Los subsistemas oblicuos
La literatura es un sistema hecho de planetas mayores y menores, de fuerzas y de suspensiones. No se trata tanto de autores sino de procesos, modos de entender y de practicar lo que en un momento dado se conoce o no como literatura. Esto, claro, es un anacronismo. Es sabido que la literatura nació como concepto en el siglo XVIII europeo para denominar las prácticas de escritura artísticas de las élites, luego el concepto se extendió hasta negarse y fagocitar sus propios límites. Hoy la literatura es lo escrito y lo oral, pero también algo visual, algo sonoro (no verbalmente articulado), algo hecho en el mundo y algo por deshacerse.
La literatura, decía, es un sistema hecho de sistemas menores, de subsistemas abstractos que existen a manera de enjambre, mediante las relaciones productivas entre los participantes y la ecología de objetos alrededor. Uno que existe sólo en las relaciones y no antes que ellas.
La literatura es también una codificación, una forma retórica de producir sentido mediante artificios (el arte como artificio, escribió el formalista ruso Viktor Shklovski); todo discurso es en realidad una codificación, los discursos semejantes comparten, antes que temas, modos de trabajo y formas materiales. Los modos de hacer implican modos de entender, también; una novela del siglo XIX comparte ambos con otras novelas anteriores y posteriores y con otros géneros literarios contemporáneos. Es decir, está situada entre coordenadas de producción y recepción sociales, históricas y económicas.
De los géneros literarios de la modernidad, la poesía lírica (entendida como la puesta en verso de la subjetividad de un autor/productor que toma la forma de un enunciador, llamado regularmente yo lírico) es quizá la que menos relación tiene con otros discursos y más relación con la historia de su propio género. Según Mijaíl Bajtín, la historia de la poesía puede caracterizarse como un lenguaje autoritario en tanto que se propone como un código autopoiético, lejano a los dialectos y discursos sociales: «los lenguajes sociales son objetivables, característicos, socialmente localizables y limitados; por el contrario el lenguaje de la poesía, creado artificialmente, ha de ser directamente intencional, incontestable, unitario y único».[1] Para Bajtín, el modelo de la poesía lírica como un lenguaje autoritario, o solipsista, eran el simbolismo y el futurismo: tanto los primeros como los segundos, y el resto de las vanguardias, proponían el extrañamiento como uno de los cauces principales del valor literario.
Si la singularidad del lenguaje es una de las formas de la sociofobia, podría pensarse que la derivación del lenguaje poético hacia registros interdiscursivos sería también una creación de un lenguaje poético lejos de la lírica, más cercano a la dialogicidad y a la producción sensible de comunidades humanas heterogéneas. En buena medida, la otra historia de las vanguardias puede también entenderse como una búsqueda de esa búsqueda. Si bien en muchos casos se trataba de exploraciones que recurrían a la interdiscursividad dentro de los campos estéticos (la relación de poesía con artes visuales o las poéticas sonoras, por ejemplo), la heterogeneidad no dialéctica de algunas obras producto de estas búsquedas son una pregunta a la distribución social del trabajo y las disciplinas artísticas; en términos de los debates recientes dentro de la poesía mexicana actual, la interdiscursividad aseguraba, al menos, la producción de inestabilidad de los discursos normalizados de la poesía lírica nacional.
La inclusión de discursos y fragmentos de los lenguajes sociales es una forma de politización de los procesos y objetos estéticos. Sin embargo, suponer que la pura heterogeneidad de discursos es la creación de estéticas repelentes al autoritarismo, es correr el riesgo de reificar la forma y confundirla con la producción sensible; es decir, es correr el riesgo de instaurar una metafísica de la heterogeneidad sin buscar en ella los componentes políticos que son activados mediante las relaciones de producción y recepción.
Hace unos días, Kenneth Goldsmith, la cara más visible del conceptualismo anglosajón fue parte de una acre polémica en torno a los procedimientos éticos de la vanguardia literaria contemporánea. Goldsmith, invitado a la Universidad de Brown, leyó la pieza conceptual The body of Michael Brown, que consistía en la apropiación (un remix) del documento forense sobre el cuerpo de Michael Brown, joven asesinado en Ferguson por la policía y cuya muerte desató una serie de protestas y violentas represiones. Las críticas han sido variadas y puntuales, la escritura conceptualista fue descrita como «supremacismo blanco» en el peor de los casos, o como profundamente problemática, en el mejor. Goldsmith utilizó un procedimiento formal que permite incluir la heterogeneidad discursiva en la poesía al grado de borrar cualquier elemento de lirismo y subjetividad, pero lo hizo sobre un documento forense que hablaba de un cuerpo vulnerable asesinado por un estado policíaco. En una precisa crítica de la lectura y del acontecimiento estético de Goldsmith, Pedro Poitevin señalaba que «If instead of a highbrow appropriation of the pain of others, Goldsmith had conceived of a means to give voice to that pain, things would probably have worked out differently»; para Heriberto Yépez, la estrategia de Goldsmith se enmarca en una serie de prácticas depredadoras contra los sujetos por parte del capitalismo contemporáneo (¿el semiocapitalismo?): «[la] táctica clave de este conceptualismo es negar la geopolítica que hace posible esta estética re-creativa; aplaudida, literalmente, por la Casa Blanca». La mayoría de las críticas coinciden, en mayor o menor grado, en que el problema de la obra de Goldsmith no es el procedimiento, sino el contexto en el cual se produce. De un modo político, Goldsmith suspende las condiciones de producción de las obras y las devuelve como signos inarticulados que pueden ser movilizados en flujos transdiscursivos. De un modo singular, pareciera que el conceptualismo de estirpe goldsmithiana sustituye los procedimientos estéticos del autoritarismo lírico para dar paso a una variedad discursiva que enmascara la homogeneidad de los procesos de recepción: la escritura conceptual puramente procedimental reifica la técnica sin alterar las relaciones sociales que permiten la reproducción de los discursos mediante esa técnica.
Desde hace algunos años leo con interés y fervor las prácticas conceptualistas, desde hace algunos años también creo más en una vocación política de la literatura, y en la necesidad de evidenciar los contornos de la escritura en el marco de las sociabilidades que ocultan y develan. La escritura conceptual producida en un pretendido grado cero de la tecnificación de lo sensible, opera no tanto por el desplazamiento del significado de la obra, sino por el pliegue de éste en dos contextos disociados. La escritura conceptual —en este sentido— es la producción de una alegoría, como sugieren Vanessa Place y Robert Fitterman. La alegoría crea dos obras en una operación, en el trabajo de montaje y desmontaje de las estructuras significantes duplica el sentido literal del documento original y crea con él un sentido figurativo en un contexto distinto, sin desaparecer el primero.[2]
¿Y si en lugar de duplicar los sentidos de los textos los procedimientos conceptualistas crearan un territorio ambiguo para el choque entre significados potenciales? ¿Y si además de generar pliegues la escritura conceptual reterritorializara los contextos de producción y recepción para agitarlos políticamente? Una escritura de las traslaciones no sería, entonces, solamente un procedimiento formal sino una agitación ética.
En una serie de tuits de hace unos meses, Daniela Franco propuso el término «trans-conceptualismos» para distinguir los conceptualismos contemporáneos en América Latina de los precedentes y para señalar que su espacio de inscripción son las redes sociales y otras plataformas electrónicas:
1) Creo que debemos utilizar un término diferente para referirnos a los (nuestros) «conceptualismos» contemporáneos latinoamericanos.*
2) Por un lado para distinguirlos de los de los años 60 y 80, y por otro para subrayar el uso de nuevas plataformas (redes sociales, etc).*
3) Y propongo (a la espera de que me sugieran más): trans-conceptualismo y/o contextualismo (este último «d’après» un texto de Perloff).*
Me sumo a la propuesta de Franco de utilizar el sufijo «trans» para delimitar los conceptualismos en los sentidos que ella sugiere, pero también para acentuar su carácter traslaticio entre territorios y contextos de producción y recepción. Estos conceptualismos han de pensarse como ensamblajes de procedimientos que forman una heterogeneidad no dialéctica, es decir, una formación agitada que no resuelve las diferencias en una superación sino que hace de la fricción su principio de producción sensible. Como en el epígrafe de Vicente Luis Mora, hasta qué punto estas poéticas traslaticias dejan de ser una representación del mundo —el texto original, los medios pretextuales— para ser una imagen —el sentido figurativo— de otra visión de la realidad con la forma tanto del mapa como del objeto recubierto: una ambigüedad.
Las poéticas transconceptualistas no ocuparían un espacio de presentación dentro del orden global sino que intentarían reconstruir los cuerpos locales en un movimiento de dispersión nomadológico; su principio sería el doble movimiento: del sentido al contexto y de los discursos a los cuerpos situados en sus coordenadas geopolíticas.
En otro espacio he mencionado algunos ejemplos de obras creadas al interior y en los márgenes del conceptualismo, pero me vienen a la mente —por ahora— otros ejemplos de traslación alegórica y territorial.
El poema «Me llaman violencia»[3] de Román Luján es la disposición en orden alfabético de las películas de Mario Almada, uno de los iconos del cine de narcotráfico previo a la Guerra contra el narcotráfico de Felipe Calderón. El procedimiento por acumulación efectuado por Luján, crea una cartografía de los registros sensibles del narcotráfico entre dos espectros: el espacio de la legalidad autoritaria («Agentes de servicios especiales». «Agentes federales») y los movimientos nómadas fuera de la ley pero dentro de los flujos capitalistas («Traficantes de muerte». «Traficantes de niños […] Tres veces mojado»). El poema final mantiene su carácter puramente textual pero no borra la interdiscursividad de las películas de Mario Almada, su dispositio registra también la ambivalencia hemisférica de la producción y el consumo cinematográfico con títulos en español y en inglés.
El proyecto Los Sandy en Waikiki, de Daniela Franco, es una obra que utiliza una serie de fotografías encontradas en un mercado de pulgas que retratan la vida de los Sandy. La extraterritorialidad de la memoria y su construcción como un ensamblaje nómada de imágenes se acompaña de la producción de un libro multilingüe en el que varios escritores recrean la historia de la familia Sandy. Aunque con una potencia política menos evidente que el poema de Luján, este proyecto de Franco es también transconceptualista en tanto que pone en crisis la heterogeneidad de la memoria en un espacio irresuelto de la escritura, pero contenido en el cuerpo del libro publicado.
El extenso poema bilingüe Anti-Humboldt de Hugo García Manríquez es, hasta ahora, uno de los libros que más claramente muestra la potencia desterritorializante de las prácticas conceptualistas, junto con Antígona González de Sara Uribe, de la que escribí en un post para Diario La Tempestad. Mientras que en Antígona González leemos el movimiento centrípeto de los deudos de los familiares asesinados en la masacre de San Fernando y del movimiento alegórico de las Antígonas históricas hacia el cuerpo del texto, en Anti-Humboldt los textos en inglés y español convergen en un cuerpo textual que en su borramiento produce un movimiento centrífugo hacia la superficie del texto: García Manríquez «empuja» algunas palabras que resaltan, seleccionadas del texto legal del TLCAN/NAFTA, se trata de los mismos significantes que adquieren significados nuevos en una sintaxis renovada sobre un plano de inmanencia geopolítico. Según Heriberto Yépez, «Su materia verbal escapa al lirismo hispánico; partiendo del frío vocabulario del comercio neoliberal y su técnica editorial, García Manríquez hace que el propio acuerdo transfronterizo dé testimonio del daño».[4] En un procedimiento semejante al utilizado por NouberSe Philip en Zong! (Philip escribe un extenso poema a partir exclusivamente de las palabras contenidas en la resolución legal Gregson vs Gilbert, que legalizaba el asesinato de esclavos y el cobro de una póliza de seguro por ello), García Manríquez crea un subsistema lingüístico a partir del documento legal dentro del cual crea las posibilidades de articulación de una lengua que sólo existe en la traslación entre los territorios que componen el área económica de América del Norte y la traducción legalmente equivalente entre los tratados. Para Kate Eichorn,[5] Philip lleva los procedimientos de restricción textual de Oulipo a un punto ético en el que activa las crisis entre regulación, violencia y capitalismo; en este sentido, tanto Zong! como Anti-Humboldt son obras que recurren a la alegoría para mostrar las traslaciones entre los discursos de poder y los cuerpos sobre los que se ejercen esos discursos. Ambos poemas serían, en este sentido, transconceptualistas.
Transconceptualistas serían también, dada la eficacia de sus procedimientos para incluir registros discursivos heterogéneos sin resolverlos dialécticamente, El Martín Fierro ordenado alfabéticamente de Pablo Katchadjian, o su novela dialógica e interdiscursiva Libertad total. Lo sería también la obra electrónica The 27th. El 27de Eugenio Tisselli: al ser la visualización de los agenciamientos territoriales de los capitales globales sobre la posesión nacional de la tierra y el subsuelo hace del artículo 27 constitucional un signo vacío cuya carencia de significado es una alegoría de los significantes financieros.
Cada uno de los ejemplos anteriores, así como otros que por ahora no menciono debido al espacio y al olvido, consisten en la creación de un aalegoría crítica mediante procedimientos apropiacionistas y en agenciamientos reterritorializantes que crean flujos de significados entre espacios de producción de sentido y discursos. Cada ejemplo es el emplazamiento de un subsistema al interior de su propia producción pero desde una perspectiva oblicua, sin tocar el centro, pero mostrando las estructuras de su ecología de signos y procesos.
[1] Teoría y estética de la novela, Madrid, Taurus, 1975, p. 105.
[2] Ian Darda, «Common Genius: Conceptualism and the Language of Discourses», Matter
A (somewhat) monthly journal of political poetry and commentary, noviembre 2013.
[3] Tierra Adentro 172, abril-mayo, 2012.
[4] «Nafta y poesía: El Anti-Humboldt», Laberinto suplemento de Milenio Diario, 18 de abril de 2015.