Tierra Adentro
"Mapa para magos", Saul Galo, 2010-2011. Mural.
“Mapa para magos”, Saul Galo, 2010-2011. Mural.

ZOROKIN ABSORBIDO

METH Z

La piedra había sido removida.

MARCOS 14:6

Pegaso Zorokin se había enamorado y había decidido dejar las drogas. La idea, a decir verdad, no lo convencía. Se lo había prometido a su chica. En la escuela todos se drogaban. No tenía por qué estar mal drogarse. Pegaso pensaba en voz alta derribado en el diván. El Meth apenas había dejado cicatrices en su rostro. Pegaso Zorokin no lucía nada mal para tener veintidós años. Andes de salir a ver a María Eugenia se pintó el pelo de azul y se echó a reír. Se miró en su cámara de luz y se afeitó con un cuchillo. Se parecía tanto a ella. A su mujer, a su pájaro azul. Los dos se parecían tanto. María Eugenia tenía un solo inconveniente. A ella no le gustaba que él se drogara. Pegaso miró con desdén su reflejo. Se realizó varios cortes en las muñecas y se hizo una cicatriz vertical en el ojo izquierdo.

María Eugenia no tenía por qué enterarse. El muchacho encendió la piedra en su pipa reloj. Las manecillas giraron furiosas. Sostuvo el humo entre los dientes. Se vio en el espejo hasta que su pecho quedó iluminado. La pipa se mantuvo suspendida en medio de la alcoba. Pensó en regresar el tiempo. En no encender la pipa. Un pulso volcán se lo impedía. Demasiado tarde, Zorokin, la tierra finalmente se había transformado.

El tiempo retrocedía.

Pegaso se puso sus botas de zinc y encendió su automóvil. El mago se veía guapísimo conduciendo. Pegaso Zorokin había fallado una vez más. No era sencillo dejar la droga. Zorokin llevaba toda su vida encendido. Cuando le enseñaron a conducir venenos Pegaso tenía tan solo nueve años. Él hacía sus drogas en un matraz. A los doce años Zorokin había recibido un premio por inventar el Meth Z. Estando bajo el curso de la sustancia habían muerto tres compañeras suyas. Era importante dejar las drogas. María Eugenia lo valía. ¿Por qué era tan difícil para Zorokin entenderlo? Ahora la piedra licuaba su mente. El mago se sentía vivo. Zorokin conducía con destreza su Volvo negro. Puso a Can en el estéreo y aceleró. Apenas llegó a casa de María se vio en el espejo del auto. Pegaso estaba nervioso. Tenía los ojos azules y escamas entre los dedos. María Eugenia se daría cuenta. Él había roto su promesa. Antes de llegar al apartamento de María abrió su maletín, buscó unas tijeras y se cortó los párpados. Se puso imanes detrás de los oídos y encendió un cigarrillo. Tendría que mentirle a María. Se vio una vez más al espejo. Qué imbécil. Se había cortado los párpados. Había vuelto a la piedra. Su chica iba a enojarse. Pegaso estaba furioso. No quería que María Eugenia lo viera así. El muchacho volvió a encender el Volvo y lo estrelló contra un puente. Salió del auto en llamas y fue a la ciudad a comprar gafas.

El muchacho atravesó todo Paseo de los Insurgentes y se detuvo en Parque Hundido. Hacía apenas tres días le había prometido que no se drogaría. La piedra había llegado a él. Cómo explicarlo. El mago, furioso, destrozó una estatua de mármol. Era el general Vicente Guerrero. Cuando el insurgente estalló una espada de cobre cayó al suelo. Zorokin la levantó. Los puños le sangraban. La empuñó y trató de derretirla. Hágase mi voluntad, gritaba Zorokin soñoliento. Y un magma ardiente le escurría entre los dedos. Una patrulla se detuvo frente al parque. Zorokin pegó un salto desde los escalones. Sus puños brillaban plateados. La espada se había derretido. Tomó al oficial del pecho y lo hizo arder al rojo vivo. Las balas de la cartuchera estallaron. Zorokin se echó a llorar. Lo había hecho otra vez. Al menos no fue tan grave. La última vez destruyó un helicóptero del estado. Los jóvenes mataban en su país. Los jóvenes se drogaban en su país. Pobre Zorokin, mago salvaje adicto a al piedra. Pegaso Zorokin se sentó en los escalones y retrocedió los tiempos. Esta vez lo logró. Logró retroceder el tiempo. El oficial está vivo. La estatua del general Guerrero se reconstruye, la espada regresa a su lugar. Zorokin llega a la plaza. El oficial vuelve a acercarse.

—Joven, necesito revisar su bolso —le dijo desafiante. Pegaso Zorokin abrió el bolso. Dentro solo había cosméticos y un libro de Boris Vian.

—Son mis libros de la universidad —le dijo Zorokin y se echó a llorar.

—Tenga cuidado —le dijo el oficial.

Pegaso asintió. Qué estupidez regresar el tiempo. Debió haberlo dejado muerto. Absorberle el tálamo y ya delirante desparecer su cadáver. Zorokin entró a un Sanborns, se tomó un americano y compró unas gafas de Armani. Recorrió la ciudad caminando. María Eugenia no se daría cuenta. María Eugenia lo sabía todo. El pensamiento enloquecía a Zorokin. La Ciudad de México lo hechizaba. El transcurrir del tiempo y las cosas lo seducían. María Eugenia lo sabría. Ella también fue drogadicta. El mismo Pegaso le hacía drogas cuando eran niños. María Eugenia se había limpiado. Hacía años que María Eugenia no conducía una sola sustancia por su organismo. Ahora María solo comía peras y almendras. Él le juró que no volvería a encenderse. A los tres días rompió su promesa.

Pegaso Zorokin apareció en la puerta de María Eugenia con gafas negras. Pegaso le hizo el amor por primera vez y cuando se despertaron encontraron un diamante flotando sobre la cama. Pegaso le pidió autorización para guardarlo. El Meth Z, su droga favorita, adquiría fuerza con ese cristal. María Eugenia le quitó las gafas y se echó a llorar.

—Fumaste piedra otra vez —le dijo severa.

—No lo vuelvo a hacer —le contestó el mago.

Pegaso sintió repulsión y trató de regresar el tiempo. Zorokin no tenía fuerzas. El muchacho, con los ojos llenos de lágrimas comenzó a desaparecer. María se sentó en el diván. Pegaso le dio la espalda. El diamante lo atraía con fuerza. Encendió un cigarrillo y se levantó del suelo. Zorokin rezó un padre nuestro y descendió para abrazar a María. María Eugenia guardó el diamante en su relicario. El relicario era de magma detenido. Solo ella sabía abrirlo. Zorokin volvió a ponerse las gafas. Sudaba. Se encontraba ansioso. Con la fuerza de los dientes se había cortado la lengua. El filtro del Camel estaba lleno de sangre. María se acercó a limpiarle el pecho.

—Por favor, vete, Pegaso —le dijo llorando.

—¡Dame el relicario! — le pidió Zorokin bañado en sangre. María lo puso en sus manos.

—¡Ábrelo! —le gritó el mago con los colmillos de fuera. Con su mano derecha apretó el cuello de María Eugenia y comenzó a asfixiarla. Zorokin lloraba. Tenía solo tres dientes y cientos de alfileres clavados en el paladar. La lengua brincó de su boca. La lengua estaba llena de perforaciones. María Eugenia sumergió sus dedos en el cofre ardiente. Su mano se inflamó de sangre. Sus ojos crecieron. A través de cofre su mano se hizo de hueso. Sus ligamentos azules se separaron de la carne. María Eugenia sacó el diamante. Pegaso desdobló la cuchara que llevaba en la muñeca y puso el diamante sobre ella. El diamante se encendió al rojo vivo. Ella sabía cómo se sentía Pegaso. Su mano izquierda estaba destruída.

Pegaso se quedó dormido, la cuchara estaba desecha. A Pegaso le crecieron los párpados. Las heridas del Meth sanaron. Los dientes se compusieron.

—Tienes razón, Zorokin, los drogadictos se parecen mucho a los santos. Los drogadictos son hombres ansiosos por transformarse en Dios— le dijo María Eugenia y le besó la frente.

Luego la mujer removió la piedra. El resucitado dormía. María buscó a su tortuga y la destruyó en mil pedazos. Entonces empezó el libro.

CAPARAZÓN DESTRUÍDO

La destrucción era mi única Beatriz.

MALLARMÉ

El señor Zorokin, narrador y hechicero del abismo, antes de comenzar un relato estrellaba una tortuga contra las paredes de su habitación. Destruir es aproximar la vida a la muerte. Interesante proceso creativo el del señor Zorokin.

El crimen, abominable; sus cuentos, ya lo sabemos, geniales. Narraciones llenas de acción y futuro, de irresponsabilidad y confianza.

Cómo no iba a ser; el señor Zorokin, antes de narrador, era especialista en destrucción. Destruir es narrar a la inversa. Siempre hay una obra escondida en su propia destrucción. Para descubrirlo se necesita valentía y humildad. Sobre todo, humildad. De su método no queda mucho que decir. No hay nada más terrible que un ser encontrado muerto en su propio dormitorio. Un sacerdote estalla con todo y su templo, sus esqueletos quedan en obras. Una obra negra, un nuevo relato. Sí, el proceso es horrible. En unos instantes, al confundirse domicilio y habitante, se forma un organismo que es transformación de carne, astillas y estallido. Si hay un novelista cerca, el suceso no pasará desapercibido.

Cada texto literario, lo sabemos bien, anticipa un modo de construir relaciones con el mundo.

***

Hace unas semanas, bajo las copas de un olmo, entre espigas y manzanas doradas, se me apareció una horrible tortuga. En su caparazón llevaba escrito con plumón negro: Zorokin 1987. Con la tortuguita entre las manos corrí a mi habitación, la estrellé con un martillo y me senté a pensar junto al cadáver. Prendí el Meth en el caparazón destruido. Aspiré el humo azul y comencé a hablar solo, como si yo fuera una máquina, una máquina que hace humo y palabras.

Pensé muchas cosas, las agrupé y les di un sentido. Había empezado el libro.

CÁMARA DE LUZ

Ese es mi símbolo, la máquina de hacer palabras.

MARÍA EUGENIA

El doctor Zorokin, enamorado de la fenomenología crística de Steiner y siguiendo la arquitectura intuitiva como método, llamaba a su máquina Jerusalén. A decir verdad, su proceso creativo fue interesante. El doctor abandonó sus propios planos a una semana de haber comenzado su invención. Decía saberse su máquina de memoria.

En uno de los periscopios de la máquina se podían escuchar murmullos humanos. Frases debilitadas que no expresaban mucho. Las escuché por accidente mientras desempolvaban su invento. Cientos de telarañas inundaban como espuma su relojería de hierro.

El doctor Zorokin había dedicado tanto tiempo a la construcción de la máquina que supongo terminó esperando grandes resultados. Fue entonces que empecé a sospechar que el doctor Zorokin en realidad se estaba engañando a sí mismo, esperando un accidente o una revelación de la materia. Ya ha ocurrido en la historia. El doctor Zorokin se negaba a aceptar que hace mucho tiempo la humanidad había superado la edad de los descubrimientos. Su necedad era la única fuerza que lo mantenía esperanzado.

Creo que el doctor Zorokin intentaba inventar de la nada, así como lo hacían los grandes inventores de las enciclopedias Salvat. Cuando me confesó los propósitos de su invento, yo intentaba explicarle las diferencias entre crear e inventar. En medio de mi discurso me interrumpió y me dijo:

—María Eugenia, Jerusalén es la máquina de los inventos. Como verás, estoy ocupado.

Sonrió con cierta demencia, mordió un lápiz y con un tenedor se dedicó a aflojar un tornillo.

Una máquina que haría más inventos, qué estupidez. El riesgo de seguir la intuición como método es que el fracaso puede ser realmente desalentador, pues es la esperanza y no un procedimiento científico lo que se encuentra en juego.

No puedo ser dura con él. Lo de Jerusalén ha mantenido su mente en forma una buena temporada. Una mente creativa es una mente sana, me repetía viéndolo pasar la tarde entera inclinando péndulos en posiciones distintas. Anda, María, me decía a mí misma, deja que tu esposo enloquezca, deja que tenga una infancia feliz.

Mientras él desarrollaba su invento yo trabajaba en una novela. Al libro no le encontraba solución. El libro se parecía cada vez más a su máquina y eso me causaba terror. La máquina me tenía muy distraída, con aquel instrumento ahí me era muy difícil escribir. El desorden es muy tentador y el problema es que las novelas requieren cierta organización, cierta empatía con los procesos de vida. Las novelas, siempre había creído, son un campo de fuerzas.

Un campo minado, nos corregiría el señor Beckett.

Jerusalén, ese desorden de funciones y piezas, una vez delimitada su área se me figuraba como un rinoceronte dando la espalda. Un rinoceronte sentado en medio del departamento. Al rinoceronte le siguieron muchas corazas y escudos y pronto tuve en la sala a un caballero muerto por la asfixia de su armadura.

Desde que el doctor empezó a trabajar me veo obligada a cerrar las ventanas. Teme que una nube arruine su invento. A veces no sé si el doctor Zorokin es científico, poeta, niño o simplemente un imbécil.

Un científico imbécil que encontró en la poesía el procedimiento para recuperar su niñez.

Un día el doctor Zorokin me despertó a las tres de la mañana. Había terminado la máquina. Quería que yo estuviera presente en la primera demostración. Era la primera vez que Jerusalén era puesta a funcionar.

Jerusalén, el invento de inventar inventos.

Se dirigió al librero, eligió un libro y lo metió en una de las ventanas negras de la máquina. El libro era uno de mis favoritos. Pensé entonces que esa máquina era o iba a ser una guillotina. Sacó de sus bolsillos una placa de sheriff e hizo lo mismo, luego se acercó a mí (que no tardaba en echarme a llorar) y me desprendió del pañuelo de estrellas que llevaba apretado contra el pecho. Lo dobló con cuidado y lo puso en otro de los muelles.

—Amor, quiero que sepas que ese libro me encanta.

El doctor Zorokin tiró del gatillo de un arpón mutilado. Accionó tres botones. Pisó un pedal de piano, sopló sobre un péndulo y una nube de aserrín triturado se esfumó en la atmósfera de la sala.

—Ese libro de Beckett realmente me gustaba.

Jerusalén hizo un gran escándalo. Entre el humo, las chispas y un grito sordo y terrible, en una de las bandejas de impresión apareció un grupo de hojas. Aunque la mayoría de las hojas eran negras podían leerse algunas palabras.

Solo algunas palabras.

El doctor Zorokin levantó las hojas del suelo, las estudió sin mucho interés y se lamentó intensamente diciendo que había inventado una máquina de hacer poemas. El doctor se encerró en su habitación. Entonces empecé el libro.

ANARCOSENTIMENTALISMO

Veamos. Un hombre le narra a otro una historia. El hombre que narra va dejando pistas para ser descubierto. En el relato da cuenta de su presencia describiendo su entorno, su capacidad de encontrar sentido, relacionas y el lugar que ocupa en el mundo. Resulta interesante encontrarnos contándonos historias. Al final no somos más que las historias que nos contaron. Las historias que nos contamos. Resulta interesante estudiar al hombre cuando está a punto de contar una historia. He aquí el hombre, nos dice cada relato. He aquí el hombre que fue pensado y pensó este relato.

Estudié psicología porque siempre consideré que lo más importante que puede alcanzar a entender un hombre es al hombre mismo. Me equivocaba.

En mis años universitarios, al atender mis cursos, era evidente que me engañaba. Para mí la demencia era hermosa. La frecuencia bipolar, la estructura de un cuento. El pasado, una novela. Supe que sería un mal psicólogo cuando me descubrí contando las sílabas de las confesiones de adolescentes desesperanzados.

—Mis padres no me entienden. Heptasílabo.

—A veces siento ganas de matarme. Endecasílabo.

Pueden revisar mi portafolio, las anotaciones de las bitácoras de mis pacientes están divididas en sílabas y separadas en estrofas. En mis años de estudiante editaba el contenido de las entrevistas obtenidas en terapias y las llevaba a un taller de poesía con un escritor afeminado que, preocupado por mí, trató de drogarme y acostarse conmigo.

Mi tesis de licenciatura fue un estudio sobre la personalidad de un personaje de Dostoievski. Creo que de mí no hace falta decir más. Ese es el problema, pero ese es mi problema y no el problema de esta novela. Cada texto literario, lo sabemos bien, anticipa un modo de construir relaciones con el mundo. Esto es una novela y estoy consciente de que las novelas necesitan un conflicto. Recapitulemos entonces. El problema de esta novela es que soy psicólogo y utilizo la literatura como método. Ordenemos la novela. Ordenemos pensamientos. El problema es que hace una semana, consciente de lo peligroso del método, le pedí a una de mis pacientes que me trajera sus textos. El problema es que se lo pedí a María Eugenia. Problema suficiente para una novela, para un libro de ensayos o para un cuento. Cuando los personajes son ideas y la estructura de la narración está inspirada en la personalidad de un delincuente, todo indica un desastre. María Eugenia fue mi experimento. María Eugenia fue mi novela.

María Eugenia me odiaba pues tenía que despertarse todos los sábados por la mañana para atender la consulta. Su padre la esperaba leyendo el periódico en un Volvo negro. De María Eugenia sabía varias cosas, pero no sabía que escribía. María Eugenia tenía malos pensamientos y la determinación para llevarlos a cabo. Eso lo supe apenas entró en mi consultorio. María Eugenia una vez huyó de de casa para destruirse. Quería atravesar Norteamérica deteniéndose a fumar un cigarrillo en cada gasolinera. No alcanzó a salir de la Ciudad de México. Decía cosas para asustarme, para que yo me desesperara y renunciara a las consultas. Yo no lo caía bien a la adolescente. La niña quería intimidarme. A mí me dieron unas ganas tremendas de cogérmela. Esa niña era la luz negra. Un ángel renegado. Un ángel bello, malvado y extraño. Sus padres decían que era una delincuente. Su padre la obligó a asistir a terapia. Su exnovio, un estudiante serbocroata, fue encontrado responsable de romper los cristales de un HSBC. Ella lo amaba. Ella le decía Pegaso Zorokin. María Eugenia usaba un pañuelo de estrellas. Siempre llevaba un lápiz amarillo. Se decía aficionada al desastre. Nick Cave le resultaba irresistible. El cine alemán la hechizaba. Creía en los fantasmas. Creía que los fantasmas nos acechan. Había tenido tres novios. Uno trató de matarse. El otro había intentado estrangularla. Y el tercero le había enseñado cómo. María Eugenia, aunque estoy seguro de que dudaría en el último instante, sabía matar. María Eugenia creía que teníamos derecho a las drogas y a elegir nuestra muerte. María Eugenia no creía en Dios. La adolescente creía que el hombre había venido al mundo a destruir esa idea. Nadie iba a detenerla. Tenía diecinueve. No fumaba. El cáncer le causaba terror. Se sabía paisajes de Juventud de Schumann. Un día le robó el revólver a su padre y se encerró tres días en su cuarto. Una rata infeliz del Distrito Federal. Un ángel de los subterráneos. Una criatura transterránea. Una vez sus padres la descubrieron besando a una chica. No alcanzaron a quitarse la ropa. Dragon Ball Z le encantaba. Su recuerdo más intenso fue aquella mañana que acompañó a su padre al teatro. Su padre interpretó al demonio en una obra. Desde niña tuvo una tortuga. Ella sospechaba que era medio retrasada mental, pero la quería mucho. Aquel día en el teatro su padre se vio más de una hora y media en un espejo. Tenía que hacer al diablo y sabía que el diablo vivía en él. María decía estar enamorada de él. Lo decía para asustarme, decía muchas cosas para asustarme. María sabía que si deseaba algo lo suficiente podía obtenerlo. Admiraba a los suicidas y no creía que los ángeles se detuvieran a pensar detrás nuestro. Además de tener los dientes escalonados, confesaba disfrutar el vacío mental que generan los chutes de aire comprimido. Le fascinaba la ciencia ficción. Había participado en una orgía. Había probado el Meth Z. Según ella, la droga más peligrosa de la Tierra. Su novio a preparaba en un sótano de Azcapotzalco. María se hacía los jeans con navajas y sabía que nunca es tarde para tener una infancia feliz. María estudiaba literatura y se sabía de memoria sus ideas favoritas. Además, María Eugenia escribía. Narrativa. Cuento. Me emocionó tanto que María Eugenia escribiera. Apenas me confesó que escribía no pude evitar pedirle que a la siguiente consulta trajera sus cuentos. Sus textos, más allá de documentación terapéutica, funcionarían como corpus de mis experimentos. María Eugenia, el sábado siguiente, apareció con un fólder amarillo. Ahí dentro estaban sus cuentos. Me pidió que los leyera. Ante la indicación no pude esperar, abrí el fólder amarillo y me sumergí en la lectura del primero de ellos. No solo leí el primero, también leí el segundo y el tercero. Estuvimos quince minutos callados. Leí tres veces cada uno de sus cuentos. Eran sus pensamientos. Pensamientos que tenían la desastrosa tentativa de imponer designios limitados sobre el tiempo del mundo. Ella les decía cuentos. Entonces me di cuenta de que sus cuentos se podrían leer como ensayos, pero que irremediablemente tendrían que ser comentados como poemas. Túneles donde es imposible ver más allá del túnel mismo. Me concentré en el último cuento escrito, estoy seguro, con frases robadas de otros libros. En el relato se contaba la historia de un novelista de libros vaqueros que después de leer a Samuel Beckett decide abandonar su obra y elaborar pensamientos de trama profunda. Seguí leyendo hasta que me encontré con una hoja negra al final del fólder. No le dije nada, nada podía decirle, solo la vi mordiéndose las uñas y pensé: es la primera vez que conozco a una escritora de verdad. Quise preguntarle cosas, cosas que se le pregunten a los cuentistas, pero ella, emocionada, confundiendo mis preguntas, me habló del amor, de la historia y de un grupo de música que la emocionaba. Yo la escuchaba dejando mi marca dental en un lápiz, como queriendo que mucho antes ella hubiera mordido ese lápiz. El lápiz con el que habría de empezar mi libro.