Ceniceros vacíos
“mi padre se murió sin que yo supiera quién era ese hombre que tanto quise que me quisiera –la peor forma del amor–”
-María Fernanda Ampuero, Pelea de gallos.
I
Cuando papá se fue, todas las luces se quedaron encendidas, por si alguna vez a su sombra se le ocurría darse una vuelta. Cuando papá se fue, dejó en el cajón los regalos que le habíamos dado, porque ya no eran importantes. Nuestros vínculos también se quedaron en ese cajón. Yo me adueñé de él, poco a poco fui llenándolo con mis cosas, sin reemplazar las cosas de papá. Así empecé a fumar.
Primero fue por usar sus encendedores, para no desperdiciar todos los que había dejado por los rincones de la casa. Después porque extrañaba su tos nocturna, nunca le dije que me dormía escuchando el ritmo de su respiración interrumpida.
Al poco tiempo, empecé a adoptar sus gestos, la manera en la que colocaba el cigarro entre sus dedos, el sacudir de la ceniza y la sonrisa ladeada al soltar el humo. Cada cigarro me acercaba un poquito más a papá. Si alguna vez llegábamos a reunirnos, por mero trámite familiar, yo ocultaba mi nuevo vicio. Nadie podía saber de mi ritual mimético, mucho menos papá, aunque me parecía que la gente empezaba a sospechar de mi ligera metamorfosis.
Todo empeoró cuando encontré las fotos. Papá se fue y dejó en casa una vida en ruinas. Al principio, silencio; después, los excesos de la memoria. Un pasaporte viejo: papá a los 13 años, mi cara en 1980. Intenté negarlo, pero ya no había vuelta atrás. Poco a poco, las caras desdibujadas en el álbum dejaron de ser reconocibles. Mi primera comunión: primavera del 77. Mi bautizo: verano del 96. El humo de los recuerdos había invadido la casa, bocanadas que desdoblaban el tiempo.
De nuestro vínculo fracturado, me resonaba la frase “todavía no se puede estar en dos lugares a la vez, hijita”. Eso, papá, también era una mentira. Lo supe cuando miré las fotos. Tú y yo, gestos que se repetían siempre en dos lugares a la vez. Te fuiste y te duplicaste en la ausencia.
II
Aunque intenté que mi nuevo vicio permaneciera oculto, la transformación era cada vez más evidente: los brazos abiertos al caminar, el mismo ruido a la hora de comer y nuestros pasos de baile descoordinados. Mi cuerpo: la copia degradada de tu recuerdo. La casa: una repetición de imágenes descentradas.
Antes de irte, nos sentaste en el sofá para decir que volverías. ¿Era eso lo peor del amor? No, lo peor del amor era no poder dejar de ser tú. Vaciaste los armarios, pero te quedaste inmortalizado en el espejo. Cuando dijiste adiós, ¿a quién saludabas? Yo saludaba a tu rastro, acuerpaba tus manías y me desapropiaba de nuestras diferencias.
Luego empezó la pérdida. Abro los ojos. Una ventana en las escaleras, puertas abiertas que no dan a ninguna parte. ¿Dónde estamos, papá? Sin respuesta. Mis ojos, que todavía no son los tuyos, no reconocen el espacio, pero nuestras manos sí. Tú y yo, un mapa corporal de la memoria. Cada voz que te llama se dirige a mí, habitamos el cuerpo de una foto: la evocación de un presente que deja de serlo.
Ceniceros vacíos que había que llenar para cubrir tu desaparición. La gente no me pregunta por ti, me llama por tu nombre. Papá se fue y mi cuerpo reemplazó al suyo. Papá se fue y su falta hizo combustión.
III
Papá, siempre le tuve miedo a los incendios. Tu coche en llamas en medio de la carretera, cigarro en mano y lágrimas inútiles. ¿Qué sientes cuando me escuchas gritar? Sin respuesta. Tú y yo, un poema sobre la risa y el llanto. Después el fuego, consumir tu rastro en el cuerpo: fragmentos de mí que te pertenecían. Sangre de tu sangre, genética podrida.
Cada foto se convirtió en polvo, pero tú no terminabas de irte. Una ventana en las escaleras es un hueco en el tiempo, un cajón vacío es un agujero en el espacio. Me senté en el sofá, miré los rastros de nuestros cuerpos consumidos y encendí el último cigarro. Los dedos, el movimiento, la sonrisa ladeada: metamorfosis terminada. Una casa que se abandona es una casa en llamas.
Cuando me fui, todas las luces se apagaron para que a mi sombra no se le ocurriera darse una vuelta. Cuando me fui, vacíe el cajón, que nunca tuvo nada importante. No había más vínculos en ese cajón. Sin nadie que se adueñara de él, poco a poco se fue cubriendo de cenizas que reemplazaron mis cosas. Cuando me fui, ya no quedaba ningún encendedor, así que dejé fumar.