Tierra Adentro
Ilustraciones de Salvador Jacobo

Hasta esa noche que lo llevé remando al otro lado, nunca me había mareado y el remordimiento me había dejado en paz. No tuve el corazón para taparlo. Dormía dulce a mis pies como un costal de granos, su figura delineada por la luna en la oscuridad. El mar lo zarandeaba y aun así conservaba una dignidad que po­cos pueden presumir. He visto muchos hombres inconscientes. Pero éste era diferente.

Bendita sea la Belladonna: una nave tan angosta que casi na­die la percibe, una dama que envejece, su vientre resbaloso y la pequeña fuga en el centro de su cuerpo. Dios me perdone —su dueña también ya pasó sus mejores años pero sabe de hambre y de descomposición.

Es fácil inventar pretextos. La verdad es que llevo año y medio en este juego tenebroso. Me he vuelto muy ágil. Mis hombros han pagado el precio infernal de arrastrar el barco por donde voy, pero también me he hecho más fuerte. Puedo remar sin salpicar ni una gota. Y él, este joven: lo llevé remando al otro lado como a todos los demás, pero desde entonces me atormenta su rostro.

Nadie puede negar que son tiempos crueles, pero pocos han con­templado su verdadera profundidad. Seguro que has visto las caras —de los caídos y los derrotados, de las mujeres despojadas de toda opción—. ¿Acaso en tus pensamientos abundan hombres tambaleantes, sombras veloces por los pasillos? ¿Se cometen actos sucios con fuerza, con sonrisas? ¿Florecen moretones, uno encima del otro? El trueno de las herraduras por un callejón, el saludo cortés del conductor a la ley —detrás de la cortina floja, ¿se busca un pulso por el cuello de un desconocido dormido?—. Un hombre despierta aturdido en el momento menos indicado; una lucha, un golpe. Sola y al amanecer, una mujer cuenta sus monedas con fervor para ahuyentar al sueño… Espero por tu bien que nunca hayas visto estas imágenes de pesadilla.

Pero yo me pregunto: en tiempos como estos, ¿qué más en­cuentran los hombres aparte de dificultad y perdición, falta de esperanza? Con algo de suerte se dedican a excavar trincheras, se van al norte a despellejar conejos a cambio de unas monedas. ¿Quién dice que el mar no les entrega un destino más amable?

Eso si logran llegar al primer puerto con sus facultades intactas y sus piernas acostumbradas a la cubierta inclinada. Yo mido mis dosis con cuidado y siempre agrego una porción de jengibre, pero algunos no tienen estómago para el mar.

Una pizca de beleño, dos de la mandrágora, medio ramo de hierba loca. Cuide sus porciones, los errores son irreversibles.

Esa noche el mar se lamentaba, el agua estaba como tinta ne­gra. Mis sueños de por sí son extraños y por eso casi no miro a los hombres cuando duermen —los tapo con un costal—, pero éste me tenía hipnotizada: su juventud encantadora, un bebé mecido por el regazo frío del mar. Dieciocho, tenía, o algo así. ¿Que si tenía una enamorada? Seguro tenía seres queridos en algún lado, como la mayoría de la gente.

Para una mujer más que acostumbrada a cuidarse, la escena era tranquila —él y yo nada más en el mar bajo el vuelo silencioso de las aves marinas por el aire nocturno de nuestro barco—. Las rodillas del joven apuntaban hacia las estrellas, su cabello como plumas negras por su rostro. Y mis ojos volvían a su boca: una curva hacia arriba, un ancla dulce. Me preguntaba, por ocio, cómo sería su voz, y si esa sonrisa privada era la marca de su naturaleza o un accidente del diseño.

Ilustraciones de Salvador Jacobo

Ilustraciones de Salvador Jacobo

Pero pronto dejamos de estar solos. Lejos, del otro lado de los muelles, brillaba la lámpara de gas del vigilante —así se hace lla­mar el muy mentiroso con su mirada floja; basta una moneda para que se haga de la vista gorda—. No, el vigilante nunca me ha preocupado.

Desde la orilla del muelle veía el trazo de esa figura sobre un fondo estrellado: mi agente de lunes por la noche. Cómo odio a este tipo carroñero que ha arrastrado a tantos hombres por la península de la Bahía de Port Phillip, y con un placer enfermo, lo juro. Un hombre con un corazón de tierra, cuya sonrisa malvada me amarga el arranque de las semanas. Que no te engañe mi des­dén —sé que soy igual que él—. Cuando arrastré el barco hacia su morada, el agente se arrimó sobre el agua para sisear mi nombre: «Annie del Oporto». Palabras en la noche, los sonidos del tráfico de hombres en la oscuridad a cambio de cantidades de dinero que no deseo revelar.

«Acércate», ordenó y me hizo maldecir contra su impaciencia. De mis tres agentes este hombre de lunes es el que tiene el menor de mis aprecios: espera que todo ocurra exactamente como él quiere, regatea como los más amargados y nunca pierde la opor­tunidad para insinuar la bajeza de mi carácter con palabras res­balosas. En su presencia el mundo tiene un tono maligno: dientes brillantes, los golpes del agua, esa voz de serpiente. «¿Me trajiste uno sano, mujer?».

«Por pura suerte», respondí. «Te ganas lo que apuestas». Volví a mirar a mi joven cargamento, resguardado por sus sueños en la proa de la Belladonna. Fue entonces que lo sentí: el mareo, el malestar que se hinchó y luego se desvaneció con la misma ca­dencia de los suspiros del mar. Enfermedad, eso es lo que sentí, justo cuando el barco golpeó contra el muelle y Lunes dijo desde arriba: «Más fresco que una margarita. Acércate a la escalera y ayúdame a subirlo».

El cuerpo del niño pesaba menos que otros. Esta tarea siem­pre es un esfuerzo combinado de jalar y empujar, movernos tan rápidamente como podamos, sin hacer ruido, una parte de nues­tra atención dedicada a esta labor mientras la otra mitad escucha de cerca la oscuridad. Siempre usamos una cuerda para cuidar­nos de los resbalones, pues un ahogado no vale nada. Tengo ya cierta destreza para empujar un cuerpo hacia arriba y los agen­tes son expertos en cargar: Lunes es un cabrón, pero sabe jalar corpulencias; Miércoles es tolerable, pero su físico es como una rama, a veces desgasta mi paciencia. Y Viernes, un oso de cara triste nacido para los bultos pesados, nunca deja que un cráneo gol­pee la escalera en el camino. No como algunos.

Aquellos tres hombres, mis socios incómodos. Juntos enca­minamos a los hombres durmientes por un viaje, desde un bar ruidoso hasta un barco silencioso, y allende los cabos de la tierra hacia una vida que tal vez florecerá, o se marchitará, o terminará violentamente. Rumbo a un desenlace en algún otro reino, sobre el horizonte. «El trabajo duro y el aire del mar nunca le hicieron daño a un hombre», dijo Miércoles alguna vez, pero ninguno de los dos nos reímos.

No sé exactamente en qué momento se me ocurrió. Tal vez a la mitad de la escalera, en pleno forcejeo, cuando me llegó el olor del pelo grasoso de Lunes y las náuseas volvieron a subir por mi garganta. El muchacho colgaba entre nosotros, flojo y sin otra opción que tenernos confianza. Decidí antes de llegar arriba. O en todo caso, eso fue lo que me dije a mí misma.

Hierva lento los ingredientes en dos galones de agua limpia duran­te tres horas, o hasta que el líquido se reduzca a una media pinta. Enfriar y colar.

Una noche, hace ya varios meses, me peleé con mi agente de los viernes, que hasta entonces daba la impresión de poder resistir lo que le arrojara el mundo. El pleito comenzó mientras luchábamos para cargar un bulto dormido por la escalera: Viernes se portaba irracional, yo fui descuidada y cuando llegamos a la cima peleá­bamos a gritos sobre el muelle oscuro sin importar que alguien pudiera escucharnos. Fue un error grave. Nos pudo haber costado la vida, pero parecía que ya no nos importaba.

El pleito comenzó porque se me hizo tarde, pero el problema es mucho más antiguo —en los susurros y las miradas, nuestras propias pesadillas, esa resaca constante de cansancio y miedo, una noche tras otra—. Nos atrapó al mismo tiempo: la locura que viene de tener que cuidarnos siempre la espalda, de navegar una oscuridad que a veces te esconde bien pero nunca te hace del todo invisible.

La bebida nos inundó a los dos esa noche y creo que hubo mención de una navaja. Pero de la nada Viernes se desmoronó y empezó a llorar, a derramar palabras desesperadas. Qué ruido tan terrible —fácil de tragar pero difícil de olvidar—. La pelea se desvaneció y nos sentamos juntos, cercanos, mirando la oscuridad mientras nuestro hombre dormía junto a nosotros entre sus cuer­das. Desde esa noche, aunque es un hombre que no dice mucho, Viernes me habla suave y se volvió mi preferido.

Sí, el dinero es la causa de todo esto. ¿Acaso la vida no se trata de encontrar gangas tolerables? Todos hemos tomado aire de uno u otro lado de estos acuerdos. Las mujeres prescinden de algunas dignidades para poder dormir tranquilas: lavar las sábanas de sus hijos, recoger los platos sucios de sus maridos, reírse bonitas. Cui­dar sus modales y morderse la lengua. Ocultar la verdad, desves­tirse encantadoras. Perder la mirada sobre un hombro jadeante.

Y los hombres. ¿Nunca te has preguntado, mientras miras cómo duerme un hombre, hacia dónde lo llevarán sus sueños, sus salarios? Padres, hermanos, amantes: aunque tengan buen corazón, todos vienen del mismo lugar, y el mundo les permite toda clase de fechorías. Los hombres buenos caen presos de de­seos extraños. Hombres decentes giran la cabeza ante las desgra­cias. Ninguno de nosotros es inocente.

Las vidas cambian en un instante. Una vez miraba una mo­neda en pleno vuelo, la fortuna de un comerciante y la mía, sus­pendidas en el aire de una tarde inofensiva. Cara, yo tenía que rentar una porción de mi cuerpo: una hora familiar entre ani­llos de humo, sonrisas ensayadas, y luego mirar hacia arriba a mi viejo amigo el techo mientras contaba lentamente desde treinta hasta cero.

Cruz, me esperaría una fortuna completamente distinta. Por supuesto que le hacía caso a esa moneda. Cuando el azar por fin te favorece, aparece de pronto una suerte de intoxicación, y una persona que no tiene nada que perder es fácil de persuadir. Ce­rebro, educación, logros pasados —de nada sirven cuando eres una mujer despreciada—. Y esta ciudad se apropió de mis mejo­res partes. ¿Alguien levantó la mano para defenderme?

Ahora los hombres susurran mi nombre con un tono de pavor. En sus tonos omiten fácilmente que hacen negocio con las muje­res que disfrutan, o ignoran, como si fuera algo natural.

He sido bendecida con rasgos simples: agradables, pero dise­ñados para el olvido. No dudo que la falta de pintura me ayuda a asumir un papel fantasmal; si antes los hombres volteaban a mi­rarme —y créeme que hicieron más que mirar—, ahora pasan sin fijarse en mí. Muchos han escuchado mi nombre nocturno, el que me he ganado, pero pocos lo identifican con mi rostro, y los que sí, también son criminales, sus bolsillos están llenos de la misma moneda sucia. Nuestros nombres: pueden jalarnos como la marea pero creemos que somos libres para luchar contra la corriente.

Ilustraciones de Salvador Jacobo

Ilustraciones de Salvador Jacobo

Lunes y yo subimos al niño hasta el muelle y estuvimos ahí un rato recuperando el aliento. Él jadeaba sobre el joven, su mirada ham­brienta sobre el cuerpo; entonces saqué un pomo de mi chamarra y bebí con enjundia. El agente se acercó olfateando —sabía que le gustaba el trago—. «¿Qué te estás metiendo?», suspiró. «Bran­dy», respondí, y tomé más. «Alivia el corazón, si es que tienes». Le ofrecí el botecito.

Su mano codiciosa se levantó, luego dudó. Algo cruzó por su cara y hubo una pequeña lucha. Luego clavó su mirada en mis ojos y soltó un ruido como una carcajada. Sabía que mi fama se debía a una sola cosa. «Sólo un tonto bebe con el diablo», dijo. «Acabemos con esto».

Vierta la tintura en un vaso o un frasco de cerámica. Selle la tapa con firmeza y conserve en un lugar fresco y oscuro.

Los jóvenes con extremidades fuertes son los que mejor se pa­gan. No creas que estos hombres dormidos son inocentes: un de­predador aguarda en el corazón de cada uno de ellos. ¿Si no por qué acechan los bares de los burdeles, merodean en casas de opio donde mujeres vestidas con ropas finas andan cuidadosamente a través del humo? La carne y el dinero nunca serán amigos y si se encuentran en lugares aislados suele ser con violencia. Lo que se vende en estos sitios no se puede reponer, y la demanda no es poca. Dormido puede ser un inocente, pero despierto es capaz de enormes daños.

Pero a este hombre, me preguntaba si el mar merecía llevárse­lo. La muchacha que lo había drogado le dijo al dueño del burdel que nunca antes había visto su rostro: ¿quizás había sido su pri­mera visita? Cuando los sirvientes de la casa lo sacaron dormido hacia el callejón, apareció el jefe para sacarle mejor precio. Por miedo a los testigos se metió a la carroza y se deslizó junto a mí. «Mira qué hombros», declaró. «Le esperan décadas de trabajo». Las negociaciones fueron breves y feroces, pero el arreglo fue justo.

Parada en el muelle con el niño junto a mis pies, sentí que algo me jalaba. Una especie de ternura invadió mi garganta y no podía hablar bien. Quería exigir un precio muy por encima de lo que Lunes podría pagar, provocar un pleito, lanzarle amenazas oscuras y llevarme al niño de regreso a la orilla. Dejarlo en una puerta para que siguiera con su vida. Perdería dinero, podría ganar algo también. Sentir, quizás, que algunas cosas son reversibles, si así lo deseamos.

«Dos libras», dijo Lunes, impaciente.

«Ocho», respondí sin pensar, y él me maldijo.

«¿Qué dices, mujer?», brincó. «Este cachorro no vale más de tres, si acaso. Tiene muñecas de niña: se romperán como ramas en el viento».

En el vaivén de la discusión sentí el inicio de un hervor: la fuer­te atracción del dinero se me metió en la sangre para expulsar esa posibilidad sentimental de abandonar el trato. Me acordé de las ventanas iluminadas del burdel donde había recogido al hom­bre joven. Las monedas en la palma del dueño, el hedor a basura del callejón y, a lo largo de meses y años, todos los hombres que abundan en estos lugares como palomillas en la oscuridad. El murmullo de los vestidos y el amargo olor del opio encendido; el sonido ligero de una muchacha sollozando a escondidas en un cuarto vacío. El niño también tenía algo de culpa.

«Es un blandengue», argumentó Lunes y tomó la mano del niño para mostrarme la cara pálida de su palma en la oscuridad. «Como si fuera mujer», dijo burlándose a la vez que dejaba caer el brazo como un trapo sucio. «Sólo los borrachos y los tontos pedirían más dinero por esta carne tan blanda».

«Es joven y fuerte», respondí, «y no hay otro estúpido borra­cho en este muelle más que tú. Apúrate y decide antes de que nos vean. Si no, con gusto me lo llevo a la orilla».

Entonces el niño emitió un sonido —un suspiro húmedo, como una criatura que emerge en busca de aire—. Los dos nos conge­lamos, lo observamos y me pareció haber visto cómo ese cuerpo flojo se estremeció. Escuchamos atentos en la oscuridad, inter­pretando el ritmo de su respiración.

Mezcle quince gotas de la tintura con siete escrúpulos de láudano. Vierta el extracto en una copa de oporto y asegúrese de revolverlo bien.

Desde esa noche, sin falta, mis sueños me han entregado la misma imagen: una mañana brillante, la ciudad comienza a mo­verse. Mi hombre joven camina por las calles, un ramo de flores amarillas en las manos. Esa sonrisa privada encorva sus labios, el nombre de una chica en sus pensamientos. En el sueño no co­nozco su nombre pero entiendo que esa palabra da vueltas por su cabeza una y otra vez como una piedra hermosa. Su cara pare­ce encendida desde adentro por una luz serena. No ve que estoy parada en un portal.

Luego estoy en un muelle vacío, ahí donde está atracada la Be­lladonna. El fuerte olor del keroseno llena el aire, el agua parece un espejo pulido. Mi barco suspendido en la superficie, una astilla de madera fracturada y pintura descarapelada. Enciendo un cerillo, prendo un trapo y arrojo el objeto incendiado hacia su vientre.

Ilustraciones de Salvador Jacobo

Ilustraciones de Salvador Jacobo

Empapada de combustible, se prende sin más. Las llamas bailan, ligeras como fantasmas. De espaldas al mar, dejo mi nave con su destino: el fuego la limpiará y la quemará despacio, tocará el agua cenicienta hasta que no quede nada más que sus huesos flotantes.

Un hombre saludable de tamaño promedio deberá dormir entre seis y diez horas. Vigile que los niños no descubran el líquido, que no se lo tomen.

El niño no hizo más ruido, pero ya sabíamos: cuando un dur­miente empieza a despertar los negocios de la noche deben apresurarse. Lunes volvió a maldecir, con rencor y odio. Luego se chupó los dientes y me hizo una última oferta: «Seis libras, no más. Y no creas que me vas a timar así otra vez. Tómalo como un soborno para que desaparezcas».

Le tendí la mano. Las monedas, recuerdo, estaban tibias por el calor de su piel. No recuerdo haber descendido la escalera, pero mientras remaba de regreso sola, no sentí más que el enojo frío, mudo, y un remolino de náusea en mi interior. Toda la lástima se desvaneció. Así como la diferencia entre la medicina y el veneno a veces es sólo cuestión de graduaciones, la ternura y sus contra­rios se parecen más de lo que creemos.

Belladonna cortó el agua casi sin hacer ruido, como si conociera el camino. La marea hizo todo por jalarnos hacia el mar pero en­cajé los hombros y remé con fuerza hacia la orilla. En los tiempos más funestos mi cuerpo me ha servido bien. Sus mejores días ya pasaron, pero le quedan décadas de trabajo aún.

 

*Traducción de Benjamín de Buen

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KSI Photography, 2013. Imagen recuperada de Flickr. CC BY 2.0
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