Tierra Adentro

Ante un público ávido de grandes producciones hollywoodenses, el papel del crítico de cine es el de protector y mesías: levantar la voz en defensa del canon y la tradición, así como guiar al espectador por el camino que lo pondrá más cerca del espíritu del cine. Aquí, Alonso Díaz de la Vega defiende la experiencia estética del cine y manifiesta el deber del crítico en nuestros tiempos.

 

La labor del crítico es objeto del desprecio, el ridículo y la simplificación de espectadores y creadores que consideran su criterio superior al de un personaje que no ve las obras: las estudia. Cuando hablamos de un crítico no nos referimos a un miembro empoderado de la audiencia que utiliza su foro para propagar y abundar en su gusto personal, sino de un estudioso alejado de aquella falacia tan propugnada por los malos periodistas: la objetividad. La verdad no se expresa, se reconoce o se experimenta. El crítico no va a ser objetivo pero va a intentarlo porque tiene más en común con el artista de lo que se sospecha: ambos son absurdos. Ante la imposibilidad de entender todo, ambos intentarán recopilar la realidad, aun si saben de la imposibilidad de lograrlo.

La labor del crítico es, entonces, intentar comprender al artista, que, a su vez, intenta comprender el mundo. El crítico evalúa esa percepción de acuerdo con la gran construcción estética del hombre, el canon. El crítico es un guardián de la tradición, encargado de evitar la desmemoria de los nuevos creadores y, sobre todo, del público. Difusor cultural, pero no propagandista de las humanidades, ni prosélito de causas políticas. Los académicos del feminismo, del marxismo, del posestructuralismo y otras tendencias caracterizadas por la imposición ligada a la labor política no deben ser considerados críticos de arte, sino ideólogos. Si nos interesa la desigualdad social en las obras de Dickens, la crítica a la monarquía en la pintura de Gericault o la presencia de la mujer en los libros de Woolf, debemos leer a aquellos pensadores, pero si queremos descubrir la resonancia espiritual de los filmes de Tarkovski o descifrar las preocupaciones existenciales de Camus, lo ideal es acercarnos a Richard Brody o Harold Bloom. Ninguno de estos hombres carece de ideología, pues la idiosincrasia no es necesaria, sino ineludible, pero ninguno hace política para un grupo. Ellos hacen descubrimientos para la humanidad.

El trabajo esencial del crítico es compartir, no delimitar.

La crítica cinematográfica, afortunadamente, no se ha contagiado de los males que padece la literaria, donde las políticas de reivindicación minoritaria se empeñan en derribar el canon. Ya Irving Howe habló de ello en un artículo de 1991 para The New Republic, «You Should Absolutely, Positively Read the Canon in College», donde explica la necesidad de preservar las grandes obras del canon occidental ante las presiones de la academia politizada. Aunque el olvido de la tradición por razones políticas es muy grave, no se le puede comparar con los males que padece la crítica de cine, que se encuentra en un momento aún peor. Del plagio a la simplificación, algunos autores confunden la sinopsis y la recomendación de fin de semana con la labor crítica; otros se toman su labor tan en serio que roban textos, mientras algunos críticos tienden a la simpleza intelectual y profesional. La crítica académica, por otra parte, es una posibilidad raras veces explorada por la audiencia, desinteresada en acercarse a críticos como Jorge Ayala Blanco.

El espectador es responsable de esta decadencia, pues sus decisiones afirman o niegan la influencia de los críticos. Sin una audiencia que le responda, el crítico se convierte en un loco dialogando con el aire. Pero las preocupaciones industriales de nuestros días, cuando el arte se ve diezmado por la repetición y la fugacidad, nos orientan a una democratización excesiva del criterio estético y a una evaluación capitalista de la creatividad. Sólo triunfa lo que complace. No es el comentario crítico lo que pesa, sino el volumen de boletos comprados. La caída de aquel demiurgo que dominaba el gusto público, como el tirano Visarión Belinski, que encumbróa Dostoievski, significa un rechazo de la aristocracia decimonónica y resume el pensamiento de nuestra cultura democrática. El crítico fue, como Samuel Johnson, el rector del conocimiento y la belleza. Hoy, al igual que monarcas absolutistas y dictadores, se ha visto derrotado por la voluntad popular, que en nuestro presente, tan orientado a la integración de alta y baja cultura, carece de la especialización para evaluar lo que pertenece al canon construido durante milenios; en el caso del cine, sólo un siglo. En poco tiempo la historia de la cinematografía mundial ha sido olvidada por audiencias y reseñistas, que no críticos, debido a la ausencia de materias cinematográficas en las escuelas y a un desinterés general que lleva a la gente a aceptar la historia según Hollywood. En respuesta a ello han aparecido esfuerzos monumentales como los filmes de Mark Cousins, The Story of Film: An Odyssey; de Jean-Luc Godard, Histoire(s) du cinema, o de Martin Scorsese, A Personal Journey With Martin Scorsese Through American Movies y My Voyage to Italy, no para construir sobre las ruinas del pensamiento un imperio nuevo, sino para rescatar el fundamento de toda creación presente: el pasado.

En buena medida, esta democratización extrema deriva del capital, que dio al ciudadano un poder que sobrepasa la fuerza del voto: el poder adquisitivo. El consumo está guiando a sociedades enteras a una reedificación del statu quo donde ya no son las élites las que dominan, sino las masas ansiosas de ver la próxima secuela de Transformers. Consecuentemente, estamos experimentando una reinvención de los cánones. Sólo en esta época podría acusarse a Harold Bloom de elitista por despreciar lo que desdeñosamente llama «ficción de supermercado». Si bien su tono es su peor enemigo, es sólo el resultado de su desesperación ante el primordial instrumento de medición estética de nuestro tiempo: el bestseller. La venta determina el éxito en la edad del capital, mientras el mérito artístico se convierte en un romance, un capricho.

La búsqueda de lo perdurable ya no es la norma. Los criterios de la audiencia responden con aceptación a las cifras de ventas y no al valor estético, porque el principio de toda comodidad es el placer que provoca. Y si atendemos a Sigmund Freud, nuestro instinto guía es el principio del placer, pero no de los grandes placeres que nos provoca el cine más trascendente, sino de las emociones fáciles que conllevan los efectos especiales. El espectáculo de lo imposible ha reemplazado al espectáculo de la experiencia humana. Este fenómeno demuestra la futilidad de la labor crítica ante una audiencia indiferente a las labores artísticas. Sin embargo, la consolidación de los artistas en el pasado nos ha llevado a pensar equivocadamente que el crítico en algún momento fue relevante, cuando quizá sólo lo fue en sectores muy limitados. Habría que recordar la primera novela de Dostoievski, La gente pobre, y el disgusto de su protagonista, Makar Devushkin, ante la obra de Alexander Pushkin, que le impacta y le aterra por su reconstrucción de la miseria. Makar prefiere libros sentimentales que no le representan lo que es el mundo, sino lo que él desearía que fuera.

Lo único que ha cambiado desde el siglo xix hasta nuestro tiempo es la fuerza del hombre común. Antes su educación era determinada por las preocupaciones nacionalistas, mitológicas, filosóficas, de la aristocracia, y antes ésta dominaba las tendencias. Hoy, la educación pública ha perdido su efecto ante la andanada de las imágenes mediáticas, todas diseñadas para complacer y encumbrar las nuevas convenciones. Lady Gaga y Kim Kardashian resultan más reaccionarias de lo que se cree porque son la preservación de un sistema de valores centrado en la adquisición de bienes. Sus sensuales imágenes no son transgresoras ni nuevas: son símbolos de nuestra era consumista. En ellas no está el futuro; está la sinrazón de nuestros orígenes, y en su atracción masiva podemos descubrir que las preocupaciones del hombre moderno se reducen a lo simple. El presente es una caída libre hacia los comienzos de la historia.

Irónicamente, tras los fracasos de la aristocracia y la democracia, sólo la crítica puede ser el encuentro del hombre consigo mismo. No puede garantizar el mejoramiento de la sociedad y sus instituciones, pero puede impulsar la reforma de la humanidad que nos acerque a un individualismo funcional. Cada hombre que ama a todos los hombres significa un paso hacia una nueva noción de sociedad donde la solidaridad y la compasión se conviertan en las bases de la convivencia. La crítica no podrá lograr eso sola, mucho menos en un área tan específica como el cine, pero puede ser el comienzo del cambio.

El documentalista Godfrey Reggio suele decir que Los olvidados, de Luis Buñuel, fue una experiencia espiritual que transformó su visión del mundo. Cuando la vio decidió, mediante el cine, provocar un cambio similar en otros. Así se gestó el imprescindible documental Koyaanisqatsi. La crítica cinematográfica es la única que puede hacer a las audiencias entender esa vuelta alrededor de uno mismo a la que nos invita la imagen en movimiento. El cine nos ayuda a reconocer nuestra esencia en pantalla, pero la crítica nos impide negar ese descubrimiento; nos obliga a comprenderlo y, sobre todo, a aprehenderlo. Si los evangelios sirven a los cristianos para acercarse a la divinidad, la crítica es una aproximación a los confines del espíritu. Debemos garantizar la prevalencia de esta actividad no sólo acercándonos a ella, sino reconociendo sus mayores expresiones. Por supuesto, la idea de lo mejor es artificial, como todo pensamiento humano, pero la ausencia de calidad es evidente ante la experiencia de la variedad. Leer a muchos críticos nos llevará inevitablemente al descubrimiento de grandes pensadores y a la revaloración de los farsantes. Pero sólo un público lector podría lograr eso.

¿Cómo puede la crítica reorientar al mundo si nadie está interesado en leerla? Quizá es momento de recurrir al ensayo en video. El crítico debe adaptarse a las realidades de su tiempo para acercar al gran público a los triunfos estéticos que lo merezcan de acuerdo con su criterio. Ya lo hicieron antes Cousins, Godard y Scorsese. Acaso es momento de evolucionar y seguir a los maestros sin que los críticos olvidemos la responsabilidad que tenemos de conocer la historia que precede toda creación contemporánea. No porque nos dediquemos al video en un futuro tendremos derecho a desligarnos de la literatura. El público puede conocer o ignorar cuanto desee, pero el crítico está obligado al incesante rescate del conocimiento. Más que recomendarnos lo divertido o lo «fascinante», el crítico nos compartirá lo revelador, lo nuevo dentro de nuestras biografías.