Tierra Adentro
Ilustración de Caro Monterrubio

I

Que se olvide el 2 de octubre. Que nadie más se acuerde de la fecha. Que desaparezca de la lista de efemérides en las escuelas secundarias. Que sea todo menos aprendido de memoria. Que deje de escribirse en las paredes: «¡2 de octubre, no se olvida!»

 

No, sí, que se olvide el 2 de octubre.

 

Que nadie más hable de esto, cada año, tolerando los mismos sueldos miserables, soportando a más idiotas de corbata en sus curules (representantes mañosos de los pobres de siempre), que nadie se apiade después de tantas mujeres maltratadas, violadas, ausentes, con esos otros estudiantes muertos, que nadie piense en quienes no tienen fechas en los calendarios del Mercado, porque en éste la memoria excluye, y en los gritos de justicia vueltos mercancía, no caben todos los nombres que nos faltan.

 

Que no vuelva a pasar un 2 de octubre en el país si no somos capaces de recordar de otro modo. Que no llegue esa fecha. Nunca, para nadie, jamás.

 

II

Parece mentira, pero en México el pasado no existe. Se trata más bien de un estado permanente cuya imagen original se distorsiona cada vez que se repite. Para nosotros, mexicanos que medimos desde siempre el tiempo de otros modos, la historia existe por repetición: todo ha sucedido al menos una vez, en algún tiempo y encarnado en otra gente. Por ello, al no estrenarlo como un parámetro medible, se exige del pasado lo que no hemos sido capaces de afianzar en la memoria.

 

De allí, la necesidad de recordar.

 

Para arraigar la vorágine que nos circunda, confiamos en las fechas como en referentes importantes de lo que nunca se está quieto, lo que se tambalea hasta volcarse: la realidad a la que llamamos historia. Presente, pasado, futuro: todo en un mismo momento, esos segundos en que el estómago se trenza con la garganta cuando unos sujetos nos obligan a bajarnos del autobús, a recorrer en fila, con los ojos cerrados por los golpes, hasta un descampado que de noche se siente más vacío, y nos exigen con una voz que nos parece familiar —como el momento mismo— que nos pongamos de rodillas y endurezcamos la piel.

En México, la violencia prescinde del recuerdo, y fecharla sería admitir que por fin ha terminado.

 

Ilustración de Caro Monterrubio

 

(…que el veintiséis y veintisiete de septiembre de dos mil catorce hace cinco años cuarentaitrés normalistas guerrerenses murieron a manos de quién sabe quiénes ni quién sabe cuántos ni quién sabe dónde viajarían a la ciudad de méxico con cerca de ciento veintisiete millones de habitantes a protestar por la muerte de más estudiantes la angustia te saca el aire que murieron cuarentaiséis años atrás el dos de octubre de mil novecientos sesentaiocho cincuentaiún años a la fecha la angustia te saca el aire a las diecisiete horas con treinta minutos a manos de quién sabe quiénes ni quién sabe cuántos con certeza porque solo algunos números importan y afortunadamente algunos solo pocos muy pocos de verdad poquísimos dejan de ser números y recobran sus nombres apellidos edades la angustia te saca el aire para no pasar a ser cifras de cifras más grandes con ceros

y ceros

y ceros

y ceros

y ceros

y ceros

y ceros

y ceros

y ceros

y ceros

y ceros

infinitos

          a la izquierda                                      o a la derecha

da igual

la angustia

el aire a miles de personas les vale un carajo tal vez dos carajos cuántos carajos hacen falta la angustia te saca el aire para que dejemos de sumar de ver cifras y no rostros porque el número de las abusadas de las muertas de los muertos de las muertes de la angustia es la angustia difícil angustia retener en una memoria la angustia el aire que prefiere aglutinar en fechas tantos ceros te saca como mujeres y hombres desaparecidas desaparecidos aire entre tanto número la angustia tanta indiferencia tanta desesperación tanto tantas tantísimos nombres la angustia dos de aire octubre no se olvida la angustia no se…)

 

III

Alguna vez Montaigne la condenó como sierva de la desidia, vicio violento y traidor. La costumbre embota nuestros sentidos, desactiva nuestra sensibilidad tras hacernos sentir con frecuencia desmedida. Me pregunto cuándo nos acostumbramos al dolor para ya no sentirlo. Quiero saber qué día fue el primero para asignar por entonces las fechas que no queremos olvidar. Cada dos de octubre, la memoria exigente se vuelve costumbre. Obsesionados por una historia que no olvide lo que más que recordar habría que tatuarse, nuestro pasado compartido se ha encargado de fijar los acontecimientos memorables en días cuya virtud para el eslogan resuenan en ganancias pero no en justicia, menos aún en aprendizaje para no repetir esa violencia infinita de cada año, ese loop de angustia, cada día, cada hora, cada vez que salimos a la calle.

 

Como si conjuráramos el miedo cada aniversario hasta hacerlo desaparecer, de qué modo recordar entonces lo que sigue repitiéndose. La memoria monolítica clausura el recuerdo particular, cristaliza injustamente lo ocurrido para que no se nos escape y vuelva a ocurrir. Lo que no entendemos es que una fecha no nos devuelve el sufrimiento de la pérdida, el duelo permanente en que vivimos aquí, con la mano en la garganta. ¿Será acaso que ya nos acostumbramos a la muerte, una variante sutil del olvido?

 

Ilustración de Caro Monterrubio

 

IV

La diferencia entre conmemorar y recordar está en la sensibilidad de cada generación. No sé si una sea más conveniente que la otra, pero ambas, eso sí, tratan al pasado como algo finito, y no como lo que en verdad es, una réplica que más vale entender que recordar. Las formas que adopta el presente con el paso del tiempo trascienden de modos distintos. La historia se interpreta, y más que los propios eventos, lo que llega a nosotros son sus diversas lecturas. Los relatos nacionales están llenos de agresiones y disputas, de sangre —¡cuánta sangre! —, de desesperanza e impaciencia, de copias exactas de violencia y desprecio hacia el otro. De angustia también porque no llega quien debía llegar hacía una hora, un día, un mes, años enteros.

 

El dos de octubre de mil novecientos sesentaiocho pudo ser el diecisiete de marzo, el veinticuatro de agosto, el diecinueve de septiembre de dos mil cuarentaitrés.

O pudo ser también, ¡y lo fue!, el veintiséis y veintisiete de septiembre del dos mil catorce.

 

V

Yo no recuerdo en este ensayo. Yo escribo lo que ha de olvidarse para recordarlo de otro modo. Que la costumbre por recordar con tanto ahínco lo que dejamos de sentir, pues, no se vuelva la única forma de vida en el país.

Ilustración de Caro Monterrubio


Autores
Diego Casas Fernández (Puebla, 1992), docente y ensayista. Maestro en Literatura Aplicada por la Universidad Iberoamericana. Es autor del libro de ensayos Punto ciego (2016).

Ilustrador
Carolina Monterrubio
(Ciudad de México, 1990) Se especializó en ilustración narrativa por la UNAM y en ilustración infantil por la EINA, Barcelona. Ha sido seleccionada dos veces para el concurso “Invitemos a leer” de la FILIJ México (2017-2018) y en 2019 fue finalista en el concurso para diseñar el cartel de las fiestas de Gràcia en Barcelona. Ha impartido cursos de ilustración para niños y sus ilustraciones han sido publicadas en revistas, libros infantiles, textiles y proyectos de diseño gráfico.