Literatura para escritores
Si es cierto ese axioma popular, quizá inexacto, que afirma que la autoconciencia de la literatura no se hizo patente hasta el Romanticismo, habría que agregar que la proliferación de novelas que tratan sobre escritores vino a colmar en el siglo XX el vaso de esa autoconciencia.
Pensar históricamente en la literatura puede responder preguntas muy específicas sobre la sociedad en que determinada obra literaria se escribió; también analizar históricamente la recepción de un libro puede contribuir al mismo fin. Se ha hablado del motivo del suicidio en la literatura decimonónica, también del concepto de ciudad, de Poe a Baudelaire, y de Walt Whitman a Émile Verhaeren, por ejemplo. Bien se sabe cuánto aportó la poesía decimonónica para la reflexión del acto de escribir y la reflexión sobre el “yo” que escribe.
La figura del escritor como protagonista o personaje novelístico de primer orden puede pensarse también históricamente: no es lo mismo el relato biográfico de Laurence Sterne o Stendhal sobre sus viajes a Italia, por ejemplo, que la narración ficticia que hace André Gide en Los monederos falsos sobre la escritura de una novela. En el primero de los casos, el escritor narra no como escritor, sino como alguien que narra un viaje, una historia que le aconteció. En el segundo caso, un escritor narra la historia de otro escritor ficticio que quiere escribir una novela. Se entiende que para este salto se haya dado debió existir una transformación radical en la figura del escritor, entendida como una actividad profesional promovida por una sociedad laica.
No puedo detenerme demasiado en explicar las sutilezas que puedan existir entre un “escritor-personaje” y otro. Prefiero simplemente aclarar que cuando hablo de “novelas para escritores” me refiero a las novelas que tratan sobre la escritura o sobre un escritor en pleno ejercicio de su oficio.
El caso de André Gide puede ser ejemplar, pero también su correspondiente en español. Siempre me ha parecido llamativo el parentesco, al menos temático, que existe entre Los monederos falsos y El libro vacío de Josefina Vicens. La novela de esta escritora mexicana, de hecho, no tiene, si mi memoria no me engaña, ningún otro cuadro narrativo que no incumba al protagonista, que es un escritor que aparentemente no escribe.
De estas novelas, citadas al azar, podríamos dar unos cuantos saltos temporales pero no cualitativos a un escritor también hispanoamericano, Roberto Bolaño. No sólo sus novelas, sino sus cuentos y también poemas abundan en el motivo del escritor y la escritura. En orden disperso, puedo recordar la nostalgia adolescente por los poetas jóvenes de Los perros románticos; el cuento sobre Sensini, el escritor que se dedicaba a ganar premios como un cazador sale en busca de búfalos; está el desfile de personajes de Los detectives salvajes y la personalidad de Archimboldi, además de sus críticos y el intelectual chileno Amalfitano; también escribió una novela totalmente consagrada a escritores: La literatura nazi en América. Claro está que los personajes escritores de Bolaño no son meras representaciones del oficio, y que en la mayoría de los casos tienen un papel de agentes o testigos, o en otros incluso son partícipes de historia policíacas; sin embargo, en otros no pocos casos se trata de una caricaturización del oficio marginado del escritor contemporáneo.
¿Qué sucede cuando los personajes de una novela son atractivos para el lector y esa atracción se dirige hacia la profesión literaria que dichos personajes practican; el lector siente afinidad por el escritor y entonces respeta su papel en la sociedad o simplemente lo ve como un personaje más? ¿Qué buscan “las novelas para escritores”, que el lector sienta afinidad por el escritor en tanto que tal o en tanto recipiente de una “experiencia” particular?
Podrían mencionarse muchos ejemplos más; incluso se podría hablar de novelas que reflexionan no sólo sobre la novela, sino sobre el arte, como Terraza en Roma de Pascal Quignard, o la obra de teatro Arte, de Yasmina Réza o, para seguir en la literatura francesa, Le peintre au couteau (cuyo título una alumna mía tradujo como Retrato del pintor). Sin embargo, una acumulación de ejemplos para probar un punto no es ni una hipótesis ni una conclusión.
En la historia de la poesía francesa, la figura del poeta como personaje y como motivo bien pudo ser una revancha del artista que se veía despreciado o desvalorizado por la sociedad francesa de su tiempo, como sugiere Bénichou sobre la obra de Mallarmé en Figuras. El poeta, con pocas ventas y un papel cada vez más ambiguo, ya no tenía ni el poder ni la influencia de un Victor Hugo; su discurso, a la par de una supuesta marginación, fue volviéndose más críptico y más personal, más, digamos, autoconsciente.
Por sus apuntes y por manuscritos, sabemos que Stéphane Mallarmé cambió el título de su famoso “Sonnet en x”[1]; el nombre anterior era: “Soneto alegórico de sí mismo”. Se suponía que el soneto era un espejo de su propio haber-sido-creado. Hacer un motivo poético no sólo de la propia poesía, sino de una de las formas poéticas y además, del propio hecho de escribir poesía, podría interpretarse como una necesidad del poeta por explicar, a los demás pero también a sí mismo, qué es la poesía. Pero entonces, ¿qué lector ha de interesarse? ¿El burgués insensible u otros poetas?
Como ustedes ya sabrán, Paul Valéry frecuentaba “los martes de Mallarmé”, junto con André Gide, cuando ambos eran unos jovencitos.
Paul Valéry, habla de un concepto de Mallarmé, el “poder del vacío” de la hoja en blanco: “Escuché hablar a Mallarmé a menudo del poder de la página en blanco —poder generador, sentarse frente al papel vacío. […] Existe cierto vacío que exige —apela a— ese vacío quizá más determinado —puede ser cierto ritmo— une figura-contorno—, una pregunta —un estado— un tiempo ante mí, un utensilio, una página en blanco, una superficie mural, un terreno o una ubicación”.[2] La poesía adoptó como tema poético la reflexión literaria en torno al papel en blanco en que ella misma se escribe.
En suma, es dable creer que hay novelas que invitan a identificarse con el escritor, no sólo como personaje, sino como figura, como instancia. Y no sólo eso, que reflexionan sobre su creación. Este tipo de novelas, creo, son “para escritores”.
Como lector, no quisiera que la novela (como la poesía ya hizo de alguna manera) hiciera un cementerio de auto marginación en el que los marginados se consuelan contando historias de otros marginados que hacían lo mismo que ellos: escribir. Quizá sea un prejuicio. O un simple agotamiento del solipsismo o el monólogo que la novela podría entablar con sus lectores. Ante una novela puramente estética en detrimento de su discurso, y una novela puramente discursiva que se convierte en el panfleto políticamente correcto peor escrito que los libros de superación personal, confieso que no quiero leer “literatura para escritores”.
Tzvetan Todorov en La literatura en peligro señala el largo camino que llevó primero a la sacralización del arte, y luego al hermetismo discursivo no sólo de la literatura sino de la propia crítica. Afirma entonces, a manera de recordatorio, que “La realidad a la que aspira la literatura es la experiencia humana. […]”. “Lo que las novelas nos ofrecen es, no un nuevo conocimiento, sino una nueva capacidad de comunicación con seres diferentes a nosotros”.[3]
Como lector no quiero eso: ni que me digan lo extraordinariamente compleja que es la labor de escribir, ni la fantástica, sublime o miserable vida que puede ser la vida del escritor. No creo que sea ni más compleja ni más miserable que la de cualquier otra persona. Prefiero procurar novelas con esa capacidad de comunicación con seres diferentes.