Los días en que nada sucede
A menudo me cuestiono para qué escribo. Me pregunto si no es mejor volcar mi fe en algo más estable y sano. Lo hago desde hace muchos años, a veces casi por costumbre. Aunque hay temporadas en las que escribo, así sin más y entonces la pregunta sobra, porque hallo en la práctica de mi oficio la calma para todas mis incertidumbres, ensayo en el papel mis miedos, mis dudas, mis sentimientos, mis apegos, la vida interior de mis obsesiones personales y por un rato todo aquello que me inquieta amansa sus aguas. Se aquieta, para volver con el paso de los días, las semanas e incluso los meses a la intranquilidad, al movimiento, a la duda. A la violencia de quien sabe que su luz es también su ceguera.
Y aunque cuento con la instrucción de una escuela de periodismo que me dotó de herramientas para combatir el miedo a la hoja en blanco y de técnicas reporteriles para cancelar el llamado bloqueo creativo propio de todo aquel que no escribe por encargo, cargo también el miedo transmitido y heredado que me contagiaron los talleres de escritura en los que se tiende a poner a los escritores que nos antecedieron quizá con el mismo miedo o la misma incertidumbre como deidades o genios inalcanzables con obras igualmente inalcanzables, en cuya comparación es poco lo que puede hacerse en el papel que pueda llegar a trascender o a ser valioso. Seguimos siendo simples mortales que escriben.
II
A veces todo se trata de aprender a soportar los días en los que nada sucede, dice más o menos así en un artículo de la periodista Leila Guerriero, cuando dicta, generosa y arbitraria sus consejos para periodistas que se van iniciando en el oficio, y me lo digo yo todas las veces que me he desesperado o aburrido en estos casi 365 días de confinamiento, cuando no soporto que nada de lo que conocía pase, en todas esas veces que desespero ante el aislamiento al que nos ha orillado la pandemia por la Covid-19, esos días en los que miro las diferentes pantallas por las que últimamente pasa algo —o pasa todo— pero siento que nada acontece, que la vida se me ha vuelto una suerte de juego de simulación para computadora en el que hasta una cerveza con un viejo amigo de la universidad es virtual, o al menos su risa, porque al final de la noche sigo apartada, detrás de la lámpara de leds y el ojo de la cámara de mi ordenador portátil.
Somos, y no por gusto sino por miedo, los versos de una cursi canción dosmilera: “Y la distancia le gano al amor/ solo te veo en el monitor”.
III
Mi tía Guadalupe, la quinta hermana de mi padre envía al grupo de WhatsApp “Familia Cabrera” algo que en casa casi nadie entiende o cree la primera vez que lo leemos. Es una serie de mensajes escritos en mayúsculas reenviados de otro chat en el que alguien le manda condolencias por “el sensible fallecimiento de Martha Esther”. Yo hace muchos años que no tengo una estrecha relación con mi tía Guadalupe y suelo ignorar los mensajes que manda al grupo de la familia de mi padre al que curiosamente no tengo silenciado, como sí tengo al de mi condominio y al de un grupo de venta de maquillaje y artículos de belleza a los que solo entro a desactivar las notificaciones de vez en cuando.
Hace pocos minutos que me desperté y hace mucho calor para ser las once de la mañana, la frescura de las mañanas del invierno casi invisible que se dejan sentir en Iguala se han ido ya y es común abrir los ojos con la ropa empapada de sudor a pesar del ventilador y las ventanas abiertas. Mi madre entra a mi habitación un poco más seria de lo normal, no hace caso cuando le digo que los perros se han levantado a saludarla y ahora se estiran en sus pies.
—Se murió Chiquis, me dice.
—¿Quién te dijo?, respondo en automático.
—Lo puso tu tía Guadalupe en el grupo de la familia hace rato, tu tía Fini marcó a Acapulco, ya lo confirmaron.
Me quedo en silencio viendo a los perros bostezar para volver a echarse en el piso nuevamente y reanudar la siesta, mientras mi mamá suspira hondamente. Tomo mi teléfono para confirmar lo que mamá dice y —esta vez— leer con atención los cinco mensajes que ignoré minutos antes de que mi madre entrara y los perros se sacudieran la flojera de cuando despertamos tarde.
—Se leen raros ¿no?
—Los mandó Cheli, la ex esposa de tu primo José.
Cheli, que también solía mandarnos postales navideñas escritas a mano y con tinta verde —como escribía sus poemas Octavio Paz— es la ex mujer de mi primo José, el capitán, quien en el momento en el que yo releía el mensaje de su exesposa —que solía decirme gorda cada vez que me veía—, viajaba rumbo a Acapulco a recibir las cenizas de su hermana menor y a decirle a su madre que su única hija llevaba algunas horas siendo ceniza, nada más.
IV
Natasha, la esposa brasileña de mi primo Eduardo, comparte en su cuenta de Facebook, desde Barcelona, un obituario que publicó la UAGro para nuestra prima Martha Esther Adame Cabrera, quien desde hace muchos años era profesora de licenciatura y posgrado en la facultad de odontología: “Me quedó la deuda de enseñarte a gamificar tus clases… ¡Hasta siempre, prima!”
Lo miro largo rato mientras suena una playlist de nuevo bolero que recién he descubierto y me ha tenido varios días cantando y de buen humor a pesar del encierro y el calor de Iguala. Detengo la música y releo el obituario hasta que me llega de golpe el llanto y no lo contengo, ni siquiera lo intento, lloro y lloro ahí, de frente a la pantalla de mi computadora en la que pasa la vida y ahora también la muerte.
No vuelvo al bolero hasta cuatro o cinco días después. Mi consuelo es la Serenata para cuerdas en do mayor Op. 48 de Tchaikowsky, la repito y la repito desde que despierto hasta quedarme dormida, otra vez.
V
Escribo, doy talleres de escritura (de poesía, para ser exacta), hago presentaciones de libros propios y ajenos, hago libros, edito libros, leo, platico de libros y a pesar de eso necesito cuestionarme siempre para qué lo hago, me respondo que para entender la vida. Así la vida con todo lo que implica (y la muerte) esté por el momento en los monitores, así necesite contemplar los días en los que parece que nada sucede, aunque sí suceda de todo, aunque lo que toque —paradójicamente para conservar la vida— sea vivir a medias o virtualmente, intentar que la distancia no le gane al amor ni a las palabras ni a la música.