Marina urbana
Tengo 32 años y ya conozco el mar. Esa es la imagen que evoco cada mañana, mientras miro por la ventana y sostengo con ambas manos la taza rebosante de té de hierbas. Con mucho cuidado, sustituyo edificios, vecinos, llantos y ladridos por el romper de las olas, por el gris oscuro de un cielo tormentoso y por la arena pedregosa en el paisaje acústico urbano. Mi departamento diminuto y modesto parece menos lúgubre una vez realizada mi pequeña transmutación imaginaria.
Vivo sola, no tengo hijos ni pareja. Los hombres me asustan un poco, siempre los veo con cierta sospecha. Quizá por eso ninguno ha durado demasiado tiempo a mi lado. Cuando no han podido sortear mi cautela y por voluntad propia deciden seguir su camino, yo los veo partir sin mayor interés; si acaso con alguna curiosidad: quizá se van tristes, enojados o con la misma indiferencia que intuían en mí. Hace más de dos años que no comparto el departamento con nadie, mi estilo de vida no lo exige. Diseño páginas de internet: sólo necesito una computadora y una conexión para ganarme el sustento.
Mi soledad es cómoda y he construido toda mi existencia a su alrededor. Salgo poco del departamento: a comprar víveres, al banco o a dar una caminata ocasional por el parque. Me gusta ver el cielo entre las ramas, me calman los árboles movidos por el viento y sentir el sol sobre mi rostro. Fuera de eso, mi tiempo transcurre entre códigos, programas y colores cibernéticos. Nada en mi mundo existe de verdad.
Hoy es martes, tengo un deadline y sé que no dormiré. Son las tres de la mañana y sólo destella la luz de mi pantalla. Su reflejo azul debe de fabricarme un rostro fantasmagórico, con las ojeras grandes y las pupilas dilatadas. En la cocina cae un vaso; al romperse, el vidrio se oye seco y lento, como si ocurriera un aletargamiento del instante. Al mismo tiempo, siento que algo roza mi seno derecho, mi pezón se erecta y mi respiración se detiene en una inhalación. Me obligo a regresar las manos al teclado y sigo escribiendo <head> <title>… hasta que completo un laberíntico sistema de funciones, de signos, números y palabras que nunca se materializarán.
Pasarán las horas, se convertirán en días. Mi cliente vendrá, le entregaré el disco duro con la información pertinente y luego haré una demostración del funcionamiento de la página. En una especie de desdoblamiento, me veré hablar, oprimir el cursor, sonreír, pedir su aprobación y, finalmente, despedirlo en el umbral con un suave y femenino apretón de manos; después, cerraré la puerta a sus espaldas y suspiraré de alivio porque no lo veré más.
Son las seis de la tarde. Han pasado tres días desde la entrega. Estoy exhausta. El sol del ocaso se cuela por la ventana y veo flotar el polvo en la luz. Me desvisto y busco refugio en las mantas. No existe otro lugar como ese. Pronto, cae sobre mí la pesadez propia de la fatiga, un delicioso estado de duermevela en el que soy plenamente consciente de mi cuerpo. Me abandono a la sensación. De pronto, percibo una caricia en la entrepierna, una lengua me posee y me besa. Después, siento su espesa saliva fétida en mi boca y me dejo hacer. Cuando despierto, estoy tan satisfecha como una recién casada después de su noche de bodas.
Poco me acuerdo del suceso, aunque ha transcurrido una semana. Hoy me espera otra velada frente a la computadora. Me sirvo una copa de vino tinto de cosecha 2004. Me lo regaló un amante que solía tener una obsesión con el maridaje y el amor. Era un sibarita empedernido al que le aburrió el silencio monacal de mi departamento, interrumpido sólo por el sonido constante de las teclas. No pude evitar recordarlo, ni desearlo. Hice honor a su memoria, me convertí en fuente fragante y voluptuosa en cuyas entrañas se encuentra el secreto del placer. Cuando mis dedos recorrían los sitios recónditos que antes tocaron los suyos, sentí en la nuca un leve airecillo acompasado, como una respiración. Mi sangre se heló. La adrenalina se disparó en una alarma petrificada. Permanecí inmóvil hasta que llegaron las primeras luces del alba.
Durante esa mañana no pude trabajar. Intenté convertir el paisaje en mar, pero la estridencia de la ciudad se negó a enmudecer. Salí a caminar, estaba nerviosa. Mi paso era distraído e irregular. Me detuve a contemplar las ramas de los árboles y me parecieron garras aterradoras que amenazaban con asirme del cuello. Regresé sobresaltada y tomé una ducha. Mientras me enjabonaba, la fragancia del gel de baño me intoxicó. Traté de inhalar y exhalar en perfecta simetría. En medio del éxtasis sensual, de pronto sentí que me hundía en un fango invisible que brotaba inconteniblemente de mi interior. Huele a fruta podrida y, aunque tallo mi piel hasta hacerla jirones, no logro sentirme limpia. Sobre mí, una mirada, unos ojos que ensucian mi alma.
No puedo evitar llorar bajo el agua mientras me vuelvo un ovillo vulnerable y tembloroso. Presiento que mi soledad es una ilusión; quizá nunca he estado sola. Por eso, cuando una mano entrelaza sus dedos en mis cabellos mojados, enmudezco. El tiempo ya no es una secuencia de eventos, sino una masa informe e inasible cuya causa no necesariamente tiene un desenlace lógico. El tiempo es nada, sólo un presente difuso con irrupciones del pasado y del futuro. Me deslizo en el abismo de la aceptación porque sé que esa cosa atávica y antigua cada día vive y rejuvenece un poco más, motivada por la lujuria y el horror que me provoca. Acepté su caricia como vínculo y contrato de propiedad. Salgo del baño y cierro la ventana, ya no habrá mar.
Marina urbana fue publicado originalmente en Penumbria, revista fantástica para leer en el ocaso