora no sólo estipulaba sonreír con la boca completa, sino que también prohibía morir de manera gradual o parcial. ¿No me parecía maravilloso?
Me lo parecería más si me dijera a cuál planta había sido trasladada. Quería evitarla a como diera lugar.
Costó un poco, pero accedió a darme el dato, no sin antes hacerme jurar que no diría que fue ella quien me dio la información: la chica había pedido que no fuera revelada y los jefes lo habían aceptado como una muestra de cortesía. No quería quedarles mal, por eso me pidió que no fuera a compartirlo con alguien ni a intentar buscarla. ¿Estaba yo de acuerdo?
Esta vez no me invitó a cenar. Dijo que podríamos salir en otra oportunidad por unos tragos, pero yo debía pagar por ellos y por el buen susto que le había hecho pasar la otra vez.
■
Me encontré con la chica en un supermercado de la zona en que vivía, un par de años después. No habría podido reconocerla si ella no me hubiera llamado por mi nombre, saludado contenta y preguntado si seguía trabajando para esos cerdos de la compañía: la parte suya que había estado muerta tenía color de nuevo, cabello brillante y movimiento. Miraba diferente y emanaba un olor dulce.
Al principio, me desconcerté. Luego le dije que me daba gusto verla de nuevo. Me disculpé por no haberme presentado a ayudarla con su mudanza. Antes de que yo inventara una mala excusa, ella respondió que no era necesario: ambos sabíamos que se lo había ganado. Esperaba que pudiéramos dejar eso atrás. Apreciaba el gesto que tuve de ayudarla cuando todo el mundo le dio la espalda. Se avergonzaba de haberme tratado como lo hizo en ambas ocasiones. Me pidió que la entendiera: no había sido ella misma en esos momentos. La primera vez, lo que le pasaba estaba comenzando y la hacía sentir miedo y estar alterada.
¿Y la segunda vez? Estaba comenzado a extendérsele a su otro lado. Lo que menos necesitaba entonces era a alguien del trabajo que se acercara demasiado y lo descubriera. Ahora era diferente. Se sentía mucho mejor. ¿Podía yo notarlo?
El cambio era evidente. Había recuperado tanto fulgor que casi no se notaba que el lado que antes respiraba había dejado de hacerlo, perdido firmeza y comenzado a oler a carne en descomposición.
Como la noté feliz, le pregunté cómo lo había logrado. Dijo que había comido algunas cosas, bebido otras tantas, pero más que todo le había ayudado vivir con la mujer que la recibió cuando se quedó sin hogar. Le gustaría presentármela. Era una anciana que le cobraba renta sólo a su parte animada y le ayudaba a bañar y a peinar a la parte que había creído muerta. Creía que la había traído de regreso a fuerza de ponerle flores a los pies y susurrarle algo como rezos o como canciones durante varias noches, mientras dormía, hasta que, un día, esa parte comenzó a sonreír y vivir sin que ella se diera cuenta. Sólo sintió algo así como un hormigueo en la cabeza que, de a poco, se convirtió en espasmos en el torso y luego en tirones casi eléctricos al nivel de las piernas.
Al principio pensó que estaba llegando al final de todo porque la respiración a la que estaba acostumbrada le fue cambiando, perdió visión con el ojo que antes le funcionaba y dejó de poder mover la mano de ese lado. Pero, no. Estaba ahí. Espléndida. Había dejado la compañía y conseguido un mejor empleo. Estaba alegre y lista para lo que viniera. ¿Quería intentarlo ahora?
¿Intentar qué?
No era tanto que tuviera a alguien más en mi vida y estuviera pensando en formar una familia, sino que ella ya no era la persona que yo había querido tener al lado. No era porque ahora estuviera deslumbrante, sino que lo estaba del lado equivocado. Le dije que no quería que me malinterpretara, que me alegraba que se sintiera mejor, pero eso era todo. Yo seguía trabajando para la compañía a la que ella estaba insultando y le pedía que nos respetara.