33 / Modelo para armar
33 / Modelo para armar: una mirada al inicio del problema en la política cultural en México
López Velarde no se equivocaría al exaltar la condición de la urbe como aquel corazón de la Patria ya ennegrecido por la capas de la sangre que liberales y conservadores habían heredado como ofrenda a la revuelta revolucionaria. ¿Acaso el comenzar el siglo con las veredas de la Revolución no era ya una imagen del porvenir?
Un siglo ha servido para ahondar en las ojeras del tiempo convulso y mortuorio. La memoria como política termina generando prácticas de subversión. Por ejemplo: los recuerdos de las mexicanas son un territorio lúgubre, un vacío, una fosa que reclama los minutos de silencio por la derrota de la libertad, el desasosiego y la búsqueda de las manos maternas que hunden sus dedos en la tierra yerma. La patria pintada se suspende en la memoria, espera a ser destrozada, intervenida por otra revuelta.
La historia de la pintura mexicana se sostiene de manera directa por el contexto que le da origen; este y la memoria siempre se centran como principios de una escuela pictórica que nació política.
En cada ciclo, las manos que la han construido y destrozado desde el inicio de la nación independiente vuelve a decir algo del principio de la catástrofe; artistas cuyos trazos no han hecho sino establecer rutas, paraísos artificiales para reconocernos o alejarnos o, incluso, buscar resguardo de los fantasmas que amedrentan a fuerza de saqueos y violencia nuestra identidad.
No es posible dar cuenta de la densidad simbólica de la historia del país y su producción pictórica a través de treinta y tres piezas, pero la historia detrás de cada una de ellas siempre es más compleja y seductora, casi tanto como lo que registra la mirada. Miradas que han sido testigos de las historias y secretos de lo ocurrido en el interior de aquel no-lugar que en mi infancia nos hacia dar una vuelta para no pasar por la casa del presidente en turno.
Cada pintura es única, forma un relato, integra un fragmento de la historia política y cultural del país.
Paraísos artificiales
Las convulsiones política y económica que iniciaba en 1993, al termino del sexenio de Carlos Salinas de Gortari, pusieron en duda la noción de México como una Nación pacífica y renovada. Para nadie resulta ajeno que ese año sería la antesala de las crisis económicas, políticas y sociales que de maneras diversas —las más siniestras y escandalosas— nos situaron en un estado de alerta y duelo constante por las siguientes décadas.
Ese año y década resultan igualmente emblemáticos para el campo artístico mexicano. Luego del boom de la pintura mexicana en el mercado extranjero en los ochenta —particularmente con lo que se denomina neomexicanismo—, el curso del arte mexicano se resolvería en dos líneas: por un lado, la política cultural interna que proponía exponer hacía el extranjero una cara de lo que se concebía como “la identidad mexicana,” particularmente bajo los soportes de la pintura creada por los artistas apreciados por la mirada extranjera, y el gusto de Octavio Paz y de Rafael Tovar y de Teresa.
La otra ruta constituiría la ruptura con las políticas culturales y el comienzo de una relación íntimamente cercana con la iniciativa privada y los procesos de independencia tanto en la creación de espacios como en las formas, prácticas y soportes que serían las bases de lo que hoy identificamos todavía como arte contemporáneo.
Desde el inicio del salinato (1988-1994), la política cultural estableció diversas pautas sobre la manera en que se regiría el campo artístico mexicano de acuerdo con la idea de “renovación nacional” sobre la que se sostuvo el sexenio.
Con la creación de Consejo Nacional para la Cultura y las artes, así como del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en 1989, tal renovación proponía abiertamente que, como lo menciona el crítico e historiador del arte Daniel Montero, “el Estado aseguraba que la cultura iba a tener una protección, pero condicionada a las arbitrariedades del mercado” (Montero, 2012:62), es decir que la política cultural tendría una apertura, estética y económica, de acuerdo con los fines que la iniciativa privada —nacional y extranjera— demandara dentro de la producción de bienes simbólicos.
Al inicio de los noventa ya se preparaba lo que sería la carta de presentación cultural de la entrada al sistema global y al neoliberalismo de nuestro país. Para el salinato, la cultura (y particularmente la construcción de imaginarios y de una identidad construida a partir de artistas, estéticas y discursos ligadas a una mirada nacionalista) sería la base para crear una clase de puerto comercial, donde la muestra de 1990, Esplendores de treinta siglos, fungió como la palanca para que aquel mercado extranjero —que tenía interés en la adquisición de obra de artistas como Julio Galán, Nahum B. Zenil, Silvia Ordoñez entre otros exponentes del neomexicanismo, así como el gusto por la obra de Frida Khalo, fuera de su contexto y usando su militancia en el partido comunista como encauce útil en la política exterior.
La pintura mexicana durante el siglo XX siempre tuvo un contacto directo con las transformaciones políticas, tanto las institucionales como las generadas al interior del campo artístico y las de la propia sociedad, sin embargo, esta vez el capital simbólico sería perfilado como la apuesta para la obtención de tratados comerciales a nivel internacional, como lo fue la firma del TLCAN, que no solo beneficiaría al Estado, sino a la iniciativa privada nacional en el área de medios e industrias culturales.
Las imágenes que exaltaban el reconocimiento de la mexicanidad sumergida en color, así como el uso de símbolos patrios —como es perceptible en la obra de Julio Galán y Nahum B. Zenil— mostraban un acercamiento a la búsqueda de la identidad desde el homoerotismo, con imaginarios coloridos cuya puja alcanzaba los miles de dólares en las subastas norteamericanas que establecieron el coleccionismo y el mercado en el norte del país.
Una de las críticas más agudas de los artistas conceptuales era que la pintura no se involucraba con los problemas sociales que se encontraban en las capas del corazón patrio. Las imágenes y estéticas no respondían sino al gusto por el exotismo de la raza de bronce, aun travestida y en rosa mexicano.
La cultura popular, la vida de los barrios desvencijados luego del terremoto de 1985, el levantamiento zapatista, el narcotráfico y la corrupción formulaban preguntas, cuestionamientos a las razones del Estado que flotaba bajo los influjos de la renovación, una idea de progreso, todavía moderno, pero regida bajo la suspensión del paraíso artificial de la globalización.
Memoria instituida
El mal de archivo ha sido uno de los padecimientos comunes del cuerpo del Estado, resulta ser una patología normal, como la rinitis de quienes habitamos la urbe. Coleccionar, ocultar, acaso archivar sostienen una necesidad de tener control mediante el resguardo de las piezas de nuestra de historia.
A veces no es más que pedacería, nunca una colección completa, jamás un relato que narre lo que ocurrió en las noches de insomnio de los acuartelados, un archivo que contenga todos los datos: la precisión en la memoria instituida nunca es visible.
Pero las colecciones siempre son personales, tienen —y deben tener— una impronta que nos hable del tiempo y la persona que la crearon. Dice José Luis Barrios que ese “mal de archivo” siempre se sostienen del hurto y el origen. Buscar el dato, sostener, a costa de todo, la neurosis de presentar la misma verdad.
—¿Y qué se hurta?
—La verdad colectiva, porque es un relato que se forma a través de todas las miradas e historias de quienes habitamos el país, así que el instituir una memoria —instituida, absoluta— sería visto igualmente como un hurto, expone la neurosis de encontrar un origen —cómodo y rentable— que no deje ver el mar rojo que todo lo ahoga.
Las verdades siempre resultan ser corales, las colecciones pertenecen a un persona, física o moral, pero con identidad debidamente establecida.
—¿La nación será una persona moral?
En el caso de un colección pictórica, cuyos alcances económicos y simbólicos rebasan el capital económico y cultural de la gente de a pie —el grueso de la población— supone visibilizar el poder que se ocupa dentro de la sociedad.
Una colección tan desigual pero vasta en todas las dimensiones como lo es “La colección de los Pinos” visibiliza no solo el alcance económico del Estado, sino la imagen que el Ejecutivo deseaba exponer y el hecho de que de diversas formas, como en otras tantas páginas de la historia de los últimos dos siglos, se recurrió a la figura del Tlatoani, como amo y señor de la patria, como sabemos ya en estado de colapso.
“El documento aparece así como una evasión, al mismo tiempo muestra y oculta el momento de algo o alguien, es huella de un hecho o acontecimiento que se sustrae al presente y con ello al sentido y con ello a la narración” (Barrios, 2008:15).
A través de las manos maestras, el uso del color y la técnica que al mismo tiempo en algunos casos ocultaron la ironía y la crítica, la colección ocultaba el saqueo, los bombazos, la crisis política al interior del partido, las desapariciones y el costo de la apertura del mercado bajo las reglas de las naciones firmantes.
El mal del archivo es contagioso, porque nadie sabe —o desea admitir— la raíz del dolor que nos envuelve y que sin embargo, de manera enfermiza, buscamos a toda costa lo que dé cuenta de nuestra nostalgia, de aquel tiempo que no existió —porque jamás todo tiempo pasado fue mejor—, pero la sola idea de creer que alguien robó lo que creíamos que era una infancia próspera resulta más seductora que admitir el hecho de que el país siempre ha sido una fosa común.
—La nación siempre lo es.
El vuelo del murciélago
El pasado 28 de agosto, el complejo Cultural de los Pinos inauguró la exposición De lo perdido, lo que aparezca, 33 visiones de la pintura en México, misma donde se dan cita dos propósitos de la política cultural federal actual: exponer las pinturas que el pasado 13 de diciembre suscitaron la controversia por la publicación de una carta firmada por Irma Palacios, Sergio Hernández y Francisco Toledo, para pedirle a la Secretaria de Cultura, Alejandra Frausto, que indagara el estado de conservación y paradero de la obra que en 1993 se les encargó a ellos y, al parecer, a treinta pintores más para crear la Colección de los Pinos.
El segundo propósito tiene que ver con la apertura de la Casa Miguel Alemán, un nuevo espacio de exposiciones donde se busca que se den cita todas la miradas mexicanas.
La historia del ir y venir de cada una de las treinta y tres obras por encargo a lo largo de casi tres décadas conforma una narración incompleta. Tantas especulaciones, notas que desdicen incluso las memorias de sus creadores y, al final, siempre la palinodia —la memoria instituida siempre lo es—, como la humedad que penetra en la memoria de todos, como la voz de Guillermo Fernández todavía lo advierte, “Flota en la memoria la sombreada humedad que penetra las cosas sin olvidar un solo espacio virgen, contagiándolas de un peso desconocido” (Fernández, 2010:29).
El origen del encargo fue una decisión tomada por Salinas de Gortari, bajo la asesoría del entonces presidente de Conaculta, Rafael Tovar y de Teresa, para crear una colección creada explícitamente para las dimensiones y fines de la antigua casa presidencial.
En algunos casos se les dio instrucciones precisas a los artistas, no solo respecto a técnicas, medidas y materiales, sino también se les pidió que exaltaran la identidad nacional y, desde luego, que no resultaran incómodas para el señor presidente.
La anécdota más divertida de la colección es la que se refiere a la pieza de Francisco Toledo, pues el entonces presidente nunca advirtió la semejanza que existía entre él y el mamífero sombrío que vigila cautivo el espacio de diversos secretos.
Sofía vestida de china poblana, cuya autoría es del propio Julio Galán (1959-2006), formó parte de la exposición Los sueños de una nación: un año después 2011, curada por José Luis Barrios y expuesta en el MUNAL.
En la historia de la curaduría contemporánea ha sido la muestra con mayor sentido crítico, mismo que formuló preguntas y la necesidad de establecer un diálogo entre la historia, las memorias, del campo artístico mexicano y la sociedad de cara al sexenio que será recordado por el grueso de la población como el periodo de guerra y catástrofe que nos obligó a vivir en un estado de muerte y dolor constantes.
El pintor, quien fue parte fundamental del neomexicanismo —una de las propuestas más cotizadas en el extranjero— visibilizaba el elemento ineluctable, aquello de lo que Barrios advirtió al incluirla en “Soñar en rosa mexicano”, que los valores de ese nacionalismo pueden tener diversas lecturas de sentido, por ejemplo, el deseo de transformar y voltear las reglas del Estado bajo sus propios ojos.
Una muestra y su discurso pueden contarse por sí mismas, las magníficas obras de Soriano, Susana Sierra, Cauduro, Miguel Castro Leñero, Vicente Rojo, Rafael Coronel, Beatriz Ezban y todas las que conforman la exposición son una muestra de la riqueza pictórica nacional despreciada por la mirada no-objetualista o conceptual que imperó en el discurso contemporáneo.
Pero existe un punto de fuga en el discurso curatorial. Resulta un acierto comenzar la exposición con Suave patria, de Manuel Felguérez —invocar el espíritu revolucionario de López Velarde y Felguérez siempre lo es—, pero queda incierta la motivación: si bien las obras y su origen tienen un relato que desata una verdad, nos toca a la sociedad contestar a través de los documentos las preguntas que como murciélagos en la noche oscura nos acechan todavía en los vientos del cambio.
Existe una distinción frente al archivo que solo el peso de la historia hermana, pues terminan en el destino de un trabajo arqueológico —a veces personal, a veces colectivo— que indague sobre el origen del presente, sobre las maneras en que podemos imaginar el porvenir. El terror al olvido es su fuerza generadora, sin advertir el moho que se oculta detrás del marco, las esporas que harán colonias y se comerán el deseado patrimonio.
El destino de las obras es hacernos mirar lo que no pudimos ver en el instante de su creación. Cada una cuestiona de manera directa el presente, al tiempo que la suave patria nos muestra los fuegos de artificio, las etílicas ensoñaciones de la democracia y las noches oscuras donde las almas todavía esperan el alba.
Bibliografía
Daniel Montero, El cubo de Rubik, arte mexicano en los años 90, México, Editorial RM, 2012.