Tierra Adentro

¿A quién no han de gustarle las disputas literarias? Eventualmente a los involucrados. Ciertamente en las peleas es mejor tener el papel de espectador. Al espectáculo ridículo del énfasis (tanto por el odio como por la exaltación) prefiero asistir, no participar. No tiene caso, por lo demás, desdeñarlas. Precisamente su carácter enfático suele depararnos una reflexión que busca el punto medio, el aurea mediocritas horaciana.

Las disputas literarias dejan en evidencia el objeto por el cual se discute y por tanto cuestionan su importancia. Por un lado están los atacantes y por el otro lado los replicantes: ambas partes, al sumar argumentos y contra argumentos, restan valor al objeto, pues pierde por la mera discusión su carácter absoluto. Al final de cualquier disputa, si realmente es tal cosa, el objeto de la discusión debe resultarnos absurdo.

“En gustos se rompen madres”, siempre sostuvo, en las conversaciones más álgidas, un querido amigo mío de Durango. Por la ambigüedad de la sentencia, nunca supe si se trataba sólo de una conclusión o si era también una amenaza. Tenía razón en cuanto que las peleas más comunes son (ni tan vanas ni tan simples) cuestiones de gusto. Allí tenemos el dime y direte entre Góngora y Quevedo, que edificó un paradigma del escarnio en castellano. A mi parecer, por lo menos en pluma, ganó Quevedo. Góngora ni siquiera insultando tenía el don de la claridad. Muchos de nosotros nos escandalizaríamos si alguien nos dijera: “éste, en quien hoy los pedos son sirenas, / éste es el culo, en Góngora y en culto […]”. Luego, todavía más incorrecto, Quevedo se fue a atacar lo que más duele, los defectos físicos: “¿Por qué censuras tú la lengua griega / siendo sólo rabí de la judía, / cosa que tu nariz aun no lo niega?”.

El origen de esta disputa, como de tantas, según aclaraba mi ilustre amigo durangueño, es la sensibilidad estética. Básicamente se trata de saber qué es más bonito. O qué más grave. O qué más elevado. O qué más bueno. O qué mejor. Es natural que haya evidentes diferencias de gusto de una época a la otra y que unos procuren atenerse a lo de antaño, y otros a lo que parece nuevo. Allí está una de mis disputas literarias favoritas: “Les Anciens contre les Modernes”. Les adelanto a quienes sospechen por el título de qué iba la pelea, que había algo mucho menos obvio en juego: la pregunta era si existía, o no, el progreso en el arte. ¿Realmente existe algo perfectible en el arte? Lo que es más, los “Anciens” sostenían que ya todo estaba hecho, que no era posible inventar, sino tan sólo descubrir. No podríamos saber quién tuvo la razón; ahora nos resulta extraño saber que entre los “Modernes” estuviera Charles Perrault. Nos quedan de la disputa, entre otras cosas, grandes versos de La Fontaine, cuyo defensor fue La Bruyère. Éste último, tiempo antes de la disputa, ya había dicho en sus Caracteres algo muy divertido sobre la moda: “Un filósofo deja que su sastre lo vista: hay tanta debilidad en rehuir a la moda como en afectarla”. El propio La Bruyère insinúo que no hay nada más importante en la literatura que recordarnos una belleza que olvidamos. Es imposible, o inútil, inventarla.

La única manera de participar en una pelea literaria sin denigrarse es insultar con elegancia. Todos los insultos literarios, como cualquier otra clase de insulto, son injustos e hiperbólicos, pero si el insultado sabe no ofenderse y aprovechar el comentario, y por su parte el insultante está dispuesto a soportar lo mismo y además es inteligente, entonces la elocuencia amerita por sí sola toda la pelea. Está demás decir que las disputas literarias no pueden ganarse. A lo más que se puede aspirar es a entretener, al público o a los espectadores. No me atrevería a restar importancia al argumento del entretenimiento: la existencia puede llegar a ser un lugar aburrido, por eso hay quien piensa que insultar es menos insoportable que el tedio.

Los insultos literarios deberían coleccionarse. Hay dos que me pasó mi amigo Daniel Saldaña para mi colección. Uno de Oscar Wilde contra Alexander Pope: “Hay dos maneras de sentir aversión hacia la poesía; la primera es tener aversión hacia ella, la segunda es leer a Pope”. Y otro de Mark Twain contra Jane Austen: “La sola omisión de los libros de Jane Austen convertiría en bastante buena a una biblioteca sin un solo libro”.[1] Particularmente la segunda me parece cierta. Pero en fin, sigamos con los insultos. Voltaire, a quien debería reconocérsele haberse esforzado inhumanamente en el género, dijo alguna vez, después de leer el poema “Oda a la posteridad” de Jean-Baptiste Rousseau: “Dudo que esta composición llegue a su destino”. Carlo Gozzi se burla del teatro del abate Chiari y de Goldoni en El amor por tres naranjas. El teatro también se ha presentado históricamente no sólo en forma de insulto, sino también de disputa, basta con pensar en la “Batalla de Hernani”.

Las disputas literarias, como bien decía, son injustas. La injusticia más clara es cuando uno de los participantes está muerto. Evidentemente no puede defenderse. Eso es lo único que podría reprocharle a muchos de los fantásticos insultos que profirió mi querido Fernando Pessoa. Quizás el más enfático es el que puso en voz del Barón de Teive, en La educación del estoico, para insultar a Leopardi: “La poesía de Leopardi bien podría reducirse a un «soy tímido con las mujeres, por lo tanto Dios no existe»”.[2] Lamentablemente es un poeta de principios del XX contra cierta sensibilidad romántica entonces ya moribunda. A mí me hubiera gustado escuchar lo que Leopardi tenía que decir al respecto. Seguramente hubiera llorado.

Otra suerte de disputas literarias son las que parten del cuestionamiento de la autenticidad de las obras, mejor conocido como acusación de plagio. En lo personal, son mis predilectas, especialmente cuando la acusación es falsa o inmerecida. No voy a citar casos penosamente locales; me conviene más lo ilustre. Marcel Schwob acusó a André Gide de haber plagiado su Libro de Monelle en Los alimentos terrestres. Schwob tenía razón en cuanto a que el libro parece como inspirado por éste; además eran amigos, lo cual daba a entender que Gide estaba al tanto de lo que escribía su compañero. Sin importar quién de los dos tenía razón, se enemistaron para siempre. Otra de mis predilectas acusaciones de plagio fue la que Miguel Ángel Asturias lanzó contra Gabriel García Márquez, en cuanto a Cien años de soledad, diciendo que era un plagio de La búsqueda del absoluto, de Balzac. La pelea pronto cambió de escenario y los implicados fueron ya no los escritores, sino sus lectores.

Salvo por una reciente disputa, que celebro, entre el filósofo —supongamos que lo es—, Bernard-Henri Lévy y el historiador de la literatura, Marc Fumaroli, (se pelearon por el papel que debe desempeñar, según el criterio de cada cual, el intelectual en la sociedad francesa), no me he interesado en ninguna otra disputa literaria. De hecho, la discusión entre estos dos personajes ya la habían tenido, hace más de un siglo, Flaubert y Georges Sand. Flaubert, que estaba contra todo el mundo, sostenía que el escritor estaba por la verdad a la cual quería acceder a través de la literatura. Sand se iba por el lado de la moral. Quizá George Sand, entre otras cosas, sea la única persona que pudo jactarse de haber insultado a Flaubert. Cundo la discusión parecía no llegar a nigún lado, Sand le dijo: “Entonces tú vas a escribir desolación y yo voy a escribir la consolación”. Esta disputa tiene un final feliz. Después de haber redacto Un cœur simple, Flaubert admitió haber tomado de buen grado, finalmente, la sugerencia.

Me da la impresión de que el mundo literario mexicano tiende a la suceptibilidad. Quizá demasiado. Deberíamos tener la libertad casi impersonal de insultarnos unos a los otros, como doceavo mandamiento. La tradición francesa, quiero creer, está acostumbrada al escarnio, al insulto injustificado y a la sistemática crítica de autores contra autores. De las disputas literarias en México buena parte, creo, se deben a la falta de empleo y a la relaciones de amor y odio entre la literatura y el Estado. Otras pocas han tenido que ver con la literatura.[3] Pensemos en cuántas de las peleas literarias a las cuales nos ha tocado asistir serán recordadas más allá de nuestro círculo social, más allá de los comentarios de una revista electrónica o más allá de nuestro time line de Twitter. Borges, que también practicó el vituperio, sentenció que se debía a que “todos queremos ser héroes de anécdotas triviales”.

Admitámoslo, lo único que puede quedar de una pelea literaria es, o literatura, o nada.

 

Termino con una confesión que nadie me pidió. Mi manera de tener disputas literarias es insostenible. Antes de pelearme, ya estoy de acuerdo con el enemigo. El otro siempre tiene razón, justamente porque tengo algo en común con él: yo también sospecho del juicio de un tal Alejandro Merlín. Eso es lo que mucha gente, erróneamente, suele llamar humildad: una simple y banal falta de confianza en sí mismo.

 


[1] Luego Daniel me confesó que las sacó de aquí.

[2] Lo cito de memoria. No me dio tiempo de buscar el libro, y como no lo busqué, no pude encontrarlo.

[3] No me digan que las últimas peleas de los noventa eran disputas por el paradero de la estética de la poesía del siglo XXI.