La reputación de la espuma
Para Gustavo González
Tomar cerveza directamente de la botella es, por lo menos, un acto grosero. Es tanto como vaciarla a la panza cual si fuera poco más que un líquido hediondo. Lo peor de esta forma de tomar cerveza es que nos perdemos la oportunidad de despertar sus aromas y gases. Nos privamos de ver su color, de provocar sus rosarios y, oh, su prodigiosa espuma.
Crear espuma es un arte excelso que va desde hacer una burbuja solitaria hasta acumular miríadas de ellas que servirán como vehículo transmutador de materia. Como cuando las claras de huevo se hacen nieve, el chocolate un postre vaporoso o cuando convertimos la leche en terciopelo. La espuma es una recompensa que solo se consigue con servilismo hacia algunos ingredientes: a masas ingobernables, líquidos necios, y solo en condiciones especiales: pureza extrema, temperatura exacta, insistencia inquebrantable. Otras recetas implican hacerse aliados de las burbujas, atraparlas y fosilizarlas para ser disfrutadas en forma de pan esponjoso o en laberintos caprichosos de algunos quesos. La espuma se posa en lo alto de tazas y vasos como corona de lo exquisito y otras veces invade por completo cuerpos líquidos con su alegre fiesta vertical.
Otra espuma vital, aunque muy lejana a la de los alimentos, es la que emerge de los detergentes. La presencia de espuma profusa y casi infinita nos confiere confianza, se convierte en evidencia indiscutible de su acción limpiadora y de su poder expiatorio de las mugres más osadas. En cambio, su ausencia nos sumirá en la desesperanza. Un jabón que “no hace” espuma, se debe a tres razones irrefutables: mala calidad de este, suciedad extrema en la superficie a lavar o utilizar agua dura. Cualquiera de éstas nos orilla a la acción febril de añadir más y más jabón hasta conseguir la ansiada y prodigiosa espuma. Sólo entonces tendremos la certeza de que el equilibrio del mundo existió por un momento en nuestras manos.
Como todas las cosas simples la espuma significa y representa lo que no podemos explicar. Como cuando queremos decir que alguien vive en su mundo sin darse cuenta del cataclismo que lo rodea, cuando el éxito de algo crece de forma acelerada o cuando queremos ejemplificar lo volátil de una situación insostenible. Las burbujas, unidades de la espuma, se asocian con el juego, con la niñez, con tardes en la plaza, con vinos lujosos, derroche, fiestas exóticas, bodas cursis, trucos de magia, metáforas, conceptos físicos. Solo somos un montón de espuma propensos al derramamiento.
Claro que no todas las espumas son paradisíacas, en ciertas circunstancias su presencia revela condiciones funestas: acidez, putrefacción, descomposición. Maldiciones naturales que corrompen alimentos y seres vivos por igual. Ahí las burbujas, evidencias del tiempo, acumulan calamidades. Es espuma atroz la del vómito, la diarrea, la de los hocicos de animales virulentos. En las bocas humanas denota enfermedad, envenenamiento, colapso del sistema nervioso, aparece trágica en las convulsiones de gran mal. Si bien en la naturaleza hay espumas fértiles, también las encontraremos como evidencia de acciones humanas egoístas, como en los ríos contaminados y las playas ultrajadas con químicos y detergentes que asfixian a la espuma del mar. En otras ocasiones la espuma sirve de imagen para explicar cóleras incontenibles que hierven en los órganos internos o para describir cómo aquella ira salía de la boca del iracundo.
La naturaleza dicotómica de la espuma nos lleva del manjar a lo pútrido, del lujo a la escasez, de la limpieza a la suciedad, de la salud a la enfermedad, y puede trasladarnos por caminos encantadores como abandonarnos en callejones sucísimos e infectos. Pero en el centro de estos extremos hay una especie de purgatorio, un puente entre ambos: la fermentación.
Descrita por Luis Pasteur como “la vida sin aire”, la fermentación es alquimia pura, pues transfigura caldos y aguas diversas en manjares. Esta putrefacción controlada se debe a la acción de organismos pertenecientes a reinos biológicos ajenos al nuestro, reunidos en dichas categorías más porque no hemos podido descifrar sus enigmas que por una verdadera comprensión de su naturaleza. La fermentación se manifiesta en burbujas y espumas transmutadoras; su aparición confirma que está teniendo lugar un proceso prodigioso de caos molecular. Por eso la energía química se desprende de las mezclas fermentadas, no podía ser distinto, pues la magia está ocurriendo ante nosotros.
La espuma limpia es impalpable, etérea, sobre todo si deseas poseerla. También es necia e indomable, sobre todo si deseas que desaparezca. Las burbujas jabonosas con sus iridiscencias de arcoíris provocan el griterío en el jardín y el triunfo de la ropa impoluta. Es cierto que ha habido burbujas que se han posado en la punta de un dedo maravillado por contener un milagro que, como todos, dura solo una fracción de segundo y luego da paso al curso de la vida vulgar. En cambio, la espuma sucia nos contamina con su viscosidad, nos asusta su hervor aciago, nos sorprende en el estornudo cuando explota grosera y en algunos casos hasta emite vapores y olores repugnantes e inolvidables.
Un apunte final: no se ha puesto nombre a la acción de desperdiciar espuma limpia; la del champán en una copa que se rehúsa a brindar, la de la nieve de claras o el musse que se dejó reposar más tiempo de lo debido, la del capuchino olvidado en una plática catastrófica, la del merengue horneado por un cocinero holgazán, o la de las olas que revientan en playas infestadas de humanos.