Tierra Adentro
Fotografía de Alfredo Karam.

Recuerdo. Creo que recuerdo a Abigael entre las imágenes de mi infancia. Él, sentado en una silla dentro del cubículo iluminado de mi madre en El Colegio de Sonora, con un olor profundo a alcohol, menta y vejez. ¿Mamá, por qué huele feo ese señor, es que no se baña? Lo conocí sin saber, entre sombras que se difuminan en la memoria: sin percatarme de su voz ni de su palabra cuidada y de estrepitosos tonos múltiples. No sabía de Abigael, sabía del hombre de la silla que apestaba a veces. Se me hacía raro que a mi madre no le importaran los detalles que a mí me parecían relevantes. Y es que mamá conocía a Abigael en amistad, pero no sólo eso, sino que compartían una complicidad por antonomasia: la poesía.

Yo no sabía qué era eso, pero sabía que mi mamá sí. Sabía que ese hombre era alguien, pero no sabía por qué. Para mí, Abigael era solamente un hombre flaco, casi decrépito que se me mostraba en sus últimas etapas, en sus años solitarios pero siempre pródigo de afecto. Recuerdo, creo que recuerdo, que me mimaba, que decía que qué bárbaro el Bruno cómo ha crecido. Que qué bonitas pestañas tiene.

Conocí a Abigael, sin saber que se le venía el tiempo encima, sin una idea de su autodestrucción, de su abandono. Creo que en ese entonces no pensaba, y si lo hubiera hecho, probablemente hubiera pensado que mi madre era su única amiga, porque creía que nadie podía querer al hombre apestoso de la silla. Pero sí fue amado intensamente por sus amigos, los que siempre estuvieron y están todavía. Después, como un relámpago, Abigael se extinguió, para todos y a todos, quedándose su eco en las lágrimas y en los remordimientos. Ahora que lo pienso, creo que todos aquellos que lo conocieron, se arrepienten de su muerte. Porque nadie le hizo caso, o muy pocos, y ahora, en las consecuencias, está su poesía que sale apenas a la luz en foros harto conocidos.

De pronto, me di cuenta. Su voz hizo resonar las fibras, muy adentro. De él, para mí, quedó su poesía, su palabra imperecedera que no entendía, pero que hacía una música extraña en mis descubrimientos de juventud. El hombre homosexual, las palabras asonantes que se escuchaban raras, su perro y las anécdotas. Mamá me contaba de él, me explicaba sus poemas con voz tenue, a veces, cuando tenía un poco más que mera curiosidad. Con él , también aprendí a querer a los perros, aunque se nos mueran.

Y es en ese entonces cuando entendí que Abigael era poeta, como mamá, y que sus palabras raras hacían poesía. Quizás, también, tuve la epifanía de que el poeta estaba cerca, en la memoria. Entonces, el hombre de la silla tuvo nombre, se convirtió en una imagen distinta: supe nombrarlo, reconocerlo y hacerlo mío con sus libros.

Ahora, veo a la luz de una incipiente pero aferrada madurez, los estragos y beneficios de haber conocido a Abigael, ya no tanto por el recuerdo de mi infancia, sino por su literatura: experiencia vital que me hace posible. Qué más decir que esto.

Heredad, antología provisional 1956-1978, Federación Editorial Mexicana, México, 1981

Heredad, antología provisional 1956-1978, Federación Editorial Mexicana, México, 1981

La poesía de Abigael Bohórquez ronda en la resistencia, un grito y un susurro que se adentran en lo más profundo para hacer el eco, para que se repita la palabra infinitamente en la realidad. Irreverente y audaz, no hay norma que se le resista: violenta todo y hace con el mito, el canon, la tradición, lo establecido; lo que quiere.
Son estos rasgos los que están en Poesida. En él, la palabra busca remover paradigmas, crear una voz disidente que no se apega a la de siempre. La obra de Abigael no es sólo la evidencia del ocultamiento, sino el reclamo de la segregación. No basta con que la vida esté destinada a la muerte, existe el Sida para recordárnoslo. Pero no un Sida que se tiene y que mata a los que se abandonan, sino un Sida que tiene que ver con el acabose de la voz, de las pocas cosas que quedan. Irónicamente es también la voz la que sobrevive, la que tenemos hoy en el tiempo: lo único a lo que la muerte no le hace mella.

Abigael dice: “Traigo este documento cruel pero solidario para pedir comprensión infinita para los ciudadanos del mundo que han muerto víctimas de este cáncer finisecular y bondad para estos poemas del paraíso perdido que algún día que mi imaginación no alcanza para predecir reencontraremos: Poesida, poesía testimonial de quien pudo escribirla con todas las palabras de que es capaz un hombre, en Hermosillo, Sonora, a los veinte días del mes de marzo de mil novecientos noventa y uno”. Pero Poesida no es solamente sobre Sida, sino sobre lo que representa. Sobre todo en la homosexualidad, de por sí repudiada y segregada, asqueada y maltrecha por la sociedad. Abigael dice: “Y de repente, el Sida. ¿Por qué este mal de muerte en esta playa vieja/ ya de sí moridero y desamores, / en esta costra antigua a diario levantada y revivida, / en esta pobre hombruna de suyo empobrecida y extenuada/ por la raza baldía? Sida. / Qué palabra tan honda / que encoge el corazón y nos lo aprieta”.

En esta lucha contra la destrucción, por lo invisible e incontrolable, se gesta otra lucha. Poesida es también esa lucha contra los prejuicios, contra lo establecido, contra la literatura canónica que no acepta las formas nuevas de decir las cosas. Porque Abigael decía lo que quería, sin importarle a quién le fuera a parecer lastimoso. Por ejemplo, el poema “Tergiversito”, se burla de la literatura española del renacimiento, específicamente de Jorge Manrique y sus Coplas a la muerte de su padre. Los versos originales dicen: “nuestras vidas son los ríos que van a dar al mar, que es el morir”. Abigael, con un tono sarcástico y con el sentido de la reivindicación de la vida dice: “Nuestras vidas eran ríos que fueron dar a encamar que ¿fue el vivir?” El humor, como resistencia, como burla y desmitificación, representan también la lucha en Poesida.

Los poemas de este libro también van de lo íntimo al otro, ese otro que es el reflejo en el espejo, que a su vez refleja a otro y a otro: otros que no tienen nombre en la realidad, muertos en vida que se pierden entre los números y las estadísticas. No en la poesía. En lo íntimo Abigael vive su lucha: “Que un puñado de tierra lleve hormigas/ para que sobre mí pueblen su casa; / que un puñado de tierra lleve trigo/ y se cubra de pan mi calavera; / y un puñado de tierra con tu nombre / para enterrarlo con el mío”. Esos nombres que se entierran, nombres de cualquiera y de otro que viven en él, se muestran en retratos, poemas que se viven en carne propia y que pueden ser cualquiera, en cualquier tiempo y lugar, con el rompimiento de los paradigmas.

Total. Abigael está cenando tierra ahora, con los nombres en la boca de todos nosotros. Porque también podemos ser muertos en vida, como lo fue él. Y es que Abigael, aunque su poesía vive y nos llega con la fuerza de la plegaria o de la blasfemia, diría León Felipe, está muerto. Pero no se murió de Sida. Abigael se murió de soledad.


Autores
(Hermosillo, 1988). Escritor, periodista de opinión y crítico literario. Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por el Tecnológico de Monterrey. Es autor de los poemarios Los últimos días (Hoyo Negro Editores, 2011), La blanca espera del tren (Editorial Foc, 2012, Barcelona) y Sequía (Editorial Foc, 2013, Barcelona). Su obra ha sido publicada en diversas revistas y antologías en México, Estados Unidos, Perú, Argentina y España. Actualmente es candidato a Dr. en Literatura Hispánica por la Universidad de Houston, así como asistente de investigación en el Recovering the U.S. Hispanic Literary Heritage Project.