Hablar de uno mismo: Lispector cronista
Un perfil poco frecuentado de la autora brasileña es su faceta como periodista, a pesar de que escribió durante varios años en diarios y revistas brasileños. Brenda Ríos destaca las cualidades de estos textos —reportajes del instante y columnas de lo mínimo—, en los que ubica el germen de su narrativa.
EL GÉNERO
Para comprender el trabajo periodístico de Lispector es necesario enfatizar en que la crónica brasileña es distinta de la hispanoamericana —una tradición del periodismo llevada a la literatura, en la que el género guarda una relación cercana con la sucesión de hechos en orden cronológico y, por lo general, el cronista trata de guardar una distancia objetiva, hasta donde es posible—. Las crónicas de Gutiérrez Nájera o del mismo Salvador Novo emplearon la sátira en un género noble que permite el análisis de los sucesos del día, mostrar opiniones, reivindicar una postura ante tal o cual tema, contar anécdotas ricas y amenas; no obstante, en la brasileña hay un tratamiento diferente. Cronistas recientes —como Leila Guerriero o Cristian Alarcón— tienen una postura fresca y política que proviene del periodismo narrativo y su escritura es dura, mordaz y crítica, y el aspecto social es dominante. Pero los cronistas brasileños no se distinguen por hacer del género una toma de postura o una forma de análisis determinada; van hacia lo trivial, lo mínimo; toman un detalle: un ruido, un cuadro, una sensación, un devaneo, un no-tema (escribir sobre la crónica misma, por ejemplo, o sentarse a pensar qué escribir, qué palabras emplear y así); no se preocupan por cumplir con una estructura de exposición, argumentación y cierre. Lo que importa es el ensayo de esa crónica. Cada una es una especie de borrador. En Lispector hay crónicas que son más breves que un párrafo. Crónicas mínimas, aforismos, apuntes. La escritura es un borrador para trabajarlo, pensarlo después.
En Brasil, pues, la crónica es un género que se interesa por ir a ninguna parte. Sí, hay un suceso o varios sucesos; sí, hay una primera persona que cuenta, evalúa, ve, dictamina. Pero el factor de la temporalidad puede ser prescindible. Es un género vivo porque habla desde la vida diaria, lo que permite que broten otros géneros. Es un género-intersección: un punto medio entre el relato, el ensayo, la carta y el diario personal. En Lispector, llega a ser incluso prosa poética, aforismo, poema, ensayo brevísimo. De ahí, su riqueza, su complejidad y su truco. Porque la literatura es un truco y un escenario al que alguien le abre la puerta de golpe y los actores no siempre están listos para entrar a escena. Ahí radica su belleza, su misterio. Paradójico: el escenario está puesto, los actores se hacen presentes y, aun así, parece que algo no está en el lugar que debiera.
A lo largo de siete años, de 1967 a 1973, Lispector escribió una columna semanal para el Jornal do Brasil. Éstas fueron publicadas en español por Adriana Hidalgo, en Argentina, con los títulos Revelación de un mundo (traducción de Amalia Sato, 2005) y Descubrimientos (traducción de Claudia Solans, 2010). En España, Siruela publicó Aprendiendo a vivir (traducción de Elena Losada, 2007). Los textos reunidos en estos libros podrían ser llamados cartas, fragmentos de diario, menús del día, notas sueltas, conversaciones y disertaciones acerca de distintos temas. Incluso, muchos relatos que conformarían sus libros principales comenzaron en esas crónicas; en palabras lispectorianas, en esas columnas ya nacían sus cachorros de relatos. Cuentos como “Felicidad clandestina”, “Legión extranjera”, “El huevo y la gallina”, “El crimen del profesor de matemáticas”, y varios más, surgieron en esas columnas, en ocasiones, apresuradas. Al final, las crónicas exploran temas de su vida cotidiana como son los encuentros con taxistas. La conversión de esas crónicas en cuentos y novelas es crucial. Puede observarse el proceso de una autora que plantea un argumento, una imagen, un diálogo, lo publica como tal y luego le da vueltas, lo amplía, lo afina, hasta que se convierte en un cuento. Cuentos que son ensayos poéticos, prosa críptica, afilada, dulce, ríspida, góspel, canto, índice sentimental de objetos y personas.
Machado de Assis decía en “O nascimento da crônica” que un modo de comenzar a escribir puede ser una trivialidad; decir, por ejemplo, “¡Qué calor hace!”, y listo, la crónica comienza. Esto confirma que el género toma como punto de partida diversos sucesos. No es un género estático ni serio. Tampoco es una broma, es otra cosa. La crónica es una conversación personal. Una especie de charla con alguien invisible, al que se suele contactar por correspondencia, cartas o llamadas. Antes de Lispector, ya existían Machado de Assis, Rubem Braga, Rachel de Queiroz o Carlos Drummond de Andrade. Cuando ella llegó, estos enormes narradores ya habían creado una tradición fuerte y atomizadora. Después, seguirán esa tendencia autores como Caio Fernando Abreu, Milton Hatoum, Luiz Fernando Verissimo, entre otros. Hay incluso quienes abordan en sus columnas temas de carácter político, como Luiz Ruffato, pero en general los escritores escribían de cualquier tema; Braga, por ejemplo, era muy popular por sus crónicas-reflexiones, sobre la vida sentimental, el tiempo, la edad, etc. Todos ellos, narradores con nombre propio, poetas reconocidos que aceptaron a petición de los diarios, probablemente, y, en el caso de Lispector —seguro no sería la única—, por necesitar el dinero. Varios se ganaban así la vida. Por muy reconocido que sea un escritor no se gana la vida sólo de regalías. Lispector tiene una historia al respecto, de haber mandado un cuento a una revista que ya había sido publicado en otra parte. Cuando le hicieron notar tal suceso, ella dijo que había sido un error. [1]
Cuando ella comenzó su columna ya era una escritora reconocida fuera de Brasil. Dentro del país lo era también, pero en menor medida; su nombre era conocido en círculos más especializados. Las crónicas, entonces, lograron algo que no había conseguido con sus libros: llegar a un público masivo. Estas crónicas le permitían acercarse a los lectores que le enviaban cartas. Ella recibía mucha correspondencia (respuestas, reclamos, sugerencias de sus lectores) que retomaba para escribir.
Hay una historia un tanto siniestra en la que un hombre que vive cerca de su departamento le cuenta que la observa. Lispector le pregunta si tiene binoculares, él no contesta. Padecía de insomnio y a veces se salía al balcón a observar el mar cuando no podía dormir. Se imaginó si ese hombre la había visto ahí, en medio de la noche, sola. Pero no tuvo miedo. O eso escribió.
La cercanía con la gente permitió a Lispector reflexionar de forma constante sobre su trabajo como escritora. No por nada varias de sus crónicas hablan de la inquietud de escribir, de qué escribir y qué significa vivir para hacerlo. Sus crónicas refieren espectáculos a los que asistía, películas que vio, conversaciones con amigos y desconocidos, pero la mayoría abordan su vida doméstica, la crianza, incluso su cocinera es protagonista de varios textos. Sus crónicas pueden leerse como el rompecabezas de la vida de una mujer de clase media, privilegiada, con un departamento en la playa, que asiste a cenas con embajadores y que habla con pintores y cineastas. Se trata de un retrato hablado no sólo de ella misma, en la intimidad, sino de un país efervescente, siempre en crisis, que intenta saber qué es y por qué. Un país que sale de sí mismo para poder entrar de nuevo. Un país en plena dictadura, militarizado, paupérrimo, que no se considera a sí mismo como parte de América Latina pero que tampoco es Portugal. Un país tan nuevo y tan grande, que Lispector lo volverá personaje, al igual que el portugués: el idioma, el sitio del idioma. Cuenta en una crónica:
Uno de mis hijos me dijo: ¿Por qué a veces escribes sobre asuntos personales? Le respondí que, en primer lugar, nunca traté realmente acerca de mis asuntos personales, incluso soy una persona muy secreta […]. Mi hijo dijo entonces: ¿Por qué no escribes sobre el Vietcong? […] Pero, de repente, me sentí impotente de brazos caídos. Pues todo lo que hice sobre el Vietcong fue sentir profundamente la masacre y quedar perpleja.[2]
¿De qué escribir? será una de las preguntas que más preocuparán a Lispector en sus crónicas. ¿Cómo salir de ella misma?, ¿es posible no ser personaje de sus textos?, ¿cuál es la vía para evitar lo personal, lo biográfico, lo autoreferencial, la confesión? No revisaba sus textos una vez que se publicaban y, no obstante, mediante la lectura de sus crónicas puede observarse que no desperdiciaba nada.
Mientras en la crónica se revela presente y protagonista, en los relatos y cuentos ella es la que pone el objeto en la mesa y lo describe. Toma distancia de esta voz tan poderosa de la primera persona. La crónica exige que la primera persona hable y describa. Por ello, la escritora puede ser personal, es inevitable: cuenta el desmontaje de la obra, sus personajes, qué vio ese día, a esa hora, qué le dijo el señor del taxi sobre vivir en otro país que la llevó a pensar en algo/alguien que después sería un personaje. En el cuento o en la novela tendrá que atender a la ficción, al trabajo de esa ficción: no es contar cómo surge Macabea (La hora de la estrella), es hacer que Macabea sea tangible. Si pensamos que, de manera tradicional, para escribir una crónica debemos considerar el factor espaciotemporal (antes, mientras, después), entonces imaginemos que podríamos empezar desde otra parte: Yo siento en lugar de Yo estoy. Yo pienso en lugar de Yo hice. Con esto en mente podemos acercarnos al territorio Lispector, ella hará otra cosa con el lugar/tiempo/persona/suceso. Pienso en el texto de Virginia Woolf, “La muerte de la polilla”, en el que cuenta que una mujer, la escritora, ve a una polilla atrapada en la ventana. Duda si ayudarla o no. La polilla muere. La escritora reflexiona sobre la muerte. Bien, ahora, lo que va a hacer Lispector es suspender todo frente a esa polilla. Es el punto de partida, pero no termina la historia. La pasión según G.H. es la comunión de una mujer con una cucaracha, aplastada en el armario del cuarto de la empleada. La mujer habla de Dios, la vida, el amor, pero el suceso es una cucaracha aplastada en el armario. He ahí la técnica. La belleza de la técnica.
ESCRIBIR ES HACER PREGUNTAS
En Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, George Steiner habla sobre el flujo ininterrumpido del pensamiento, de estar sobrecargado de pensamientos y no ser capaz de discriminarlos; de estar todo el tiempo a merced de su ritmo ininterrumpido. Incluso, en el sueño, se revelan perniciosos. Descansar de pensar es imposible. La meditación oriental, que se concentra en detener el flujo del pensamiento, opera como un sistema ingenuo porque no funciona siempre. Llegar al estado mental de la nada o el vacío, o a la suspensión temporal de pensamientos, es difícil de conseguir. El acto de pensar a toda velocidad e intensidad hace que las personas se “quemen” en ciertos trabajos más que en otros. Algunos escritores pueden hacer de esa sobrecarga un ejercicio espiritual, no sólo de orden filosófico, sino convertir un tema concreto en algo superior.
Pienso en el texto de la rata y Dios que Lispector planteó por primera vez en las crónicas, que luego darían origen a “Perdonando a Dios”. La persona ve una rata en la calle. Justo cuando reflexionaba sobre la existencia de Dios aparece una rata muerta. La considera una señal. Y aquí ocurre algo que es frecuente en su escritura: se pierde en un ritmo de pensamientos con diversas preguntas de orden místico y ontológico. No se trata de responder. Las respuestas carecen de importancia. Las preguntas son el punto de partida: revelaciones. Esa misma persona que ve a la rata “entiende” algo, algo verdadero, algo vinculado a un gran tema: Dios, el amor, la existencia.
Preguntar es la clave. Las preguntas llevan a otras preguntas, aunque la autora tenga un límite, el del texto. La crónica es el comienzo. Luego ella piensa, piensa, piensa. La crónica responde más allá y se vuelve otra cosa. Es cuestión de espacio. De espacio para el pensamiento. Podemos ver un proceso del pensamiento. Es un reloj transparente, la escritura. Vemos a través de él y, además, da la hora. Sirve, funciona. Un mecanismo perfecto.
La escritora parece entrar en estado de interrupción de ese pensamiento. Cuenta el mecanismo, lo describe y celebra. No así en el cuento o en la novela, pero sí en estas cartas a lectores, estos fragmentos de diario, de pensamiento en voz alta. Escribir es compartir lo que se piensa, así como sale ese pensamiento. El que piensa abre la llave y debe saber cuándo cerrarla. O no.
Después de esporádicas y perplejas meditaciones sobre el cosmos, llegué a varias conclusiones obvias (lo obvio es muy importante: garantiza cierta veracidad). En primer lugar concluí que existe el infinito, es decir, el infinito no es una abstracción matemática, sino algo que existe. […] Después llegué a la conclusión, muy humilde la mía, de que Dios es lo infinito. En esas divagaciones mías también me di cuenta de lo poco que sabía, y eso dio como resultado una alegría: la de la esperanza.[3]
La autora no sólo finge esa humildad que parte de lo abstracto, lo general, el cosmos; de lo abstracto de una divinidad, su propia esperanza, que sería además su fe. Llega a temas concretos o, en ocasiones, no llega a parte alguna. Centra esos temas y los mueve de una mano a otra, los calienta, les sopla para quitarles el calor. Luego se los traga. Los temas vinculados a la religiosidad serán motivo de una profunda reflexión. Habla de una bailarina tan delgada y frágil que los médicos no le dan esperanza de ser madre. Pasa del tema de la maternidad a hablar de Cristo. No hace mucho hincapié en su tradición judaica pero sí en la idea del cristianismo, de Cristo: uno crucificado y eterno: “Toda mujer, al saber que está embarazada, se lleva la mano a la garganta: sabe que dará a luz un ser que seguirá forzosamente el camino de Cristo, cayendo en su camino muchas veces bajo el peso de la cruz. No hay cómo escapar” [4].
En el cuento de “Legión extranjera”, en La pasión según G.H. o en las cartas íntimas se encuentra la búsqueda de un estado de gracia, como ella llama a esa especie de encuentro. Algo que está ahí, sin un nombre verdadero. Y que uno puede vislumbrar si es afortunado y hay silencio en uno mismo. Es decir, cuando hay interrupción de ese flujo de pensamiento. Entonces, cuando nadie llama, la casa permanece sola y puede haber estado de gracia.
Lispector envuelve a los personajes y a ella misma —un personaje casi místico— en un aura de suspensión momentánea. Como si se dieran cuenta de todo lo que les rodea, justo en el momento en que la cámara se acerca y el espectador-lector es testigo de la transformación del rostro, de la emancipación de ese pensamiento que de tan abstracto se vuelve oración, decisión final o revelación absoluta (suicidio, dios, el amor que se pierde o que se encuentra, el gesto, el reconocimiento del otro, saber qué es uno, el rito de crecer). La revelación de este absoluto es una instancia de pertenencia y de estar frente a un umbral. El umbral es algo que debe cruzarse. Aunque varios de sus personajes deciden no hacerlo, el mero hecho de estar ahí, frente a ese umbral, abismo, las hace ya distintas. No hay normalidad posible a la cual volver. Ese umbral es el límite de cada persona. Lispector insiste en pensar en cómo se construye una persona: con preguntas, con límites, con extremos. Para escribir debe irse más allá de esos límites. Eso incluye al lenguaje, al número y al tono de las palabras que usamos. El trabajo es estético. Lispector busca una sintaxis que parta de un idioma ya construido, ya hecho, ya realizado por otros para volverlo otra cosa: fingirá no conocer ese idioma, ser aprendiz. Y por idioma, quiero decir todo lo que la rodea. Hay en su obra una especie de ingenuidad —falsa o verdadera, eso no tiene la mayor relevancia— en la cual el personaje-otro o personaje-ella exclama: ¿Esto qué es? ¿Qué significa? ¿Qué dice de mí esto que está afuera de mí? ¿A dónde me lleva? ¿Soy yo quien decido? ¿Eso de ahí, frente a mí, qué me dice y qué debo hacer en relación con su presencia, su existencia?
La escritura de Lispector no es deslumbrante porque eso podría significar que una persona está en una habitación en penumbra y alguien corre la cortina o enciende la luz. Y no, no es así. Creo que su escritura es un manifiesto sobre ser persona, sobre cómo una persona se construye, y la palabra es tan sólo una de las tantas posibilidades de definirla. La obra de Lispector no deslumbra, no alumbra, no da luz. Cierra la cortina y apaga el interruptor.
La literatura es una puesta en escena, no hay que perderlo de vista. Hay una niña en el centro del escenario, todo está a oscuras. No hay música, no hay diálogos, no hay nada. Cuenta en una crónica: “Un domingo a la tarde sola en casa me doblé en dos hacia delante —como con dolores de parto— y vi que la niña en mí estaba muriendo. Nunca olvidaré ese domingo. Para cicatrizar me llevó días. Y heme aquí. Dura, silenciosa y heroica. Sin niña dentro de mí”. [5] Eso en sí es lo que la autora hace. No inventa a un personaje para que el lector sienta empatía o comprenda o se conmueva; pone al personaje y lo destroza. Lo despoja de cualquier tipo de superioridad intelectual, moral, lo reduce, lo simplifica. En esta especie de humildad sumergida en la infancia, en ser mujer, en ser hombre sin lenguaje, ella encuentra un modo otro de acceder al lector. Eso le permitió escribir crónicas. Se acercó de otra manera a sus lectores, a su país. Comprendió de otra manera qué podía hacer con la escritura, más allá de estar a solas, lectora, madre, escritora, comprendió que escribir era un acto de apertura, de correr el telón y esperar algo. Que lo que estaba ahí afuera apareciera en el escenario. El truco consiste en que no hay llamada. Uno espera y ve. De eso trata el ejercicio de la fe. Y no se puede escribir sin ella.
Notas
[1] Esta historia se cuenta en Nádia Battella Gotlib, Clarice Lispector. Fotobiografía (México: Conaculta, 2015).
[2] Clarice Lispector, “Vietcong”. En Descubrimientos. Trad. de Claudia Solans (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2010), p. 138.
[3] Ibíd. , “Divagando sobre tonterías”. En Descubrimientos (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2010), p. 142.
[4] Idem, p. 40.
[5] Ibíd., Revelación de un mundo. Trad. de Amalia Sato (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2005), p. 212.