Tierra Adentro
Lettering de Arturo Alzamora (Panamá, 1987)

En este fragmento inédito de la novela del escritor brasileño Joca Reiners Terron, a quien los lectores mexicanos conocieron con La tristeza extraordinaria del leopardo de las nieves, dos hermanos se citan en El Cairo para un ajuste de cuentas.

CAPÍTULO 1. EL OBSERVADOR DE LA LUNA

Cuando mi hermano llegó al Cairo, hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Estábamos a punto de cumplir cuarenta años, y desde hacía poco más de la mitad de ese tiempo no nos hablábamos. Ni una palabra, ni una llamada en todos esos años, sólo la postal que yo le había enviado hacía tres meses para pedirle que se encontrara conmigo en Egipto. De un lado, la imagen de Elizabeth Taylor con el vestuario puesto mientras filmaba Cleopatra. Del otro, la dirección y una constatación:

William,
creo que al fn me acordé de todo.
Con amor,

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P.D. Ven con urgencia a reunirte conmigo– Odeon Palace Hotel, calle Abdel Hamid Said, No. 6, El Cairo, Egipto.

No sabía a ciencia cierta si la tarjeta llegaría a su destinatario, aunque podía imaginarlo viviendo aún en el departamento donde pasamos la infancia. La inicial que frmaba el mensaje estaba tachada: la urgencia había sido tanta, que ni siquiera tuve tiempo de decidir qué nombre usar. Eso no haría ninguna diferencia, pues, independientemente del nombre elegido, ya sería demasiado tarde para el rescate o la redención. Al llegar a El Cairo, mi hermano no encontraría a nadie, era fácil adivinarlo. Mi esperanza era que, al no encontrarme, por extrañas vías se encontrara a sí mismo. No obstante, al contrario de lo que dicen, hay cosas que no mueren sino hasta que desaparece la última esperanza. Y no signifcaría mucho que, al recibir la postal, mi hermano balbuceara el nombre por el que me conoció. O que, al ver la foto de Liz Taylor, murmurara sólo para sí mismo el nombre que a él le resultaba desconocido al leer el mensaje, pero que yo adopté cuando nací de nuevo, más o menos un año después de la noche en que nos vimos por última vez. Ninguno de esos soplos me devolvería la vida o me restituiría mi lugar original en el mundo. Ya no había esperanza, al menos para mí. Mi nave espacial se había estrellado contra la Luna. No había fundado una ciudad y, así, había relegado mi destino a la única alternativa posible: la muerte. Todo había desaparecido. Yo ya no era casi nada, era menos que un árbol o que una roca. Me faltaba poco para no ser nadie.

Me faltaba William.

Como yo, mi hermano aterrizó por la madrugada en el Aeropuerto Internacional del Cairo, en el avión de klm que lleva a bordo mochileros europeos, aprendices de terrorista y gente de todas partes, lo suficientemente obstinada como para hacer frente a la horda nocturna de taxistas que infesta ese vestíbulo cuyo aspecto arenoso se debe al desierto que se filtra por todas las rendijas, casi enterrándolo. Es gente que no tiene nada que perder, como nosotros dos. Algunas de las personas más miserables del Universo se encuentran siempre en ese aeropuerto, a la mitad de la noche. Aunque en la fila de migración el cansancio de los rostros a veces se confunde con alguna expectativa ante la suerte, esa gente no lleva más que desesperación en las maletas. Ningún empleado de la aduana pareció darse cuenta de que William estaba borracho.

Después de perseguir su equipaje, que los taxistas del área de llegadas secuestraban hacia el estacionamiento, y perseguirlo de regreso hasta el vestíbulo dos o tres veces, William soltó algunos gruñidos en su lenguaje alcohólico y le hizo gestos al egipcio más cercano. La maraña de manos por fin soltó sus maletas y a los choferes derrotados no les quedó otra salida que resignarse ante la pérdida definitiva del pasajero. De todas formas se quedaron discutiendo a gritos en árabe, mientras el vencedor le exhibía al cliente recién conquistado las piezas faltantes de su dentadura, agujeros que parecían pequeñas gemas negras incrustadas en su boca, de una oscuridad idéntica a la de los restos de la noche sobre el estacionamiento allá afuera. Entonces caminaron hacia el coche que, al igual que su dueño, también se caía a pedazos.

En la carretera, el día empezaba lentamente a subyugar la noche, haciendo surgir a distancia una neblina difusa que confundía los límites entre el cielo y la tierra. Al entrar en la ciudad, las   siluetas opresoras de las mezquitas se recortaban veloces contra la claridad de la mañana ascendente y el asfalto azulado empezó su tarea diaria de absorber calor, sudor humano y heces de las bestias de carga. Ante las panaderías de las esquinas, al desfle de muchachos con canastas de mimbre listas para llenarse le faltaba una orquestación un poco más armónica, hasta que el olor del pan por fin asaltó el aire y todos desaparecieron, tragados por el humo del aish horneado. Y la manada de automóviles que freían aceite por fin salió disparada hacia el día de hoy.

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En esta época del año, en Egipto, en cuanto el viajero se distrae, el primer día de mayo se insinúa por los callejones todavía
oscuros transportado por El Khamasin, el viento caliente del desierto. Los rayos del sol interceptados por los edifcios fraccionan las calles de la ciudad, rayándolo todo de luz y de sombra, y el cobre desvanecido de los mostradores, de los narguiles y de las chichas refleja el interior de los cafés, que se abren poco a poco, como si bostezaran. Sillas y mesas se dispondrán muy pronto a lo largo de la calle Abdel Karwaat, permitiendo que el verano se instale y no vuelva a irse hasta que llegue noviembre. Es cuando el calor innombrable que viene del corazón de África, poco después del feriado de Sham el Nessim, inunda el Cairo por completo con cincuenta diluvios de arena.


Al llegar a la recepción del Odeon Palace Hotel, William descubre que ya no estoy por allí. Dejémoslo, pues, con su confusión y con la turbulencia de las pesadillas proporcionadas por el
jet lag, tras anunciar en un inglés titubeante su registro en la recepción y subir a sus aposentos. Mientras se queda dormido, lamentando todavía las poquísimas gotas que con trabajos cayeron de la regadera sobre el fondo percudido de la tina y la capa de polvo agarrada a la superficie del frigobar desde los tiempos de Ramsés, el botones vuelve a la recepción para confabular con Wael, el recepcionista, sobre mi impresionante semejanza con el recién llegado.

—Son sosias —le dice Wael al muchacho de uniforme gastado en los codos, ojos grandes muy abiertos y un bozo esmirriado floreciéndole sobre los labios—. Absolutamente idénticos, a pesar de la barba de éste.

—Para mí que son la misma persona —dice el chico.

—Nomás que no lo son —afrma el recepcionista—. Cuánto apuestas.

En los sueños de William, los hechos ocurridos a lo largo de toda nuestra vida se confunden con las tribulaciones del viaje como en una película vista al revés, desde su salida de São Paulo hasta su larga caminata por el aeropuerto de Schiphol y, después,  cuando decide ahogar su tiempo bajo la lluvia gélida que caía en Ámsterdam.


Como provenía de altas temperaturas e iba hacia los extremos aún más elevados de África, ni siquiera le pasó por la cabeza llevar un abrigo en la mano para la conexión europea. De igual modo, en lo último en que pensaría sería en añadir a su equipaje un paraguas. Mi hermano no suele ser muy inteligente, pero sabe que el agua no es algo que el desierto despilfarre.


La humedad de sus calcetines empapados debajo de la mesa y bajo la oscuridad que se formaba en el techo del fondo del pub en que se instaló durante algunas horas guardaba diversas semejanzas con la consistencia líquida y negra de esos sueños. En ellos, todo lo que está por suceder en esta historia se repetía una y otra, y otra vez, y otra más, en una secuencia aparentemente sin fn o sin propósito. La muerte anónima de nuestra madre del parto; la infancia aislada en el centro de una megalópolis gris perdida en el fn del mundo; la soledad duplicada por la personalidad múltiple y al mismo tiempo ausente de nuestro padre; el tío Edgar y la humedad permanente que corroía las entrañas cancerosas del Monumental Teatro Massachusetts; la enfermedad; la adolescencia como una especie de callejón sin salida cuya entrada se cierra en cuanto entramos para no volver a abrirse; Milton, Hache-Hache y la llegada del deseo. De los celos. De la violencia. Y entonces, enseguida, el crimen.

Después de que todo eso sucediera, vino nuestra larga separación y mi pérdida completa de todo, tantos años lejos de ése que era mi sombra en la Tierra. Y su aislamiento, el de William, desorientado por la locura de nuestro padre y por su muerte, hasta que la muerte apareciera de nuevo y una vez más y basta  —siempre ella, la muerte. Aquí, antes y después. El futuro es una ficción que alimentamos a lo largo de nuestras vidas, algo para mantenernos distraídos. En los sueños de William, sin embargo, decir el futuro equivale a decir la muerte.


Así pues, eso que yo ya sabía desde antes lo sabía gracias a la obsesión de papá. Según la creencia alemana, el
Doppelgänger es la copia exacta de cada uno de nosotros, que vaga por el mundo. Si nos topamos con nuestro doble, encontramos también nuestra perdición. ¿Qué decir entonces de mí y de William? Nosotros nos encontramos muy pronto, a fn de cuentas, y durante más de una semana fuimos incluso un mismo ser en el ovario de nuestra madre, un solo cigoto durante diez exactos días con cinco horas y once minutos, para partirnos luego en otros dos cigotos igualitos, un tardío par de embriones melancólicos que compartiría a lo largo de treinta y nueve semanas y media la misma placenta sin darse de codazos, precisamente por el hecho de que, al menos durante las primeras semanas de convivencia, nuestros codos estaban lejos de existir. Como compartíamos una misma bolsa amniótica, también es posible afirmar que William y yo, desde esa etapa embrionaria, no sólo compartimos el corion y el espacio interno disponible en nuestra nave madre (tan flaquita, pobre), sino incluso el mismo plato.


El largo periodo de apretujamiento en un útero limitado no se pareció ni de lejos a una colonia vacacional, si es que ustedes, arriba, quieren saberlo, y no fuimos gemelos siameses por una cuestión de días. Ya se manifestaba allí, en aquella separación tardía de nuestro periodo cigótico, el mal humor precoz de William, quizá el principal responsable de evitar que, pasados dos o tres días, se nos coligara algún órgano vital, que en nuestro caso no podría haber sido más que el corazón.

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Y así mi sexo y el de William pasaron a flotar en el espacio sideral como dos minúsculos astronautas frente a frente, girando en la órbita de un corazón que cumplía su papel de sol y que marcó el ritmo de segundos y minutos y horas y días y semanas a lo largo de nueve interminables meses.


Algo importante había ocurrido, sin embargo, en el acto de separación de nuestro disco embrionario, aunque todavía no lo
supiéramos. A esas alturas (muy contradictoriamente) no sabíamos nada, ésa es la pura verdad. Y en eso no éramos muy distintos de los demás bebés. Luego dicen que la vida del feto no es ajetreada: al referirse a la comodidad de la vida intrauterina, el Dr. Spock —ese autor del bestseller La vida de los bebés, al que, gracias a su nombre, siempre imaginé como el propietario de unas orejas puntiagudísimas— debería hablar sólo de los bebés que conoce en realidad. Me refiero, claro, a los bebés vulcanos.


De la misma manera, y para mi inmensa tristeza, no se dio, a lo largo del embarazo, ninguna mutación recesiva en mi quinto cromosoma, ningún evento que causara un síndrome XXY o cualquier otro milagro de ese tipo. Si hubiera ocurrido semejante obra divina, la existencia me habría evitado un montón de trabajo más adelante. Pero creo que Dios andaba muy distraído por aquellos días: el año de 1967 estuvo lleno de atracciones más importantes que nuestro nacimiento, como el lanzamiento de 
Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, por ejemplo, o la Guerra de los Seis Días, en la que Israel hizo lo que pudo para amolar la autoestima egipcia sin ningún resultado más que la larga postergación de las vacaciones de los herederos de Tutankamon, que durante un tiempo se vieron en la imposibilidad de dorarse el bronceado a bordo de tanguitas blancas en las playas del mar Rojo ocupadas por los soldados de Moshé Dayán.


Para mi perdición y la de William, nuestro futuro se selló en el preciso instante en que el monocigoto o disco embrionario partió en dos y, además de separarnos, nos encontramos como dos Adanes recién ingresados al paraíso intrauterino, frente a frente por primera vez.


Tal vez a partir de ese momento decidí no aceptar el destino genético de ser dos personas con un solo cuerpo o una sola persona con dos cuerpos idénticos. Se me ocurrió entonces que Dios a veces puede escribir torcido sobre renglones derechos. Es increíble lo poco que importa esto ahora, pero en esa fracción de segundo en que los dos abrimos los ojos por primera vez y nos vimos uno al otro a través de la placenta, yo habría dado una costilla por nacer diferente.


En esa ocasión de reconocimiento mutuo, consideré la posibilidad de mandarme a hacer un futuro inventado con técnicas más modernas que no involucraran la extracción de costillas o algo por el estilo. Muy pronto me di cuenta de que podría nacer de nuevo. Y renací, realmente, no en una cama hiperbárica ni nada parecido, sino en una mesa de cirugía, y no me refero a una cesárea. Mi primer nacimiento ocurrió en São Paulo, en enero de 1967. Y el segundo, en África, en Egipto, en la escena del Club Palmyra, casi cuarenta años después. Es necesario aclarar, sin embargo, que entre estos dos nacimientos sucedieron
muchas cosas, y que todo partió de un simple equívoco. Todo en mi vida empezó como un error de cálculo bastante banal, algo de lo que no me enorgullezco ni tantito. Nunca me he llevado bien con las ecuaciones, mucho menos con los números elevados al cuadrado.


Hay un problema de física que se conoce como la paradoja de Langevin o paradoja de los gemelos. Langevin es el nombre del físico francés que la creó. Esta ecuación trata sobre la relatividad general, y no es muy complicado comprenderla, aunque yo no la comprendí cuando debía. Fue nuestro padre quien nos la enseñó durante las numerosas clases que tuvimos en nuestra escuela improvisada en la cocina de la casa. Hablaremos después de estas clases muy particulares, claro, tenemos todo el tiempo del mundo. Yo, por lo menos, lo tengo, y además tengo todo el espacio del vasto patio de constelaciones del Universo justo encima de la cabeza. Es toda una ironía infinita.


El enunciado del problema es más o menos así: «Supongamos que existen dos gemelos W1 y W2 idénticos; el hermano W1 está en una nave espacial en la que viajará a una velocidad muy cercana a C (que es la velocidad de la luz), mientras que el otro, W2, seguirá en reposo en la tierra. Para W2, la nave se está moviendo, y por eso puede afrmar que el tiempo pasa más despacio para su hermano W1, que está en la nave. De manera análoga, W1 ve que la tierra se aleja, por lo que puede, igualmente, afirmar que el tiempo pasa más despacio para W2».


La siguiente pregunta cierra el problema: «Cuando la nave regrese a la Tierra, ¿cuál de los dos será efectivamente más joven?»