Tierra Adentro
Ilustración de Abril Castillo (Morelia, 1984)

 

¿Es posible juzgar de forma separada la obra pública de un creador y sus actos íntimos? ¿En qué medida interfiere la vida privada de un artista o escritor en la valoración de su obra? ¿En qué términos se puede, o debe, hacer la separación entre una y otra? Eduardo Rabasa y María Antonia González Valerio reflexionan al respecto.

 

Basta con ser siempre rabiosos
en nuestras redes

Eduardo Rabasa

La existencia virtual ha cobrado una preeminencia por lo menos de igual magnitud que la real. Entre las cuestiones en vías de redefinirse de nuestro actuar en el mundo, una de ellas, en términos literarios, es la relación entre la obra de un autor o autora y su vida personal. Ahí donde la disyuntiva consistía en dilucidar cómo habría de afectar la lectura de Heidegger, Pound, Vasconcelos, el hecho de que sostuvieran posturas políticas que pueden ser consideradas como deleznables a la luz de la historia, ahora pareciera que el self virtual, controlado y producido en buena medida por uno mismo, ha introducido un nuevo abismo entre la obra y quien la crea, haciendo tambalear incluso la vieja distinción nietzscheana que postulaba que si Homero hubiera sido Aquiles, simplemente hubiera sido y no escrito sobre él, pues gracias a la magia de las redes sociales podemos no sólo escribir lo que queramos, sino también fantasear y presentarnos frente a nuestros seguidores tan inmaculados como el más entrañable personaje creado por la imaginación novelística.

A pesar de lo anterior, parecería que algunos principios se mantienen más o menos inmutables, como lo corrobora “El autor como productor”, una conferencia que Walter Benjamin nunca llegó a pronunciar, sumamente esclarecedora a la luz de los nuevos dilemas a los que nos enfrentamos. La forma en que Benjamin zanja la cuestión de la distancia entre un creador y su obra es dilucidar, más allá de sus posturas literarias o públicas, en dónde se sitúa el escritor en el proceso de producción, y si contribuye o no de manera significativa a transformar su realidad: “…abastecer un aparato de producción sin irlo transformando (en lo posible) es un procedimiento criticable, aunque los materiales de que se abastece al aparato parezcan de naturaleza revolucionaria”.

Benjamin termina por dar en el clavo cuando explica que los intelectuales sueñan con una “logocracia”, concepto con el que podemos comprender algunos de los fenómenos más visibles de nuestra actual vida literaria. Si antes el riesgo consistía en que la incongruencia se produjera por el lado de escribir una obra memorable, al tiempo que en los hechos se era un fascista, quizá ahora el riesgo consiste en que el abismo se produzca entre obra y una personalidad pública idealizada, que a menudo no guarda ninguna correspondencia con la personalidad real ni con el lugar que uno ocupa en el sistema productivo. Así, las redes permiten soñar, como alguna vez hiciera Platón, con una logocracia donde desde nuestro púlpito digital podemos mandar, prescribir, condenar, y esperar a que la sociedad entera, o al menos nuestros seguidores, corran presurosos a seguir nuestro mandato. No hace falta transformar nada, ni contribuir a que las cosas mejoren; basta con ser siempre rabiosos en nuestras redes, para continuar con una existencia que contribuya a que la situación sea tal que podamos vivir mostrando la indignación en esa plaza pública virtual que se ha apoderado de una buena parte de nuestro ser.

 

La intimidad es resultado de una
historicidad común

María Antonia González Valerio

Hay que buscar parámetros para juzgar la obra porque ésta no se produce al margen de la crítica o del juicio. Lo que se escribe, se publica y se entrega al juicio, casi por necesidad. Lo íntimo, lo privado puede tener otro destino. Pero la escritura pública debe escrutinarse. ¿Cuántos parámetros se han inventadodesde la Poética de Aristóteles?

Cuando la figura de autora llegó a ser importante para la visión occidental moderna del mundo, la pregunta por el parámetro de la vida privada fue relevante. Una vez que existe como parámetro, hay que preguntar: ¿quién emite el juicio?, ¿cómo juzga la obra?, ¿y por qué la juzga? Ahora que estamos lejos de cánones y reglas universales, que es indispensable situar todo decir en una circunstancia y a partir de eso actuar o pensar, hablar del juicio de la obra como si se tratara de una categoría general parecería poco significativo.

El tema de la autora es molesto para quien desde el estudio de la literatura quiere evaluar las estructuras, funciones y características del texto literario porque desde esta perspectiva lo que está allí para ser juzgado es un texto independiente de quien le escribe. El lenguaje concebido así obtiene la autonomía necesaria para desprenderse de cuestionamientos subjetivos. La apreciación estética del texto literario dependerá en este contexto de sus características narratológicas, por ejemplo. Si la autora defendía una ideología perversa resulta irrelevante.

Pero si la obra es juzgada desde un posicionamiento político, y no a partir de las estructuras literarias, resulta ineludible resaltar la ideología de la autora, porque en lo íntimo y en lo privado hay posiciones políticas y, sobre todo, decisiones políticas. La pregunta por lo privado y lo íntimo es, desde este horizonte, sospechosa. ¿Qué es privado e íntimo? No lo digo en los términos de la publicidad que dan las redes sociales, sino porque esa intimidad es, por un lado, resultado de una historicidad común y un constructo social, y, por el otro, tiene efectos en lo público, pues no se conforma al margen de las vidas privadas.

Otro ejemplo, si la obra tiene una marcada carga autobiográfica, ¿quien juzga podrá valorar en función de la vida privada de la autora? La pregunta tiene sentido siempre y cuando el artilugio del juicio permita diferenciar con claridad la ficción de lo real o diferenciar los contenidos históricamente acontecidos de los que nunca sucedieron. Sin embargo, hace mucho tiempo que sabemos que el establecimiento de la diferencia entre realidad y ficción es más una construcción de legibilidades, que un enfrentamiento con la cosa misma o con el suceso histórico tal cual. Ni cosas ni sucesos ocurren al margen de sus construcciones lingüísticas. Luego, el hiato entre realidad y ficción es más sutil y más casuístico.

La pregunta, entonces, es quién juzga qué y cómo y cuándo y por qué. Y eso en cada caso, porque no hay “obra” ni “autora”.