Las pantallas y los pantallistas
PRIMER ESTUDIO. HACIA UNA DESCRIPCIÓN DE LOS COMENSALES
En el vórtice de la inmediatez, olvidamos la introducción de El tragaluz infinito, del crítico y cineasta francófilo nacido en San Francisco, California, Noël Burch, de la que vale la pena traer a cuento su primer y largo párrafo de cuatro frases en la traducción que hizo Francisco Llinás para Cátedra, en 1987:
En lo esencial, este libro fue escrito entre 1976 y 1981. Surgió de los debates que, en Francia y en Italia, al menos desde 1965, en Gran Bretaña y en Estados Unidos aproximadamente desde 1970, habían trastocado el orden del día de la historia, de la estética y de la sociología del cine. Dado que el enorme trabajo llevado a cabo en aquel momento en ambos continentes se había efectuado bajo el signo del estructuralismo, del materialismo dialéctico histórico y, en los países anglosajones, del feminismo de izquierda, los logros de esta época sufren, durante la actual reacción «postmoderna», un cierto eclipsamiento. En esta época nuestra [mediados de los ochenta] de triunfante empirismo, todo lo que huele de cerca o de lejos a sistematización, teorización, aparece irremediablemente como «hurgón». Igualmente, todo aquello que implique una oposición fundamental a los valores segregados por el capitalismo aparece como irrisorio.
El tenue tono de reclamo del teórico del Modo de Representación Institucional dibuja con exactitud el arco histórico de donde parten los autores convidados por Tierra Adentro para enarbolar una muestra del estado actual de las cosas en la crítica de cine, y en la experiencia escritural de la industria televisiva. Los jóvenes invitados a ensayar sobre este tema, concebidos por la generación que señala Noël (intelectualmente activa a finales de la década de los setenta, hoy formadores en plenitud), no sólo dan por hecho el triunfo de los valores hegemónicos del capitalismo, ni ven mal la sistematización —el uso de un aparato teórico para argumentar sus suspicaces ideas. Hoy prefieren reinventarlo todo, abandonar —ogni speranza— cualquier método de estudio, y huir de lo que pueda aparecer bajo el envoltorio de lo «hermético», según acusa desde lo alto del deber ser Arantxa Luna, quien saluda al lector en el refugio de su individualismo absoluto, declarándose a sí misma huérfana de toda genealogía ideológica ¿o cinéfila?
Este cartel generacional de escritores, críticos y guionistas entrega todo propósito al alba de la paga por un trabajo especializado y reclama no ser reconocido por una remuneración injusta, según dejan ver las entrevistas al mundo industrial del guionismo que levantó Hipatia Argüero. En esas experiencias antologadas, se expone el enfrentamiento de los montos de pago por actividades culturales contra los espectaculares honorarios de actividades cuyo estricto propósito es divertir.
Hoy, antes de analizarlo, prefieren definir el concepto trazando cualquier punto de partida y previendo distopías, como el fin de la era Gutenberg, a la que hace explícita referencia el apocalíptico Alonso Díaz de la Vega, quien se aventura a proponer un siguiente paso en lo que él llama «la evolución de la crítica cinematográfica», las formas orales-visuales, que, dice cual heraldo de avanzada, son la base de la comunicación (¿equiparando el mundo prehistórico al del advenimiento de la historia del cine según Mark Cousins o Godard, sin pasar por la casa de Dziga Vértov o Kluge?).
Y para tantear el tema del mundo interior que la pantalla chica propició en los espectadores de un momento histórico privilegiado, como el de la etapa de la multiplicación de los formatos de visualización, un tema por demás rico para materias sociológicas y nunca desgastado en su planteamiento fenomenológico, Kin Navarro enarbola una lista de reclamos que deja abiertas al hipotético lector enterado de su vida catalogada en «horas tele».
Pero ni Burch ni nadie de su generación pudo prever este tiempo de mutilados hablando de sus mutilaciones. A la salida del bosque que incendiaron las generaciones precedentes —los Deleuze y los Metz, los Kracauer y los Vértov, los Ortega y Gasset, los Sartori y los Barthes—, a las que teóricos nacidos después de la Segunda Guerra Mundial quisieron dar un cauce venial y productivo, hay un descampado hórrido, vestigios mentales desde donde se comienza a construir, a disgusto, algo incómodo, deforme y bello, sin duda.
Y no es para menos; el crítico madrileño Carlos F. Heredero recuerda que el viejo y atinado Giulio Carlo Argan escribió que hoy se piensa en «la categoría de una irracionalidad no racionable, decidida a no dejarse racionalizar en la medida que así pretende realizar una libertad de expresión, que exige la condena preliminar de cualquier esquema racional», y los medios de comunicación masivos, en este caso el cine, la televisión y el internet, se encargan de absolver a cualquier fenómeno de su análisis. Todo coincide. Estamos aquí reunidos.
SEGUNDO ESTUDIO. HACIA UNA POSIBLE COMPRENSIÓN DE LOS HECHOS
Como editor de una revista de cine, F.I.L.M.E., conozco y he seguido, interesado, los textos de todos los invitados a este aquelarre. Hay algo que me salta a la vista y aprovecho para despejarlo.
Por un lado, que sigan aprovechando el escaparate para acusar de falta de escaparates. Por otro, que reclamen al aire su renta, que hagan notar, como casi unívoco fin de sus textos, el dinero que alguien les tiene que pagar. Y, finalmente, llama la atención que se quiera imponer un tipo de texto para escribir sobre cine que sea claro, y nunca una reseña.
Que no existen espacios para publicar, para desarrollarse como críticos de cine, o escritores de la televisión, es una falacia que ya no es vigente. Hubo un lustro de oscurantismo, que empezó con la desaparición física de las deslumbrantes revistas serie B (Generación et al. siempre abiertas a la calidad y a la provocación), en el que la única alternativa eran los medios de comunicación masiva. Pero nosotros estábamos en formación y siempre podíamos acudir a revistas estudiantiles (si no había, se hacían) o insistir en periódicos emergentes, donde necesariamente no pagaban. Tu obra no le urgía a ningún editor, hoy rara vez le urge, pero el balón siempre está en tu cancha cuando se trata de tus textos.
Abandonamos el cascarón y, poco a poco, buscamos un rincón de la cantina desde el cual gritar. Con internet en la mano, ¡construimos nuestras propias cantinas! Eran nuevos espacios que creíamos redituables instantáneos, y en todo caso nos pondrían en la palestra. Ambas cosas han tardado en revelarse, pero en menos tiempo que el lustro que nos costó llegar masivamente al mundo web, ya estamos al frente del tablero. Es nuestro turno.
Butaca Ancha, Cinema Tradicional, Corre Cámara, Cuadrivio, El Fanzine, F.I.L.M.E. Magazine, Ipso Facto, Registromx, Síncope y Tierra Adentro son ahora los mares que hay que surcar. Ahí estamos todos (por si Heriberto Yépez, que semana a semana tanto se lo ha preguntado en Laberinto, quiere saber) armados hasta los dientes de lo último que pudimos encontrar (sin miedo) en Wikipedia, en Internet Movie Database, y en las copias perdidas de una licenciatura sin pena ni gloria, pero también de lo que se pueda explorar en las hemerotecas (abandonadas) y en todos los archivos de Babel que se puedan descargar en dispositivos electrónicos porque no inventamos nada. Ahí está todo, a pedir de boca. Nunca en las escuelas. Nunca en el trajín diario.
El dinero llega, de manera errática, casi siempre de donde menos te lo esperas. Pero el camino no debe trazarse en pos de conseguirlo; en este mundo sólo se nos está permitido verlo pasar y disfrutar del panorama. Y no nos dedicamos a esto para nadar en dinero. Luego pedimos manutención a algo, a alguien, como si no supiéramos en dónde están las carteras abiertas, pero, además, levantamos la voz cuando el mismo dinero que solicitamos se nos requiere como cuota mínima de entrada, como boleto para ver cualquier película, cualquier serie de televisión…
Tres de estos autores escriben sobre lo que se debe escribir para cambiar el curso de los tiempos. En su esquina, los regañones (sin decir cómo, ni ejercer su propuesta) piden que para masificar la lectura de la crítica se debe profesionalizar la reseña, la recomendación, el siempre inoportuno feisbucazo y el oportunista y engañoso tuitazo. En la otra, la manga ancha de la experiencia habla primores de la producción del melodrama televisivo, publicitario y moral. Imaginen (cfr. Lennon) un mundo en el que se trazan sendos ensayos muy bien escritos sobre las telenovelas que, puntuales, todos quieren comentar bajo el tamiz del texto que algún profesional del periodismo cultural o de espectáculos produjo. Ese mundo no existe. O, en todo caso, es una imagen posible del infierno.
TERCER Y ÚLTIMO ESTUDIO. LA CRÍTICA PRESENTACIÓN
«Algo huele mal en Dinamarca», ya se sabe. Vivimos en los restos de un mundo roto. Nos dedicamos a escribir. Se tiene que hacer bien y eso no significa uniformar la escritura, de eso depende que los distintos tipos de lectores se queden. De eso depende que los varios grupos de espectadores no le cambien al canal. Hoy se escribe más que nunca, se lee compulsivamente. Que tire el primer tuitazo quien no postee una vez al día en su ser desdoblado, travestido que es el feisbuc de cada día. Ese es el reto al que nos enfrentamos: la multiplicidad de lecturas, de escrituras.
En los setenta se discutió tanto el dilema que aquí proponen los autores, que nadie se molestó en concluir ningún debate (cfr. Comolli, Cine contra espectáculo). La puerta sigue abierta, las pantallas encendidas. Los pantallistas van dibujando una impostura frente a lo que se deja contemplar (falta saber cómo mira quien ve los videojuegos).
Nuestro himno ha sido escrito y entonado por Rubén Bonifaz Nuño: «No me ilusiono, admito…». Estos son los textos que nos tocaron leer y producir; por encima de ellos habrá otros peores, y así hasta la ignominia de la era de los gruñidos. Nos queda seguir hasta el fin de nuestra historia. Somos los pantallistas que quieren traducir, o los que quieren encontrarse en lo que miran, o quienes están buscando su sitio, o los que ya lo encontraron y despotrican.
Atentos, ya tenemos la palabra. Troquémosla de nuevo.