Tierra Adentro
Portada de "Lo que no se comprende. Cuentos ilustrados", Inés Arredondo. Ilustraciones de John Marceline. Fondo de Cultura Económica, 2021.
Portada de “Lo que no se comprende. Cuentos ilustrados”, Inés Arredondo. Ilustraciones de John Marceline. Fondo de Cultura Económica, 2021.

Hay ciertos textos, personajes y autoras que permanecen por años acompañándonos en secreto. Son imágenes que se adhieren en el fondo de nuestra caja de recuerdos, donde nuestro espíritu elabora su propia narrativa, lo que nos es vital para no abandonarnos por completo. Exceden la experiencia de lectura y son protagonistas, a su manera, en los relatos que continuamos elaborando para enfrentar el día a día, porque nos descubrieron una sensibilidad que antes no habíamos percibido. Así han sido Arredondo y sus cuentos para mí, una presencia que permanece y sigue revelándome otro matiz del devenir, rebosante de complejidades, colores y sombras, que no termino por comprender, pero que permanezco habitando, fascinada por el misterio. Sus relatos, en efecto, han construido una suerte de muro que contiene las aguas del delirio, permitiéndome contemplarlas sin sucumbir.

Inés Arredondo nació en Culiacán, Sinaloa, el 20 de marzo de 1928 y murió el 2 de noviembre de 1989 en la Ciudad de México. Fue una escritora mexicana cuya obra, según se ha dicho ya por sus estudiosas, críticas y biógrafas, se distingue por su exploración de la oscuridad, el deseo y la fragilidad humana. Publicó tres libros de cuentos: La señal en 1965 — “1 500 ejemplares y sobrantes para reposición”—, Río subterráneo en 1979 y Los espejos en 1988. Resulta notorio el tiempo que transcurrió entre cada uno de ellos: catorce años entre La señal y Río subterráneo, y nueve años más hasta Los espejos. Me interesa sobre todo pensar en este ritmo mesurado, me gusta como una apuesta a la intensidad y la persistencia en su escritura, sus cuentos como semillas que tardan un tiempo en germinar, florecer y convertirse en frutos.

Tras su muerte, su obra ha sido recuperada en distintas ediciones. En 1988, Siglo XXI publicó una primera recopilación de su Obra completa, y en 2011 el Fondo de Cultura Económica sus Cuentos completos, reuniendo nuevamente su producción narrativa. Por último, en 2021, Lo que no se comprende en la colección Clásicos del Fondo, una edición ilustrada por John Marceline que ofrece una nueva mirada a su universo narrativo.

Si bien la lectura de Inés Arredondo es ya, por sí sola, una experiencia que evoca extrañeza, esta edición ilustrada insiste aún más en la dimensión y profundidad de sus cuentos. Las imágenes de John Marceline acompañan los relatos y la lectura, desde una sensibilidad que, con trazos y contrastes marcados, dilata un poco más ese universo. Las ilustraciones recuperan otra vez lo que no se nombra, lo que se esconde en las sombras y lo que acecha tras los gestos borrados o contenidos de los personajes.

Es verdad que, en ocasiones, puede ser inquietante cuando una imagen nos muestra el punto de vista de alguien más sobre una historia que conocemos y hemos disfrutado. Con esa emoción, hace unos meses descubrí en la biblioteca escolar el libro Lo que no se comprende y de inmediato quise llevármelo en préstamo a casa, con el propósito de recuperar esa experiencia de lectura en los cuentos que se incluyen en esta selección: “El árbol”, “Mariana”, “Estío”, “La extranjera”, “Río subterráneo”, “Las mariposas nocturnas”, “Sombra entre sombras”, “Opus 123”, “Lo que no se comprende” y “La sunamita”. Leerlos de nuevo, esta vez acompañada de la ilustración.

Tendida sobre la cama, comencé la lectura con la emoción de volver a esas palabras y, esta vez, conmovida por la impresión que me provocaron las ilustraciones, que acentuaban el sentimiento de extrañeza. Como si alguien más, John Marceline, a través de los colores y el trazo, me dijera: “mira, a mí también me estremeció esto” en cada cuento. Sorprendida por esa posibilidad de lectura, esa manera de descubrir el texto en complicidad con una sensibilidad ajena, quise abrir más ese reconocimiento que ofrecía el libro.

Cuando me propusieron coordinar un club de lectura en la Escuela Normal donde soy profesora, quise empezar de inmediato, sobre todo porque había estudiantes con muchas ganas de participar. Ahora conozco mejor sus gustos e intereses literarios, pero al inicio me sentí insegura. Quería compartir los libros que amo, aunque sabía que eso implicaba un riesgo. Temía que mis entusiasmos no fueran compartidos o que, en lugar de acercarlas a las autoras, las alejara. Por otro lado, sentía temor por exponerme a que su indiferencia me doliera. De cualquier manera, confío en que lo esencial no es solo sugerir un texto, sino transmitir —como por contagio— ese sentimiento, la emoción que también me ha atravesado con la literatura. Por eso quise atreverme a mostrarles mis textos literarios más vitales. Lo que no se comprende fue uno de los primeros libros que quise llevar para leer con ellas.

Desde la portada, el libro llamó la atención. Observamos con detalle el color, tonos muy oscuros, rojo en su mayoría, púrpura de repente. “Formas blancas y afiladas como colmillos”, comentamos unas, o “podrían ser las estalactitas de una cueva”, notaron otras. En el centro la figura femenina, pequeña, a punto de ser tragada por esa cavidad. En conjunto, la imagen que aparece en ambas tapas ya nos habla sobre la temática de los cuentos, les dije, el misterio que seduce y el deseo por lo que está oculto. Observamos las rosas rojas dibujadas en las guardas y pensamos en los pétalos envolventes, su textura, su belleza, pero también en las espinas. Todas se marchitan. Les hablé un poco de Inés Arredondo, de su manera de narrar, cómo sus cuentos no buscan explicarse del todo, pero permanecen como un espejo en el que descubrimos un secreto. Les dije que cuando encontré esta edición me gustó mucho porque la artista que ilustra me hizo sentir acompañada en esa incertidumbre. Luego lo abrí y elegí leer en voz alta “El árbol”, el primer cuento suyo que conocí y que también es el primero que aparece en el libro.

Cuando terminé permanecimos un momento en silencio y después empezamos a conversar acerca de ese momento en que la voz de la protagonista duerme al lado del cadáver de su esposo, quien recién ha muerto, y cómo narra que después debieron sujetarla muchas manos para impedir que se lo llevaran. ¿Qué pasó esa noche? Observamos el ojo de ella en la imagen de John Marceline, los dedos que la cubren, la desesperación enloquecida por la pérdida.

Les ofrecí el libro para que lo hojearan y se acercaran a él desde su propio impulso. Algunas pasaron las páginas rápidamente, deteniéndose tan solo en ciertas ilustraciones. Cuando les pregunté qué cuento les gustaría leer después, hubo una pequeña discusión, así que les propuse que leyéramos uno o dos por sesión hasta terminar el libro. Todas estuvimos de acuerdo. Una de ellas señaló la imagen de una figura escultórica sin cabeza, con alas extendidas, cubierta de collares que le adornan pero que, al parecer, también la inmovilizan, y pidió que, por favor, siguiéramos con ese. Era el cuento “Las mariposas nocturnas”.

“Las mariposas nocturnas” apareció en el libro Río subterráneo, publicado en 1979, y trata sobre una relación triangular que se tensa todo el tiempo en razón del poder y el deseo entre los personajes: Lótar, quien narra la historia, Hernán, un poderoso hacendado, y Lía, una mujer a quien vemos transformarse a lo largo de la narración, pues empieza siendo una adolescente que accede a ser la mujer de Hernán, siempre y cuando él le muestre su biblioteca. A partir de ese primer encuentro, ella permanece a su lado, encantada por todo lo que le rodea, los vestidos, las comidas, los libros, mientras que Hernán, al parecer, únicamente la contempla. Se trata de un cuento largo, pero quisimos leerlo en voz alta para permanecer todas atentas a la narración.

Al avanzar en la historia, volvíamos constantemente a la ilustración que desde un principio nos sedujo. Nos preguntamos varias veces cómo la imagen podía ser, a la vez, una celebración de la belleza y una condena. Alguien señaló que la estatua, inmovilizada por estar hecha de piedra y por los adornos, podía ser una muestra de cómo la opulencia impedía a la protagonista alzarse en vuelo. Era evidente que las joyas evocaban los rituales en los que Hernán envolvía de todo lujo a Lía, tomando posesión de ella, sin necesidad de encadenarla. La lectura del cuento se hizo más honda cuando reconocimos en la ilustración la Victoria Alada de Samotracia, admirada por Lía en su viaje a París, convertida en prisionera, la identidad borrada, los collares como cadenas. Pero también entonces, en la ilustración al final del cuento, cuando Lía decide irse, despojada de todo lo que la había mantenido inmóvil, se mostraba un paisaje abierto, lleno de caminos y vetas a punto de ser reconocidos.

En las siguientes reuniones, volvimos al libro cada vez con relatos distintos, hasta terminarlo. Ya no era solo mi entusiasmo el que guiaba la sesión, sino el de ellas, el de su propia curiosidad. En cada relectura, acompañada con sus intervenciones, miedos y reconocimientos propios en lo que Arredondo narraba, pude descubrir, junto a ellas, la intensidad que también John Marceline quiso mostrar con las formas y el color rojo que se derrama en el libro.

“Lo que no se comprende. Cuentos ilustrados”, Inés Arredondo. Ilustraciones de John Marceline. Fondo de Cultura Económica, 2021. Disponible aquí.