Las sirenas y La máquina del Tiempo
Aproximarse al pasado y retratarlo parece una hazaña imposible, sobre todo si tomamos en cuenta que lo que se pretende es hacer historia ¿Cómo se pueden evitar las trampas de la memoria para lograr que lo relatado en un documental tenga las características del discurso histórico? Quizás en la subjetividad se encuentre la respuesta.
Nota del editor: En la edición impresa de este artículo se hace referencia erróneamente a Pancho Villa, la Revolución no ha terminado (2007) cuando la referencia correcta es Los últimos zapatistas. La herida sigue abierta (2005).
Afirma un astrónomo en Nostalgia de la luz (2010), documental de Patricio Guzmán, que todo es pasado; el futuro sólo es intención. En nuestro afán por clasificar algo inclasificable como la experiencia, los seres humanos hemos inventado la historia para hablar de aquello que, creemos, ya no es presente. El pasado son sólo las hojas que nos ha dejado el otoño. Sólo con ellas nos atrevemos a reconstruir ese árbol del que nada sabemos. Interrogamos e interpretamos hasta el más mínimo detalle de ese guiño de vida que nos ha regalado el viento, buscando en esa hoja amarilla rastros que nos permitan echar a andar nuestra memoria, esa seductora musa del historiador.
Si a esa memoria le otorgamos estructura, obtendremos entonces lo que solemos llamar un discurso histórico. Y si a ese discurso lo contamos a través del cine, tenemos un documental histórico.
La duda ética en el cine documental histórico surgió desde sus comienzos. Recordemos las puestas en escena en toscas maquetas del hundimiento del Maine, frente a La Habana, en 1898. Hoy lo clasificaríamos como docudrama, pero también como la representación de una versión del pasado, un discurso histórico sobre “lo que verdaderamente sucedió”. Esta frase —lo que verdaderamente sucedió— es el Santo Grial, la piedra filosofal del historiador, y por ende del documentalista histórico. Plasmarlo de la manera más fiel posible es su obsesión. Pero el discurso histórico —y por ello el cine documental de tema histórico— está plagado de trampas y de seductoras sirenas. Éstas se encuentran en la identidad e idiosincrasia del propio realizador. Se trata de la ideología en sentido amplio, de la manera de vivir y entender el mundo día con día, mucho más allá del trabajo exclusivo de la producción cinematográfica. Acceder al pasado “tal y como sucedió” resulta imposible, porque asumimos hoy que cualquier discurso —histórico o no— es subjetivo, mediado por esa forma de entender el mundo.
La naturaleza del documental obliga a plantearse las clásicas preguntas que definen límites y abren horizontes. ¿Dónde debo detener la grabación, qué no debo decir, qué debo obviar, puedo disfrazar y matizar mi crítica en la edición? Preguntas todas que nos llevan a una quimera sintáctica: el compromiso. Es ahí donde el documentalista vuelve una y otra vez a su propio pasado, a los ejemplos y antiejemplos de lo que significa constituirse como individuo, como sujeto en sociedad, como ser humano que piensa y siente.
El documentalista histórico se lanza a buscar y a generar material para construir su discurso, su opinión. Para ello retoma la estrategia de la disciplina histórica, el corpus metodológico que le permite criticar y contrastar sus fuentes y su material, procurando acercarse lo más posible a esa Ítaca que es la verdad absoluta sobre el pasado. Sólo así su conciencia puede descansar y mantener a salvo ese compromiso con su tema, con su público, pero sobre todo consigo mismo. La ética ha sido entonces resguardada y se ha logrado conservarla impoluta hasta el próximo proyecto.
Ahora bien, la memoria y su construcción a través del cine no puede escapar a ese compromiso vívido del realizador. Cine, historia y ética nos hablan de los mecanismos de la memoria, de la necesidad de llenar huecos, cajones vacíos. Así, la ética en el cine documental de temas históricos se detiene justamente frente al compromiso que él mismo ha adquirido desde sus orígenes, desde aquella Salida de la fábrica (1895) de los hermanos Lumière, que pretendía registrar ese pasado inmediato “tal y cual era”. La frase favorita del documentalista. Entonces era fácil lograr la quimera: sólo había que colocar la cámara frente a la realidad. Pero qué sucede cuando la historia que queremos contar se ha ido y sólo reside en nuestra memoria, en esa mina llena de galerías paralelas donde la veta de oro es precisamente el rastro de una realidad que ya no lo es más. Así es como el fotógrafo Rodrigo Moya define esos retazos, pistas detectivescas del pasado. Su foto, y el cine en este caso, son la máquina del tiempo que nos transporta ilusoriamente a ese lugar donde “verdaderamente ocurrieron las cosas”.
La fórmula no existe, es personal e intransferible, como nuestros pasaportes. Sólo trazos vagos y perdidos permiten a los documentalistas discutir el asunto en el café de los festivales de cine especializados. Retomemos una de las preguntas iniciales: ¿Cómo debo reconstruir el pasado, sin mentir, tergiversar u omitir la información que al fin y al cabo constituye lo que define a la historia? Esa pregunta atraviesa todo el proceso de producción. La selección de las fuentes, los protagonistas del pasado (si el periodo reflejado en la cinta lo permite) y los especialistas de la historia se hallan definidos también por ello, cada uno por su mundo particular.
Una vez más, las pistas para una respuesta se encuentran en lo que el documentalista entienda como compromiso ante la construcción de su propio discurso cinematográfico, el compromiso del realizador con su tema o sujeto. La lealtad es la pista principal; lealtad que se traduce en fidelidad a una postura historiográfica previamente definida, incluso antes de escribir el guión. Es importante precisar que esa postura ante la historia no será nunca una simple opinión sobre un hecho del pasado, sino fruto de una profunda reflexión e investigación. Para ello deberá evitar las sirenas del quehacer histórico, la seducción de juzgar el pasado, de elevar al panteón a unos y condenar a otros.
Asimismo, todo realizador sabe que es preciso construir empatía con el tema y el sujeto del documental, y en el documental histórico sucede lo mismo. Sólo que esa empatía es a través del tiempo, del presente hacia el pasado; curioso camino donde otro fantasma asalta al historiador: la nostalgia teñida de sepia, una sirena que nos adormece como infantes en su regazo. Por eso es que la empatía suele desconfiar de eso que hemos llamado lealtad, porque esta última es firme, dura y no miente ante el sujeto histórico, ante ese tema lejano en el tiempo que el documentalista aborda. En cambio, la empatía invita a justificar lo injustificable. Los horrores cometidos por la humanidad son, llanamente, horrores, como sublimes y conmovedores son los actos más valientes. ¿Acaso Lillian Liberman eleva a los altares a Gilberto Bosques en Visa al Paraíso (2010)? Casi, porque ahí radica su lealtad con el tema que ha elegido: un homenaje a quien muchos le deben la vida. No por ello Liberman abandona el rigor historiográfico del que hemos hablado; todo lo contrario: a lo largo de la película va construyendo su propia argumentación rigurosa a través de testimonios, memorias diversas, recreadas una vez más en nuestro presente.
¿Dónde está aquí el límite ético? Por un lado, en el respeto a su propia metodología historiográfica en búsqueda de una verdad (sólo una) que reside en el pasado, pero también en el respeto cariñoso a esos tiempos lejanos, esas memorias íntimas por individuales. Liberman no las juzga, pero tampoco cuestiona los huecos del recuerdo y el olvido. Si acaso durante la filmación halló contradicciones en esos testimonios, su ética particular la lleva simplemente a omitirlas. Sí, la omisión es muchas veces dulce expresión de la ética y de la lealtad que ella conlleva. Se trata de contar una historia, no todas las historias de la humanidad. Que sean otros los que relaten lo que ésta ha omitido.
No juzgar el pasado no significa dejar de tomar partido. Un documental histórico es precisamente una postura, una interpretación subjetiva —inevitablemente— de rastros, retazos de cosas que fueron y que ya no son más. En este caso, sólo el documental las hace hablar, pero a través de la memoria, tramposa e interesada depositaria de todos esos fantasmas que nos constituyen como personas.
La necesidad de contar sin censura o autocensura “lo que verdaderamente pasó” obliga a veces a lidiar nuevamente con la ética, ser fiel al pasado o a los protagonistas que aún viven. ¿Dónde está esa tenue frontera entre la lealtad a lo que fue y lo que ahora es, entre el pasado y el presente? Por mucho que un cineasta pretenda materializar un documental histórico, ese discurso sobre el pasado tiene necesariamente un objetivo en el día de hoy. Incidir en el presente desde las lecciones del pasado; ilusoria utopía de la máquina del tiempo que es a la vez la historia y el cine.
Manuel Peñafiel, productor, y Francesco Taboada, director, tuvieron la suerte (o desgracia) de filmar los momentos finales de vida del último capitán del Ejército Libertador del Sur, durante la producción de Los últimos zapatistas. Héroes olvidados (2004). A diferencia del “Sí, güerita” de Carlos Fuentes, el capitán Manuel Carranza Corona deja como epitafio, en sus últimas palabras, la respuesta a la pregunta hecha segundos antes por Taboada sobre cuál es el legado de Zapata: “Tierra y Libertad”. Enorme piedra del pípila les ha dejado al equipo de Los últimos zapatistas el capitán Carranza. Para fortuna de Taboada y Peñafiel, es la propia viuda quien los salva del laberinto que significa la duda ética de seguir filmando y posteriormente incluir ese significativo momento en la película. La empatía a la que hemos hecho referencia, permite a los documentalistas y a la viuda del capitán Carranza coincidir en un mismo objetivo en el presente: denunciar el estado calamitoso de la Revolución mexicana. De ahí el explícito subtítulo del film. El hilo que les tiende esa Ariadna morelense y zapatista les permitió dar un extraordinario giro a la película y al mediometraje que le seguirá como secuela: Los últimos zapatistas. La herida sigue abierta (2005)(2005).
No todos los documentalistas tienen la suerte de toparse con un ángel que les señale el camino. ¿Qué hacer entonces? Discernir, escoger, incluir, desechar y rezar para que, tras el estreno de la película, alguien retome la estafeta, discuta, se queje, reclame y eche a andar la producción de otro documental.
Cada creador, cada documentalista del pasado sabe bien que expresarse a través del cine significa construir su propia máquina del tiempo en una pantalla. Escuchar el canto de las sirenas y arrullarse con la nostalgia en sepia que ellas representan, equivale a olvidarse de su ética particular. Sólo al ser fiel a sí mismo podrá tornar salvo a casa, ese hogar que es nuestro presente, en pantalla grande y tecnicolor.