Tierra Adentro
Ilustración de Joan X. Vázquez (Xalapa, 1985)

 

La Fórmula 1 insiste, cada vez más, en borrar la frontera entre lo deportivo y el espectáculo, modificando los roles que juegan sus consumidores y espectadores. En este ensayo, Edgar Yepez recorre el discurso subyacente de este impracticable deporte que, a últimas fechas, se antoja accesible y de fácil consumo.

 

En una entrevista acerca de su último libro, Pyongyang (Random House, 2017), Hernán Vanoli observa que durante todo el siglo XIX y gran parte del XX la utopía se refractó siempre a través del prisma de la política y las instituciones pero muy poco desde el del consumo. Y que lo sugerente, en estas casi dos décadas que van del XXI, es la capacidad ficcionalizadora que tienen las marcas, así como su consecuente capacidad para convertirse en usinas de sentido con un poder muchas veces mayor al del Estado o un partido político.

Más aún, cuando no son ya los tiempos en que a través de mejoras o nuevas funciones añadidas a un producto una marca genera atención sobre sí misma. Ahora, lo que genera presencia de marca y apunta hacia la anhelada capitalización es el discurso añadido a los productos o servicios, discursos capaces de resonar en la mente de los consumidores. Vanoli diría que de lo que se trata es de la capacidad de una marca para construir relatos o ficciones que apelan a nuestros deseos o, más bien, nos los diseñan. El siempre entusiasta creativo de publicidad diría que se trata de storytelling para que la marca pueda vender(se).

Desde esta perspectiva, quizá no haya glosa más interesante sobre la Fórmula 1 que la que toca la forma en que ésta actualiza y comunica sus mitos fundantes, su compleja estructura burocrática tan característica del poscapitalismo, el rol que juegan sus consumidores y, sobre todo, al menos desde el zarismo de Bernie Ecclestone, cómo insiste en borrar la frontera entre lo deportivo y el espectáculo. Es decir, cómo comercializa sus bienes: pilotos, circuitos, escuderías, la competencia deportiva y su historia. En una época no tan lejana lo hacía, exclusivamente, a través de la televisión. En la corriente, mediante un contenido tan ilustrativo como digerible en sus redes sociales, sitio web, app y TV de paga.

Ilustración de Joan X. Vázquez (Xalapa, 1985)

Ilustración de Joan X. Vázquez (Xalapa, 1985)


 
 

La Fórmula 1 pertenece a esa serie de deportes impracticables, como el waterpolo o el curling, cuya ejecución demanda mucho más que una alberca, un corredor de hielo o cuatro piedras y un Frutsi. Es imposible experimentarlo desde la cancha, se vive sólo a través de la mediación cosificadora de la grada o de un videojuego. Y aun así, durante un Gran Premio, como el caso del de México (el mejor del Mundial por dos años consecutivos según la misma F1), el espectáculo de la F1 convoca hasta 135 mil aficionados en un fin de semana, 400 millones de televidentes anuales entre marzo y noviembre.

La pregunta sobre esa capacidad de arrastre no pasa únicamente por el mito fundante de la Fórmula 1. Es decir, la concepción de sí misma como un espacio donde la integración de la velocidad tecnológica y la voluntad vital del cuerpo se realiza, le dice Sir Jackie Stewart a Roman Polanski, como un matrimonio sin fisuras. Ficcionalizar la dinámica en que la voluntad vital de un piloto conduce ese non plus ultra de la ingeniería, que es un Fórmula 1, viene a hacer las funciones del discurso agregado al producto (a cada uno de los grandes premios de la temporada) que resuena en la mente del consumidor de carreras.

Ilustración de Joan X. Vázquez (Xalapa, 1985)

Ilustración de Joan X. Vázquez (Xalapa, 1985)

El éxito de ese matrimonio revela también una ironía que a los neoconservadores aficionados de la F1, a veces, nos gusta pasar por alto. Por un lado, nos fascina ver y teorizar la voluntad vital de los pilotos, unos metódicos (los Lauda, los Prost, los Rosberg) otros mercuriales (los Hunt, los Senna, los Hamilton), pero todos médiums a bordo de la máquina en la alquimia sin pausa de convertir su elusivo talento en velocidad. Y, por el otro, el rechazo atávico a las reformas de la Federación Internacional del Automóvil (FIA) que, a nuestros ojos, contaminan la pureza de la Fórmula 1, la cual en el pasado, siempre en el pasado, fue mejor. Por ejemplo, a los avances tecnológicos que han hecho a los híbridos Fórmula 1 de hoy, más verdes y eficientes que un auto eléctrico promedio, pero que al lograrlo han reducido el estruendo heráldico de los motores y entonces la F1 ya no es lo que era antes. Otro ejemplo, las medidas de seguridad como el Halo se desacreditan por atentar contra la idealizada imagen del piloto en riesgo, montado en los lavaderos de la curva, en contravolante, ya en la plenitud del límite, buscando un par de décimas de segundo sobre la pista.

Deportivamente, la Fórmula 1 del siglo XXI ha estado marcada por períodos de dominación absoluta por alguna escudería cuyo ingeniero en jefe ha logrado encontrar un vacío legal en la reglamentación para producir un auto invulnerable. Ross Brawn y Ferrari, Adrian Newey y Red Bull, ahora Mercedes-Benz con Aldo Costa, Geoff Willis y Paddy Lowe. Aunque fue hermoso ser todos testigos de esas fases de perfección ingenieril-deportiva, en manos de Michael Schumacher, Sebastian Vettel y Lewis Hamilton, para el espectáculo, el negocio, no lo fue tanto.

Ilustración de Joan X. Vázquez (Xalapa, 1985)

Ilustración de Joan X. Vázquez (Xalapa, 1985)

Desde 2008, la Fórmula 1 ha perdido más de un tercio de su audiencia, 200 millones de fanáticos aproximadamente. En contexto, Bernie Ecclestone transformó este cuasi deporte de semiatletas en circuitos de provincias europeas en el mega espectáculo globalizado en que marcas y gobiernos están dispuestos a invertir sumas demenciales de dinero. El mercado se abrió a Asia, desapareció el dinero de las tabacaleras pero llegaron nuevos patrocinadores, se inventaron carreras nocturnas y en Medio Oriente. Bernie creía que ni la juventud ni la distribución de su contenido por canales gratuitos (TV e internet) beneficiarían el negocio. Bernie tiene 87 años y en 2014 dejó de ser el dueño y administrador de la Fórmula 1. Su zarismo fue reemplazado por el organigrama de Liberty Media. La Fórmula 1 ahora tiene un director que ve lo comercial, Chase Carey, y otro que ve lo deportivo, Ross Brawn.

Si la división resulta rentable, en lo deportivo y comercial, está por verse. Pero al menos la nueva dirección sacó a la F1 del cementerio de la TV, para llevarla al edén de las marcas, las redes sociales. A diferencia de la época de Bernie, la F1 ahora interactúa con sus consumidores y usa su lenguaje, es accesible y de fácil consumo.

Si deportivamente vuelven las glorias de otros tiempos, está por verse; lo que importa es que son otros tiempos y, siguiendo a Vanoli, lo interesante hoy es la seducción suave de su discurso de tres, cuatro minutos en internet, para después pasar a otra cosa.