Navajazo o la desaparición de lo real
Navajazo (Silva, 2014) es un viaje documental por Tijuana. Aunque más adecuado que clasificarlo como «documental» sería hacerlo como «etnográfico». Un viaje etnográfico por Tijuana. Eso no es un descubrimiento. Ricardo Silva, el director, catalogó su película como «etnoficción» (un término que designa la actuación del objeto de estudio antropológico —un «nativo»— cuando se le registra: la cámara no es un elemento neutro, sino que incide como elemento extraño sobre quien se filma; el supuesto aquí no que es posible «ser uno mismo» frente al registro; o el supuesto es que la evanescencia del comportamiento y su no posibilidad de «compaginación objetiva» son lo que configuran el «ser uno mismo»).
La apuesta de Silva es desmontar el elemento de «lo real» documental, revelar la ficción de «filmar lo que sucede» y, entonces, dejar en la edición final las repeticiones, el «¿puedes decir eso otra vez?», «¿puedes moverte más hacia la derecha?».
Esto, paradójicamente, busca formar parte de las evidencias de «lo real», de que la parte «ficción» palidece frente a la «etno».
Navajazo, al mostrar que los mecanismos de «prueba y error» (como diría Benjamin, filmar al sujeto-actor enfrente de la cámara en múltiples ocasiones y, de ellas, escoger la mejor) del documental son muy parecidos a los de la película de ficción, propone un pasaje a lo real.
La etnoficción revela más que la ficción, porque no intenta «engañar» con lo inexistente y revela más que el documental porque no «engaña» con una supuesta neutralidad de la cámara: la realidad que revela es la de la interacción entre el que filma y el que es filmado.
La solicitud del etnoficcionista es clara: represéntate a ti mismo. Haz de ti mismo una manifestación simbólica.
Lo resultante es imposible que sea otra cosa que ficción.
El cineasta como etnógrafo enfrenta, a pesar de su pretendida transparencia, supuestos que vuelven a crear un fondo (o un abismo) en su trabajo.
- El otro como un exterior simple: está afuera (política, económica y moralmente) de los límites del cineasta.
- La tarea del cineasta es ir a descubrir y describir esa otredad (es decir, hacer una etnografía).
Del primero, se deriva una dificultad en espejo: si el otro es simple y exterior, resulta que el mismo (el cineasta) también es simple e interior. Según este supuesto, la visión del otro no es una visión del mismo.
Aunque, si se sigue que la realidad de la etnoficción es aquella de las relaciones entre el que filma y el que es filmado, entonces cualquier visión —y de cualquier lado— de la relación es una visión (y una pregunta) de su extremo correspondiente.
Del segundo, la otredad no se descubre: se escribe y se inventa. Navajazo, en la superficie, propone que el filmado se actúa a sí mismo, pero que, dentro de él, existe una realidad completa que tiene sus válvulas de escape en la actuación (y, por lo tanto, ésta es una especie de pista para encontrar el camino a esa «realidad» completa del otro). Navajazo, en lo profundo, establece que lo que se ve en pantalla no tiene un referente. Se miran fragmentos de vidas, pero al estar atravesados por la cámara, la edición y la intención de grabar esto o aquello, éstos no pueden ser considerados ya los «indicios» de un camino a una persona real.
Tal vez por eso Navajazo recurre a tantas interrupciones (comentarios sobre la escena de los realizadores, cortes, reelaboraciones): sospecha que la realidad de Tijuana, su otredad, está allá y ahí se quedará. Como si fuera imposible comunicar Tijuana.
O tal vez no. Tal vez Navajazo ni siquiera intenta hablar de Tijuana, sino de su relación con ella, de la relación de una filmación con un lugar que se llama Tijuana.
Eso sí que se puede comunicar y eso sí que está acá y acá se quedará.
Nota: las ideas de este escrito, sobre todo la del artista como etnógrafo, están tomadas de este ensayo de Hal Foster.