Tierra Adentro
Ilustración de Amanda Mijangos (Ciudad de México, 1986)

 

The Undercommons, de Fred Moten y Stefano Harney, es una obra crítica que obliga a reconocer las funciones intrínsecamente violentas de lo político y lo económico en nuestras vidas cotidianas. Caminando indistintamente entre lo íntimo, lo personal y lo académico, Natalia Trigo recorre las ideas de estos pensadores.

 

Oh nay na na na nay na, na na
nay-ah (x4)
Slave to the music
I’m a slave to the music.

Slave to the music,
TWENTY 4 SEVEN

 

Sin saberlo había empezado a escribir este ensayo muchos en-sayos antes, en pláticas de pasillo, baño, coche, calle, y cama. Lo hicimos años antes, mientras leíamos a Fanon y discutíamos acerca de la epidermización de la inferioridad, pero también mientras tratábamos de trabajar grupalmente: disfrutábamos y luego nos enfadábamos, sentíamos que no llegaríamos a ningún lado, y así fue. Porque seguiste escribiendo y yo, también. Porque ambos seguimos estudiando y peleando por teléfono aun cuando ninguno de los dos haya seguido formando parte de una banda (que intentó ser de jazz sin lograrlo).

Ilustración de Amanda Mijangos (Ciudad de México, 1986)

Ilustración de Amanda Mijangos (Ciudad de México, 1986)

Cuando te dije de los abajocomunes, tú me dijiste que la infrapolítica tenía sus bemoles pero que la epidermización de la inferioridad había tenido graves y palpables consecuencias políticas y económicas. Te dije que sí, pero que también había provocado el reconocimiento de la función intrínsecamente violenta de lo político y lo económico: “algunos” son reducidos al estatus de “nadie”, para que “unos” puedan tomar decisiones por “otros”.

A partir de este planteamiento, Fred Moten y Stefano Harney realizan una crítica social, política, económica y estética con¬temporánea, basada en el estudio de la teoría y de la práctica de la tradición negra radical (“tú siempre fuiste una negra radical”, dijiste). Como aclara Moten en éste y otros textos (The Case of Blackness, por ejemplo), es importante tener claro que cuando se habla de negritud se hace desde una perspectiva paraontológica; es decir, que desestabiliza (no afirma ni reproduce) la imposición ontológico-racial que históricamente ha acechado a la población negra.

En The Undercommons, se propone el derecho a rechazar lo que nos ha sido negado desde lo normativo. Este rechazo debe ir más allá de estar a favor o en contra de la universidad (como nosotros hicimos durante tanto tiempo). Estar en contra es reconocerla y reconocerse dentro de ella; pero, además, es un acto que niega las formas de política no reconocidas o no reconocibles, que están activas.

Por el contrario, el rechazo al que se refieren Moten y Harney debe crear disonancia y resaltar que el estudio no se encuentra confinado al salón de clases una vez que se ha llamado al orden; así como la música no sucede únicamente cuando los músicos toman sus instrumentos y comienzan a tocar una canción. Recordé todas las veces que hablamos de Marx antes de los ensayos (gran cliché de adolescencia), o bien, durante éstos. La música misma daba pie a discutir sobre Marx, que servía para que quedaran las cosas cada vez menos claras, pero con lo que lográbamos disfrutarnos más. El estudio y la música anteceden a dichos eventos, en la informalidad de las voces y las risas resultantes, en lo que los sucede.

Es cierto, la universidad en Estados Unidos se ha vuelto sinónimo de profesionalización, y los académicos críticos son por excelencia los más profesionales (“por eso me vine a Canadá”, dijiste, y yo contesté: “no te hagas, sigue siendo parte del Global North”). Entonces, ¿cómo formar parte de la universidad sin volverte un agente de la profesionalización? Al ser un criminal, un cimarrón. Al abusar de la hospitalidad de la universidad, uniéndose a su colonia de refugiados, estando dentro pero sin formar parte de ella, robándole sabiduría a las profesiones, robándole a los demás, robándose a uno mismo.

Ilustración de Amanda Mijangos (Ciudad de México, 1986)

Ilustración de Amanda Mijangos (Ciudad de México, 1986)


 
 

La universidad necesita trabajo clandestino (“¿y nosotros hacemos eso?”, preguntaste, “creo que no…”) no ligado a la productividad normativa, es decir, requiere estudio como una práctica de estar con otros, compartir el tiempo de manera prematura, desconectada del mérito individual, de la competitividad, de la necesidad de graduarse o de obtener un trabajo. Claro, las incongruencias son latentes: ambos queremos graduarnos y vivir de lo que hacemos. Sabemos que la razón de estar juntos es precisamente pensar juntos, escucharnos, crear una relación distinta, incluso sin darnos cuenta. Todo esto sucede dentro de la universidad, pero en lo ilegítimo, lo descuidado, lo olvidado, lo inalcanzable por el capital, en el espacio de los abajocomunes. Moten dice que el estudio de lo negro debe ser “estudio interminable, planificación sin pausa, conservación sin patrimonio”. Se trata de nunca estar listos, de endeudarse mutuamente y sin poder pagar.

La deuda a la que se refieren Moten y Harney no es una deuda material o moral, sino una forma de socialización, un principio de generación. Uno sabe que la deuda nunca será saldada. Uno debe, pero pierde la cuenta de lo que debe, y luego lo recuerda, y luego vuelve a olvidarlo, porque, a diferencia del crédito, la deuda es inconmensurable (nadie sabe cuánto debe a los demás cuando los recursos son compartidos). La deuda se hace cada vez más profunda con el estudio; en el espacio de los comunes, busca abolir el crédito y sus intereses.

Los intereses derivan en gobernanza, la cual es una estrategia de privatización del trabajo social productivo. La gobernanza se relaciona con el gobierno y el Estado, pero en realidad tiene más que ver con la naturalización de la miseria y la explotación práctica, las cuales han evolucionado más allá del lugar de trabajo. Una vez interesados podrán ofrecernos algo y entonces estaremos en deuda con ellos, necesitaremos su crédito para saldar la deuda. Por eso Harney cree que las ONG son un laboratorio de gobernanza. Permiten que la gente encuentre una voz propia, una forma de identificarse que pueda traducirse, que sea legible para el capital, y eventualmente que se convierta en acumulación de recursos explotables.

Aun cuando pensábamos que el capital humano se vinculaba con la utilización estratégica de los recursos, podemos reconocer cómo dentro del capital financiero los sujetos son una cuestión más bien logística, cuyas manos, ojos, intelecto, y emociones, sirven para activar o desactivar determinadas partes del sistema financiero. La logística moderna, nos dicen Harney y Moten, está fundada en el movimiento primigenio de mercancías: el traslado transatlántico de los esclavos. En la actualidad, no importa quiénes viajan dentro de los barcos, la logística continúa siendo un movimiento de objetos, transporte de esclavitud y no de libre trabajo. Así, las poblaciones se forman para “hacer sin pensar, sentir sin emoción, moverse sin fricción, adaptarse sin preguntar, traducir sin pausar, conectarse sin interrupción…”. Se piensa que la alternativa es huir (nosotros lo pensamos durante mucho tiempo), pero este escape forma parte del sistema logístico en el cual el movimiento no permite la cohesión.

Ilustración de Amanda Mijangos (Ciudad de México, 1986)

Ilustración de Amanda Mijangos (Ciudad de México, 1986)


 
 

Entonces encontramos que, a pesar de las fantasías de volar, quizá la mejor forma de resistir es quedarse en el barco, seguir planeando, “usar cada momento de quietud, cada puesta de sol, cada momento de conservación militante, para planear juntos, para emprender algo…”. Es ahí donde la gobernanza no puede aprehendernos: en la contingencia radical. Tal vez por eso decidimos seguir estudiando. Sin saberlo, supimos que la forma de ser fugitivos era en el laboratorio del lenguaje, en la búsqueda del hacer, en la negritud como una herramienta en proceso de construcción. Nos encontramos como cimarrones en un barco que flota en medio del océano, en un lugar roto, sin destino, en una casa vagabunda, bajo una total improvisación.

“Los textos son eso”, te dije, “un espacio compartido de desposesión”, un no-lugar, que nos permite estar con otros desposeídos, sentir a través de ellos y dejar que otros nos sientan. Los textos son un espacio social porque invitan y a veces exigen diálogo, discusión, leer y escribir o tratar de descifrar cómo demonios se puede ser, más o menos, éticamente comprometido con el estado de las cosas en el mundo.

Pero también es un espacio social porque en él ocurren cosas: la gente se encuentra, interactúa, se roza, se toca, y se duele. Es este sentimiento insurgente, en esta hapticalidad, que uno puede poseer y dejarse poseer por los demás. En esto radica nuestra planeación fugitiva: un intento de producción salvaje que no pueda domesticar la autoridad feudal, o la violencia social capitalista, o las esferas públicas alternativas. Está en la labor académica cimarrona experimentar con la capacidad informal del antagonismo general (capitalismo-negritud radical) para utilizar lo que antecede a la norma y no lo que se opone a ella. Está en la escritura insistir en los lugares que antes se veían como “no políticos”, como el quedarse: ahí donde hay deuda, donde hay estudio, donde hay planeación, no planes. Ahí “donde las nuevas políticas están a punto de introducirse; las nuevas medidas, a punto de aplicarse; los documentos, a punto de ser aprobados; los vecinos, a punto de ser desalojados”. Está en la escritura ensayar para producir textos que no quieren llegar a una subjetividad cerrada, sino que se muestran como parte del proceso de construcción de vida. Es como la preparación infinita, la afinación incansable para el concierto que nunca sucederá pero que tenemos siempre presente. Es nuestra forma de rendirle tributo a la banda de jazz que nunca tuvimos.