Tierra Adentro

No hay absolutamente nada que no pueda borrarse. Estamos condenados a suprimir, olvidar y negar. Desde pequeños comprendemos mejor las dinámicas de la destrucción que las de construcción. Se aprende primero a cortar, después a pegar. Recuerdo haber destruido casi todos los juguetes que recibí de niño, pero en cambio, mis habilidades con la plastilina se limitaban a juntarla toda hasta formar una bola de color café oscuro que generalmente pegaba debajo de la mesa. Salvador Elizondo escribió en su Farabeuf que «el olvido es más tenaz que la memoria».

Quizá las computadoras comprendan mejor las prácticas del olvido que nosotros. Basta con darles una indicación. La tecla borrar/supr suele ser más tajante que cualquier otra. Al tiempo que comencé a escribir a máquina, el fragmento y la escritura breve se convirtieron en signos de una maltrecha disciplina. Textos dispersos y archivos inconexos fueron acumulándose en carpetas nombradas según la canción que escuchaba en la computadora. Dichos textos surgieron a la manera del zuihitsu japonés: discurriendo entre las teclas hasta que los dedos decidieran pararse. «Al correr de la tinta» y «al correr del teclado», tenían, para mí, el mismo significado. Traté de conservar cierto orden en estos documentos. Su organización era tan escueta como mi disciplina.

Las prácticas de la supresión, el borrado de la escritura y la lucha contra el olvido son el tema de Patricio Pron en El libro tachado. Uno de esos libros sobre escritores para escritores que devienen testimonio de la viva inteligencia de un lector para otros lectores. Leer a Pron es saber que uno no sólo se encuentra frente a un escritor atento a la disposición de las palabras, sino entender que se está frente a un lector atento a la disposición del pensamiento. Tiendo a pensar que, a diferencia de gran parte de sus contemporáneos, Pron lee más de lo que escribe y seguramente borra mucho más de lo que plasma en sus páginas. El libro tachado resultó una lectura casi enciclopédica, una de las revisiones más conscientes y certeras en torno a las prácticas que destruyen la escritura, la lectura y, finalmente, la literatura.

Hoy pienso o trato de pensar en estas prácticas de negación y supresión. Pienso también en el disco duro de cada escritor. Ahí donde se resguardan y olvidan archivos, documentos, carpetas y subcarpetas que antes contuvieron algún texto a finalizar, algún planteamiento, alguna primera línea para comenzar una novela e incluso el atisbo fragmentado de cierto libro. Seguro existen carpetas bautizadas con el título tentativo, documentos nunca completados con los nombres de los capítulos, pero lo ignoro. Todas mis carpetas tenían el mismo nombre «Nueva carpeta» y todos mis documentos solían estar enumerados.

Desde luego, hay algo de desidia en la mentalidad del escritor que olvida un texto y luego elige suprimirlo. Pero también existe una cierta consciencia autocrítica, una capacidad acompasada por la sencilla eliminación de archivos que permite la computadora, para reconocer que ciertos fragmentos –y atinaría a llamarnos simplemente dispersiones– no están diciendo realmente nada: son datos y como datos habrán de borrarse. Gracias al automatismo de la máquina, podemos deshacernos de lo que no funciona sin tener que recurrir a métodos menos ortodoxos pero más poéticos como el fuego, donde casi desaparece el primer manuscrito de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde cuando Fanny Van de Grift decidió arrojarlo a las brasas, pues le parecía «un libro completamente carente de sentido» (la anécdota también la hallé en el libro de Pron).

«El escritor, al contrario de la creencia popular, no escribe libros», señaló Ulises Carrión en su Arte nuevo de hacer libros. El escritor sólo puede escribir textos, independientemente de su valor literario. El escritor olvida, porque sólo de esa forma puede continuar con la escritura. La verdadera paradoja de la escritura es que se escribe para olvidar al mismo tiempo que se escribe para luchar contra el olvido. Si ya todo ha sido dicho, probablemente también haya sido olvidado.

En la computadora sucede una lucha similar: suprimir aquellos viejos archivos implica deshacernos de lo escrito, entonces, volvemos a escribir. Generamos una nueva carpeta, le ponemos nombre; creamos un nuevo documento y comenzamos todo el proceso de nuevo. Ahora me viene a la mente una frase de Guillermo Cabrera Infante donde asegura que «literatura es todo lo que se lea como tal». Nuevamente es cierta. Pienso en aquellos libros que fueron leídos por sus escritores como literatura, y que luego fueron olvidados en un disco duro; libros que no siendo libros sino textos se acumulan en carpetas sin nombre; libros que, convertidos nada más que en datos, no fueron respaldados, aunque algo de ellos quedara en la memoria de quien los escribió. Pienso que la historia de la borradura y la negación de la literatura también están ocurriendo ahora, en cualquier computadora, en una portátil, en una ventana que pronto será cerrada, en una papelera de reciclaje que también será vaciada.